Se les abrieron los ojos y lo reconocieron

Se les abrieron los ojos y lo reconocieron
No tuvo que ser fácil para aquellos hombres y mujeres reconocer a Jesús resucitado. Le habían seguido pero manteniendo las distancias, porque no acababan de creer que aquella vida que él vivía y proponía, merecía la pena seguirla. Esperaban otra cosa de él, un liderazgo más fuerte, una intervención del cielo imponiendo el reino de Dios frente a sus enemigos. Pero Jesús no estaba por esa labor.

En Galilea se movía con libertad y la gente del pueblo le escuchaba con gusto. Pero se empeñó en subir a Jerusalén para celebrar la Pascua con el riesgo evidente de enfrentarse con los sacerdotes y escribas y, aunque los primeros días la gente entusiasmada le aclamaba como mesías, luego, la autoridades del templo se confabularon con el gobernador romano y le apresaron, le torturaron, y lo crucificaron como si fuera un malhechor. Algunos de sus discípulos se escondieron para no ser acusados y otros se volvieron a sus casas porque con su muerte quedaron enterradas las esperanzas que había suscitado. Además, no tenían donde agarrarse para explicar aquella condena porque los que la provocaron fueron los del sanedrín que eran representantes de Dios y guardianes de su santa ley.

Por otra parte, aquel Dios a quien Jesús llamaba Abba, no hizo nada por salvarle, con lo que se confirmaba la acusación, ya que, como se rezaba los sábados en las sinagogas: «Yahvé no permitirá que el justo caiga, escucha sus gritos y lo libra de sus angustias». Por eso los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él al pie de la cruz donde se desangraba: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere».

Tuvo que ser desconcertante para los pocos discípulos que le habían acompañado hasta Jerusalén, asistir impotentes a su muerte. Y en aquella situación de miedo y de vergüenza, estando aún encerrados, se aumentó el desconcierto cuando unas mujeres, que habían ido al sepulcro a embalsamar al crucificado, volvieron asustadas diciendo que no estaba el cuerpo de Jesús y que un ángel les había dicho que no le buscaran entre los muertos, que fueran a Galilea, a vivir como él les había enseñado y que allí le volverían a ver. Ellos mismos, estando reunidos, sintieron que él estaba en medio llenándoles de paz. Luego llegaron otros que habían acogido a un extraño por el camino y al sentarle a su mesa y compartir su pan se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Fueron muchas y muy diversas las experiencias de encuentro que vivieron aquellos hombres y mujeres que les hizo creer que aquél Jesús que había pasado por el mundo haciendo el bien y curando a los enfermos, ahora tenía la misma vida de Dios y que aquella muerte terrible que había sufrido, se había convertido no en la condena y el abandono de Dios sino en la muestra de su amor más grande para con toda la humanidad.

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Después de aquellos primeros testigos, muchos más, a lo largo de veintiún siglos han tenido la misma experiencia, se les han abierto los ojos y han reconocido a Jesús resucitado viviendo con él y como él. Y en eso estamos también nosotros.

En medio de una situación tan conflictiva, con guerras abiertas en muchas partes del mundo; indiferentes ante el drama de los que emigran ahogando sus vidas en la mar; impotentes ante la violencia sexista y los accidentes de trabajo nos sentimos desconcertados. Parece que estamos abandonados sin saber a dónde acudir para salvarnos.

Pero hoy también, como entonces, hay personas que acogen y comparten, que denuncian y ayudan. Y en cada uno de nosotros hay un deseo inextinguible que no nos permite resignarnos a aceptar esta forma de vida y de sociedad y nos invita a soñar con otro mundo fraterno como el que Jesús soñó y por el que luchó y murió. Y, de vez en cuando, se nos abren los ojos y le reconocemos al escuchar su palabra, al reunirnos en su nombre para compartir el pan, al palpar sus heridas en las víctimas de toda violencia, en el perdón que nos renueva, en la paz que nos inunda y en la presencia que nos habita.

A vivir estas experiencias nos dispuso la Cuaresma: a revivir en nosotros la experiencia de que Jesús está vivo, y que su proyecto de vida fraterna y solidaria también, porque es lo que Dios, su Padre, ha destinado para toda la humanidad. Si Dios lo quiere, será posible, si le ayudamos a que se haga realidad.