Por qué celebro la Semana Santa
Soy una persona que va a celebrar estos días, con unos cuantos miles de millones de ciudadanos, la Semana Santa o, mejor dicho, el Triduo Pascual (viernes, sábado y domingo) porque en estas jornadas se encuentra, historizado, el núcleo del cristianismo y de la fe que da sentido a mi existencia. Y lo voy a hacer no como cofrade o turista que se recrea en la contemplación de algún paso, sino en el seno de una modesta comunidad de seguidores del Nazareno. Si el lector o la lectora, una vez llegado hasta aquí, tienen ánimos para seguir, me gustaría indicarle las tres razones y motivos de esta decisión.
Voy a celebrar, en primer lugar, el Viernes Santo. Llamado así porque se recuerda la muerte de Jesús de Nazaret. De ella, hay tres diferentes narraciones. Me fijo en la que centra la atención en su grito de abandono en la cruz: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Es cierto que este grito puede ser interpretado y vivido no solo como una rebelión ante el imaginario de un Dios, según los casos, omnipotente o masoquista, sino también como una crítica radical a toda absolutización de la finitud; y, en particular, de los intentos de vivirla y declararla como aproblemática y satisfecha, además de absoluta. Confieso que, sin dejar de reconocer estas maneras de vivir y explicar este drama, yo me asomo a este día –con el grito recordado– porque es memoria aguijoneante del abandono en que queda sumida una persona buena cuando es llevada a la muerte injusta y prematura. Y porque sigue teniendo la triste virtud de recordarme la persistencia, a lo largo de la historia y en el presente, de su dramática actualidad: el grito en cuestión no solo se hace cargo de algo ocurrido hace dos mil años, sino de una realidad que sigue aconteciendo en nuestros días, en tantos millones de crucificados actuales.
Pero también voy a conmemorar, en segundo lugar, el Sábado Santo. Este es un día aciago porque el Nazareno no solo experimenta, hasta el fondo, el poder de la muerte y, por tanto, la fuerza del silencio, de la oscuridad y del vacío, sino también y, sobre todo, la potencia de la injusticia y del sufrimiento que, en nuestros días, igualmente se actualizan en las muertes injustas y prematuras de tantos inocentes. Eso es algo que siempre da vértigo, por más que se apele al coraje para afrontar el perecer. Es cierto que no faltan quienes afrontan esta jornada como un tiempo en el que es posible vivir la ausencia, el silencio o el vacío (cuando, por ejemplo, es provocado por la pérdida de la persona amada) como el modo de seguir manteniendo una relación –por supuesto, dolorosa– con ella. Sin negar la indudable grandeza de afrontar la muerte de tan singular modo, hay algo que me resulta innegable, aunque me cueste reconocerlo: que estoy delante del triunfo de la muerte; en este caso, injusta y antes de tiempo, y que asomarme a ella, me produce vértigo, por más que apele al coraje para afrontarla. Quizá, por ello, constato que este día se encuentra muy descuidado, también litúrgicamente, entre los mismos cristianos.
Y, finalmente, el Domingo de Resurrección. Este es el día en el que celebro –con lenguaje tomado del discurso evolutivo– el “gran salto cualitativo” que nos aguarda al final, impregnando toda la realidad de anticipaciones o “chispazos de eternidad” que atraviesan la existencia en forma, por ejemplo, de fugaces –pero, a la vez, impactantes y motivantes– verdades, laboriosamente traídas al concepto; de admirables y movilizadores comportamientos éticos; de encuentros cargados de belleza, capaces de atraer por sí mismos, o de elogiables esfuerzos por lograr o cuidar la unidad y la comunión entre diferentes. Si el viernes y el sábado son los días del aguijón, este es el de la caricia que, porque consuela, lleva a la movilización, sobre todo, contra las estructuras que siguen causando muerte injusta y antes de tiempo y contra el entreguismo fatalista de “ande yo caliente, ríase la gente”. O, por lo menos, a intentar paliar algo del mucho dolor y sufrimiento existentes, sin dejar de “cargar las baterías”, gracias a los destellos o murmullos del final que chisporrotean en la existencia humana; al menos, en la mía y en la de tantos seguidores del Nazareno.
Por tanto, celebro los llamados Viernes, Sábado y Domingo Santos porque puedo disfrutar, cierto que limitadamente, de una enorme cantidad de anticipaciones del final que se nos conceden de manera gratuita –y frecuentemente, inesperada– para seguir al Crucificado en los crucificados de nuestros días. Y también porque recuerdo, con otros compañeros y compañeras de cordada, la sintonía existencial que percibo con la segunda de las narraciones de la muerte de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Se trata de un relato que –fundado en el disfrute de tales anticipaciones o murmullos del final– tiene la virtud de alentarme y sostenerme en la lucha por la justicia, la igualdad y la fraternidad, además de por la libertad. Por todo eso, celebro la Semana Santa.
Sacerdote diocesano de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria).
Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ediciones HOAC, 2021)