¿Cuál es el límite del insulto en política?
Felón, bruja, facha, miserable, gilipollas, botifler, mendrugo, sudaca, mentiroso compulsivo… Podrían parecer insultos sacados de una telenovela o una serie dramática, pero la realidad supera a la ficción. En estos términos se comunican algunos representantes del pueblo español a través de los medios, las redes y hasta en el Congreso y el Senado en una tendencia que ha crecido durante los últimos años.
La clase política no es un reflejo exacto de la ciudadanía que electoralmente representa, pero evoluciona con ella en aspectos formales. Las ofensas y tacos no son nuevos en la oratoria parlamentaria, pero se han modernizado y ha aumentado su uso como recurso dialéctico. Desde el “mariposón” de Alfonso Guerra y el “manda huevos” de Federico Trillo, los políticos han adaptado su lenguaje a los nuevos tiempos y medios.
Los insultos implican agresividad, emotividad e intencionalidad degradante contra el receptor. No solo persiguen la descalificación del destinatario, sino que buscan su anulación o inhabilitación como contrincante político. Se usan frecuentemente como estrategia movilizadora y polarizadora de la opinión pública.
Discursos más cortos y con efecto
Las estrategias de la comunicación política han ido adaptándose a los tiempos y a la propia reinvención de los medios informativos. Los debates televisivos de los ochenta, con programas como La Clave, en los que el reloj no existía y se utilizaba un lenguaje especializado para expresar argumentos extensos y complejos, han ido dando lugar progresivamente a espacios en los que la pantalla está dividida en cuatro imágenes y se mide al minuto cada intervención.
Las dinámicas narrativas del politainment –los contenidos políticos ofrecidos en formatos de entretenimiento– recuerdan a las retransmisiones deportivas. Este nuevo paradigma comunicativo de la inmediatez y la multiplicidad de efectos requiere de discursos eficientes y efectistas –a través de la simplicidad, el dramatismo o la rotundidad, por ejemplo– para ser recordados.
Esta mutación de la forma de los debates es patente solo para las generaciones que han consumido información política desde hace décadas, pero es la normalidad para los grupos más jóvenes. Y ha tenido lugar paralelamente a la pérdida de la supremacía de la televisión como canal preferente para informarse para gran parte de la población. En España, el 48% afirma consumir información a través de las redes sociales, lo que obliga a la clase política a diseñar mensajes breves pues no puede permitirse ignorar las lógicas y el potencial de las redes en el actual sistema comunicativo.
El poder de las redes sociales en el discurso político
Existe una nueva dinámica comunicativa impuesta por las redes sociales caracterizada por la inmediatez y la concisión. Se acumulan los ejemplos en la política americana (desde Barack Obama a Donald Trump), pero también en la española (Abascal, Ayuso, Iglesias, Rivera, Rajoy, Sánchez…) que marcan la importancia que se concede a estos nuevos canales de información para la ciudadanía.
Los políticos han aprendido a comunicar en 140 caracteres o 15 segundos. Ello conlleva una simplificación de los mensajes, superficialidad en la argumentación y, paralelamente, una menor profundidad de los desarrollos ideológicos que alumbran el discurso.
Todos estos cambios han confluido en un entorno de economía de la atención, donde existe numerosos estímulos y se ha multiplicado la oferta electoral (hay más partidos que hace unos años y tienen muchos canales para comunicarse, pero la gente tiene el mismo –o menos– interés en escuchar). El lenguaje político tiende a volverse extremo y polarizante para ganarse el codiciado interés de la audiencia y los insultos son un recurso para ello.
La sublimación de esta estrategia incisiva y dramática son los llamados “zascas”, mediante los cuales se intenta dejar sin respuesta al rival con una réplica cortante, rápida y a menudo ofensiva. La Fundeu los representa con la imagen de una agresión.
Insultos para rato
El uso de ofensas en la política no parece ser una moda pasajera, sino una tendencia sistémica. Para los estudiosos, reflejan una carencia de recursos expresivos más elevados; para la estrategia política, es un camino corto para conseguir atención, que se tolera cuando se ve como una respuesta directa y emocional frente a una política que se considera demasiado clásica y burocrática.
El insulto ha pasado a ser percibido como una señal de que los políticos se levantan del escaño, se mezclan con la calle y hablan como la gente corriente. El populismo ha exacerbado esta situación, utilizando “malos modos” para desafiar las formas institucionales y, en las últimas elecciones, está dando buenos resultados.
Mientras la ciudadanía no penalice de alguna forma los términos de Óscar Puente (“saco de mierda”), Isabel Díaz Ayuso (“hijo de puta”), Ortega Smith (“montonero tucumano”), Abascal (“filoetarras”, “necrófilo”) … y tantos otros, la clase política no encontrará incentivo suficiente en el cumplimiento de las normas de cortesía institucional y el respeto democrático al adversario para dejar de utilizarlos.
En un contexto donde estudios sociológicos, como los del CIS, evidencian el descrédito de las instituciones políticas, usar agravios se concibe como una crítica al sistema desde dentro, una expresión tolerable del descontento.
Debe reflexionarse sobre cómo el uso de las ofensas, que queda reflejado en el Diario de Sesiones del Congreso –salvo que se ordene retirarlo– y el Senado, conlleva una simplificación y empobrecimiento del debate ideológico que debe sustentar la acción legislativa de las Cámaras.
Y, más allá, sobre cómo su normalización incrementa el nivel de agresividad del debate ciudadano sobre política –la polarización afectiva– y ha conllevado, incluso, que muchos políticos hayan recibido gritos, insultos y amenazas en la calle reiterando los lemas que se han escuchado de sus parlamentarios.
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Artículo publicado originalmente en The Conversation
Profesora de Periodismo, Universidad de Málaga