Jesús y nosotras

Jesús y nosotras
Foto | Meiying Ng (unsplash)
Después de tiempo sin vernos, me lo encuentro, me mira, me sonríe, me abraza y me dice: ¡Qué alegría verte!

Nos pusimos al día de nuestras vidas, las palabras salían solas y después de unos minutos, seguimos nuestro camino con el dulce sabor de habernos vuelto a ver. Aquel breve espacio en el que transcurrió todo, dejó durante horas una tonta sonrisa y unas ganas terribles de contárselo a todo el mundo. No sé qué «magia» operó para que este fugaz encuentro se quedara tatuado en mi corazón y cada vez que vuelve a mi memoria, retorna la curva a mi cara.

Supongo que algo parecido, pero más profundo y transcendente, vivieron las mujeres con las que Jesús se hizo el encontradizo. Todas ellas percibieron su mirada, fueron tenidas en cuenta, sonreídas y abrazadas por aquellos ojos, manos y gestos que Él les regaló. Por una vez alguien las consideraba merecedoras de atención. Por una vez, alguien se percataba de su opresión y las liberaba de todas aquellas normas que las mantenía en una impureza constante. Por una vez, alguien les tendió la mano y las condujo a su liberación. Él las trató como personas.

En ellas obró el milagro del Amor porque se sintieron amadas, reconocidas en su sagrada dignidad de hijas de Dios. No fue cuestión de discursos, ni de marketing, ni influencers y mucho menos de ilusionismo, se trató «simplemente» de amar. Ellas, vivieron esa experiencia transgresora, comprendieron que también importaban, que eran dignas de respeto y consideración.

Ya no hay distinción entre judío o no judío,
entre esclavo o libre, entre varón o mujer,
porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús
­—Gal 3, 28

Pero, para entender cuán revolucionaria fue esta actitud de Jesús resulta imprescindible contextualizar la época en la que vivió y el papel de la mujer en la cultura grecorromana y en la sociedad judía.

En el siglo I las mujeres eran relegadas al hogar, a las tareas domésticas y de cuidados de su descendencia. Ellas molían el trigo, cocinaban, cocían el pan, tejían, lavaban el rostro, manos y pies de los hombres…, no tenían ninguna relevancia en la vida pública, pues estaba mal visto porque ese no era su sitio.

En la sociedad judía, además de lo culturalmente asumido, se sumaban los estereotipos y las leyes de pureza que marcaba la religión. Se las veía fuente de tentación y pecado, por lo tanto, había que acercarse a ellas con cautela y tenerlas controladas; se las consideraba vulnerables, tendentes a protección constante del varón. Estaban fuertemente condicionadas por las reglas que las mantenían en un constante estado de impureza: durante los siete días de la menstruación, después del parto (siete días si era niño, 14 si era niña). Para purificarse tenían que estar sin tocar a nadie ni a nada, durante 33 días si era niño, 66 si era niña y, por supuesto, pagar al Templo lo correspondiente, dependiendo del sexo de la criatura.

Estaban desplazadas a la vida privada: no podían hablar en público, ni asistir a banquetes, su testimonio no valía en un tribunal y no les estaba permitido solicitar el divorcio. En la vida religiosa se topaban con un gran obstáculo: la circuncisión, rito fundamental para considerar a alguien miembro del pueblo de la Alianza; no se consideraba necesario iniciarles en el estudio de la Torá, a pesar de que eran ellas las primeras que transmitían la cultura, creencias y valores de su herencia judía a su descendencia.

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Desde este contexto cultural, social y religioso desde donde debemos situarnos para comprender en toda su amplitud lo que implicó la forma de relacionarse de Jesús con las mujeres. Él rompe clichés y tabús, Él las acoge y visibiliza (1).

Nunca las juzga, ni las condena (Jn 8, 2-8), no las relega al hogar (Lc 10, 38-40) ni a la maternidad (Lc 11, 27-28). Reprocha a sus contemporáneos la doble moral que aplican (Mt 5, 28-29), donde la mujer siempre lleva las de perder. No se rige por leyes que las excluyen, no ve sus cuerpos como un lugar impuro, sino como un lugar de salvación (Mt 5, 25-34).

La forma en la que Jesús se relacionó con las mujeres
nos interpela. Él fue totalmente libre para acercarse
a ellas y amarlas; ejerció su libertad,
se dejó amar por aquellas
que se le acercaban

Él las tiene en cuenta, las incluye en sus parábolas porque lo que predicaba también estaba dirigido a las mujeres (Lc 5, 8-10); las pone como ejemplo de fe, generosidad y entrega desinteresada, como la viuda persistente que reclama justicia y la que echa las dos monedas en el cofre del Templo; se pone su favor (Mc 10, 2-12); y se deja enseñar por ellas como recoge el texto de la sirofenicia que le ayudó a comprender mejor su misión (Mt 15, 21-28).

Las mujeres que siguen a Jesús, discípulas ellas también, permanecen con Él hasta el final: están ahí durante la crucifixión, en el sufrimiento en la cruz, observan el lugar donde le entierran y acuden a su tumba «con los aromas que habían preparado» y se encuentran «con dos hombres con vestidos relumbrantes» que les dicen que por qué buscan entre los muertos al que está vivo. A ellas se les confía el anuncio de la resurrección, centralidad de nuestra fe, ellas son las primeras testigos, aunque no las creyeran.

La forma en la que Jesús se relacionó con las mujeres nos interpela. Él fue totalmente libre para acercarse a ellas y amarlas; ejerció su libertad, se dejó amar por aquellas que se le acercaban.

Esforcémonos por entender cómo Él amó a las mujeres, releamos la Biblia con ojos femeninos: ellas también aparecen en los textos, incluso cuando no se las nombra. Rescatémoslas del olvido. Utilicemos otro lenguaje que evoque más el rostro femenino de Dios. Aprendamos a dialogar con la Biblia desde estas claves.

Abramos caminos nuevos como hizo María Magdalena, con paciencia, esfuerzo e ilusión. Seamos las hijas risueñas de Sara que no pierden el humor y se acogen a la esperanza.

(1) Para ampliar el contenido de este artículo, la HOAC ofrece el taller de «Jesús y las mujeres» dentro del Cursillo de Jesús de Nazaret.