A Fernando Prado Ayuso, obispo electo de San Sebastián

A Fernando Prado Ayuso, obispo electo de San Sebastián
FOTO | El papa Francisco y Fernando Prado. Vía, @ferpradocmf en Twitter

Como muy bien sabes, estimado Fernando, no nos conocemos, al menos personalmente. Eso, que, sin duda alguna, es una limitación, también puede dejar de serlo para quien, como es mi caso, disiente frontalmente del procedimiento que, una vez más, se ha vuelto a activar con tu nombramiento. Con estas líneas pretendo recordar, sobre todo, a quienes pueden interpretar que tú vas a ser un obispo de los “nuestros”, que puedes no serlo, al menos, no tanto como, ciertamente, lo ha sido monseñor Munilla de los “suyos”. Y también me gustaría recordarles que, visto el sistema cómo se nombran los obispos y cómo suelen proceder –una vez puestos al frente de una diócesis– que no se “vayan mucho para arriba”, que no dejen de tener los pies en el suelo y que atemperen, aunque sea tan solo un poquito, el optimismo que, muy posiblemente, les embarga en estos momentos.

Como también sabes muy bien, estimado Fernando, somos cada día más los católicos que tenemos muchas dificultades para aceptar un sistema de nombramiento de obispos marcadamente nepótico. Es cierto que el actual sistema fue, en su día, el mal menor que permitió salir al paso de los intentos galicanos de controlar el nombramiento de prelados que, dóciles a los poderes políticos de su tiempo, no tenían problema alguno en pagar el precio de su libertad personal y, de paso, el de la Iglesia, con tal de ser nominados.

Pero también es cierto que, superada esa fase de la historia, el Vaticano le ha sacado gusto a nombrar obispos a personas de su cuerda, es decir, de la cuerda que marca el pontífice que está en la silla de Pedro o, tampoco hay que ignorarlo, el diagnóstico y la sensibilidad dominantes en la curia Vaticana. De hecho, se ha convertido en el instrumento más eficaz para mover –aunque sea lenta, muy lentamente– la Iglesia en una dirección o en otra, y a pesar de que, a veces, de eso sabemos algo en el País Vasco, se cuelen algunos en las antípodas del perfil propio del Papa de turno. E, igualmente es cierto, que, a veces, es el instrumento que facilita la autopromoción de personas que –excelentes conocedoras de los entresijos romanos– “se dejan querer”.

Nada que ver con lo que pueda necesitar una diócesis y sí mucho que ver con las luchas por el poder que se desarrollan en los pasillos, sean estos los de la Santa Sede, los de la Conferencia Episcopal o los de cualquier restaurante, discretamente visitado por monsignores para hablar –y acordar– algunos nombres de posibles candidatos. Sin cuestionar, para nada, su buena voluntad, ¡qué quieres que te diga!, es un modo de proceder que me suena a una variante –en este caso, eclesiástica– del famoso despotismo ilustrado: “todo por el pueblo, pero sin contar con el pueblo” o, en el mejor de los casos, contando con lo que me dicen “los míos”, que conozco del pueblo, o –lo que suele ser todavía peor– con lo que presionan determinados lobbys, se encuentren estos en Madrid o en cualquier otra parte del mundo.

A la luz de esta preocupante contextualización, que –te lo confieso sin tapujos– me encantaría ver fehacientemente invalidada, creo que se te espera como un “hombre de Francisco” y, por tanto, como liquidación de un modelo de obispo que, heredado de los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, se ha caracterizado por propiciar una lectura descaradamente involutiva del Vaticano II –en las antípodas de lo aprobado por la mayoría conciliar–, así como por propiciar –y añorar– un régimen de neocristiandad en nombre de los derechos de “la verdad” o de la llamada “ley moral natural” o, incluso, de la “unidad” –por supuesto, jacobina– de España.

Sabes muy bien que no lo vas a tener fácil. Por eso, estas líneas no pretenden ser más palos en las ruedas de los que ya tienes solo por haber aceptado ser obispo de San Sebastián, sino unas palabras que, a medio camino entre el desahogo y las ganas de que aciertes, me recuerden, al menos, a mí mismo, que te la vas a jugar en el acierto con que manejes, por lo menos, cuatro puntos, una vez finalizado el tiempo de gracia que, espero, se te conceda.

El primero: en la capacidad que tengas para recuperar –pero no, a cualquier precio– a los que deja como herencia monseñor Munilla. Y también a los que han quedado tirados en las cunetas estos últimos años: ¿les vas a pedir, personalmente, su colaboración o vas a dejar que las cosas se sigan moviendo en una inercia corroída por el desencanto? El segundo: en el modo como vayas tomando las decisiones que tengas que tomar: ¿de manera obsesionada por cumplir el Código de Derecho Canónico al pie de la letra o teniendo la audacia –algo extrañísimo en los obispos actuales– de ir propiciando una aplicación del mismo que sea corresponsable y sinodal? El tercero: siendo un obispo con “olor a oveja” y que, por ello, se patee todos los rincones de Gipuzkoa, olvidándose del carrerismo en el que, al parecer, acaban cayendo estos últimos años todos los que lo son en el País Vasco. Y que, por supuesto, “te cases” –como se decía en los primeros tiempos del cristianismo– con tu diócesis; y con nadie más. Y, por último: que recuperes –después del calamitoso período de tu antecesor– unas relaciones con la sociedad presididas por el aprecio inestimable de la convivencia, fundada en la pluralidad y en el encuentro entre diversos.