La incertidumbre energética. ¿Caminamos hacia el colapso?
En los años 80 del pasado siglo, cuando ya habíamos padecido varias crisis energéticas vinculadas con la geopolítica del petróleo, al analizar los combustibles fósiles afirmábamos su inviabilidad por tratarse de productos “agotables” y “contaminantes”. Naturalmente, la opción pasaba por las incipientes energías renovables. Pasadas varias décadas, ¿cuál es el panorama?
El carbón, entre las energías fósiles, es el combustible más abundante., con la ventaja adicional de encontrarse bien distribuido geográficamente. Sus reservas pueden durar siglos, pero su calidad es muy distinta. Agotados muchos yacimientos de hulla y antracita (los de mayor contenido en carbono), van quedando lignitos y subbituminosas, de menor poder calorífico y mayores impurezas. Por ello, las Cumbres del Clima pusieron el foco en “descarbonizar”, comenzando por retirar tímidamente las subvenciones al que es uno de los grandes emisores de CO2. Aunque sucesos puntuales, como la guerra de Ucrania y sus recortes energéticos, hayan vuelto los ojos de varios países hacia el carbón, en condiciones normales debería reducirse fuertemente su producción y consumo.
En cuanto al petróleo, se trata de la fuente más importante, pues supone una tercera parte de la energía que se consume en el mundo, manteniendo el transporte en muchas de sus modalidades. Sin embargo, desde 2005 comenzó un lento declive, alcanzando su pico en 2018. Ciertamente, se han propuesto diferentes fechas para su agotamiento, mas lo que parece evidente es que el petróleo restante puede que sea extraído con mayor dificultad y que su calidad se reduzca. Curiosamente, desde 2014 ha caído su inversión, abriéndose camino otros “petróleos” más costosos.
Uno de ellos es el procedente del fracking, del que Estados Unidos es líder mundial. Parece que se necesitan 200 pozos de fracking para obtener el mismo rendimiento que uno convencional. Su coste, además de su agresivo impacto ambiental, le auguran un futuro limitado: se precisan 19 millones de litros de agua en cada fractura, y entre 80 y 300 toneladas de productos químicos, algunos de alta toxicidad. Las arenas bituminosas, de las que Venezuela posee enormes cantidades pueden aportar, a lo sumo, un 4% de la producción total. Requieren de un alto consumo de agua y energía, y su impacto ambiental es fuerte. En cuanto a la extracción en el mar (y en las zonas polares) es compleja y, hoy por hoy, su producción global es desdeñable.
Debe advertirse que, para realizar el tránsito de unas energías a otras, no es necesario terminar con el último gramo de las anteriores: “la edad de piedra no terminó porque se acabaran las piedras”. De igual modo, el pasar de la madera al carbón no fue por un déficit de aquélla. Por tanto, aunque existan reservas de carbón y otros combustibles, habría que dejarlos en su sitio ante nuevas energías que aporten mayor eficiencia, limpieza y futuro.
El gas es el gran combustible de nuestra época, cuyo pico podría alcanzarse en la primera mitad de esta década. No obstante, la producción en algunos de los principales países, como Rusia o Argelia, no experimenta grandes incrementos. Cuando el transporte de gas no es por oleoducto, sino a través de barcos metaneros, se encarece notablemente.
Según estas energías vayan declinando, tanto por su ritmo natural de agotamiento, como por las restricciones impuestas por los acuerdos internacionales que protegen el clima, debemos pensar en la “transición” que conduzca al empleo de energías limpias. ¿Podrían las renovables tomar el testigo de las fósiles con facilidad?
La ecuación de impacto ambiental tiene en cuenta tres variables: La primera es la población, que para el año 2050 alcanzará los 9.000 millones de personas; la segunda, el nivel o estilo de vida, hoy fijado en el modelo occidental de consumo; y, finalmente, la tecnología disponible, sobre la que recaen todas las expectativas. Difícil situación, en la que una población elevada, con una demanda legítima de recursos y energía, busca la forma más inmediata para satisfacerla.
