«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!»
Lectura del Evangelio según san Marcos (11, 1-10)
Cuando se aproximaban a Jerusalén, cerca ya de Betfagé y Betania, al pie del monte de los Olivos, envía a dos de sus discípulos, diciéndoles:
–Vayan al poblado de enfrente. Al entrar en él, encontrarán en seguida un borrico atado, sobre el que no ha montado nadie todavía. Desátenlo y tráiganlo. Y si alguien les pregunta por qué lo hacen, díganle que el Señor lo necesita y que enseguida lo devolverá.
Fueron y encontraron el pollino atado junto a una puerta, fuera, en la calle, y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les preguntaron:
–¿Por qué desatan el borrico?
Los discípulos les contestaron según les había dicho Jesús, y les dejaron. Llevaron el borrico donde Jesús, echaron encima sus mantos y se sentó sobre él.
Muchos extendieron sus mantos por el camino, y otros hacían lo mismo con ramas que cortaban en el campo. Los que iban delante y los que le seguían, gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». «¡Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!».
Comentario
En estos días recordaremos al arzobispo de El Salvador, Óscar Romero, san Romero de las Américas, como le gusta decir a los cristianos de su pueblo, a los salvadoreños… Romero muere asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras elevaba el cáliz en la eucaristía que celebraba en un hospital.
¿Sabía que iba a morir?
Sí, y no porque fuera adivino o tuviera un don especial. Cuando uno escucha tantas homilías defendiendo a la gente empobrecida de su pueblo, denunciando al Gobierno por las torturas y desapariciones y después de decir en una homilía el día anterior: «Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!». Toda una invitación a la deserción del Ejercito… ¿Qué le podía esperar a Óscar Romero? Así lo expresaba él: «El martirio es una gracia que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como testimonio de esperanza en el futuro… perdono y bendigo a quienes lo hagan… perderán su tiempo: un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás».
Celebramos este fin de semana el comienzo de la Semana Santa con el Domingo de Ramos. No es una festividad ingenua, una burrita y palmas pueden ser los símbolos más llamativos. Pero detrás se cuece el drama; por esta razón la Iglesia nos propone la pasión como lectura a continuación del relato de la entrada de Jesús en Jerusalén.
Jesús lo sabe, sabe lo que ha hecho, lo que ha dicho, cómo ha implicado a Dios en los asuntos humanos, presentaba una nueva imagen de Dios; sabe que su autoridad ha puesto en cuestión la supremacía del sábado, cómo ha denunciado la hipocresía de los poderes religiosos, ha hecho presente y visibles a las personas empobrecidos, a las mujeres, a los niños. Hablaba con demasiada claridad y a Dios lo acercó tanto al ser humano que muchos le tuvieron miedo; a otros y otras les llenó de esperanzas y sintieron que, a pesar de ser alejados de la religión oficial, Dios Padre, decía sus nombres con ternura.
Y el amor como su presencia real y señal de credibilidad y el perdón hasta los enemigos. La fraternidad eran nuevas formas esenciales para relacionarnos. Que las personas cojas andaban, las ciegas veían y era posible un mundo distinto. Y era posible el año de gracia, que todo fuera como al principio y que había oportunidad porque para Dios todo podía volver a empezar… que ese Dios Padre no estaba secuestrado en un templo, que había que reconocerlo, quererle, adorarle «en espíritu y en verdad»… eran demasiadas cosas las que estaban en juego.
Y entra en Jerusalén, no como un derrotado, ni con aires triunfalistas, entra con humildad con la alegría de sentir que el pueblo sencillo celebra la esperanza. Hay esperanza y él está con ese pueblo; todo evoca las aspiraciones de los más débiles y marginados de la religiosidad oficial. Son ellas y ellos quienes le aclaman. Y, por otra parte, hay quienes quieren reprimir esa aclamación: el miedo del sistema oficial es grande, los fariseos temen que Jesús se convierta en alternativa, que su propuesta de reinado de Dios cale en el pueblo. La esperanza frente al miedo. Ese triunfo de Jesús genera una relación distinta con Dios, una religiosidad totalmente nueva, o, la superación de la religión, como dice algún teólogo, y una esperanza distinta para el pueblo. Jesús sentía con su pueblo que era posible la esperanza.
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Más en Orar en el mundo obrero, Domingo de Ramos.
Consiliario general de la HOAC
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