El primer inconveniente aparece cuando apreciamos que las nuevas energías aportan, esencialmente, energía eléctrica; sin embargo, el 80% de la que se necesita, no lo es (transporte, industria…). Por otra parte, su densidad energética es inferior a la de los combustibles fósiles, y dependen de ellos en su ciclo de vida, así como de recursos minerales de difícil disponibilidad.
En este escenario se mira con nostalgia la energía nuclear, olvidando que el uranio es también un combustible agotable (su pico se alcanzó en 2016) y que es falso que se trate de una energía limpia y barata, ya que para comprender cabalmente su impacto debemos analizar todo su proceso: extracción de un mineral muy disperso, obtención del metal, enriquecimiento en el isótopo fisionable, producción, con un cierto nivel de riesgo, y tratamiento de residuos, incluidos los de alta actividad. Tras ello puede concluirse que se trata de una energía sucia, cara y peligrosa, emisora de dióxido de carbono en diferentes fases de su tratamiento, por lo que no puede considerase alternativa ni “verde”. En cuanto a la fusión nuclear, no se esperan resultados apreciables hasta 2050.
Sobre las energías renovables más comunes, la eólica supone el 1% de la energía primaria que se consume en el mundo. Depende parcialmente de los combustibles fósiles y necesita 25 veces más materiales que las centrales térmicas convencionales. La energía solar fotovoltaica representa el 0,5% del total. Los paneles requieren alta tecnología y emplean minerales escasos, como la plata. Su rendimiento energético no es muy alto. Otras energías (geotérmica, mareomotriz…) apenas tienen una función de apoyo.
Una mirada al transporte plantea también incertidumbre. El hidrógeno, vector energético, puede ser una alternativa para vehículos pesados, además de barcos y aviones. Sin embargo, su rendimiento es bajo y el proceso, limpio cuando hablamos de hidrógeno “verde” y no asociado al gas natural, requiere catalizadores, alguno tan especial como el platino, lo que encarece y dificulta. Ciertamente, el reciclaje de metales tendrá un gran futuro, pues de ellos dependerán las nuevas tecnologías.
El vehículo eléctrico es mucho más eficiente que el de hidrógeno, aunque no está resuelto el tiempo ni la forma del repostaje, sobre todo si su uso se generaliza. Las baterías requieren litio y cobalto y no soportan bien el calor. No parece adecuado para camiones y transporte pesado. Si se tiene en cuenta todo su ciclo de vida, su impacto es mayor que el de los vehículos convencionales, precisando un 60% más de energía y 6 veces más minerales.
Así las cosas, el futuro energético se presenta sombrío. La energía es una de las claves de la organización social (la historia de la humanidad corre pareja a la historia de la energía) y, aparte de los altibajos geopolíticos, hoy se encuentra limitada entre las necesarias restricciones de gases de efecto invernadero y su disponibilidad, sin atisbar alternativas claras a los combustibles fósiles, en especial si se pretende mantener un modelo de consumo sin límites. Sin embargo, puede haber salidas energéticas siempre que se planifiquen (y no vayan dirigidas por “burbujas” o criterios económicos en función de subvenciones), se diversifiquen (empleando cada energía en el uso que resulte más eficiente) y exista una contención en la demanda, especialmente en los países desarrollados, promoviendo estilos de vida más austeros y responsables.
Este último puede resultar el aspecto más difícil porque supondría vivir con más racionalidad y sencillez, pero no hay otra salida para satisfacer las necesidades globales. Se puede vivir con calidad sin despilfarro, pero veremos si la política es valiente y deja de apostar por un crecimiento inútil que una y otra vez se estrella con los límites del planeta. Los ciudadanos, en la medida en que descubran que la calidad de vida no va por lo material, pueden acompañar y sostener la necesaria transición hacia un nuevo modelo social y energético con mayor conciencia y responsabilidad. La implicación de todos los actores (Administración, empresas, sociedad civil…) es imprescindible para evitar el colapso, a condición de caminar resueltamente hacia un modelo equilibrado. ¿Sabremos llegar a tiempo? Todos los escenarios están abiertos.
Doctor en Química.
Presidente de la Asociación Española de Educación Ambiental