La ¡¿neutralidad?! del lenguaje

La ¡¿neutralidad?! del lenguaje
Foto | Antenna (unsplash)
Sabemos que la realidad es compleja y cambiante. Que las transformaciones se suceden a una velocidad vertiginosa, más de lo que nuestras mentes pueden llegar a asimilar en muchos casos.

Se necesita tiempo para analizar esas novedades que surgen en el horizonte y las causas que las han hecho emerger; además, requieren que se las clasifique adecuadamente para no incurrir en error ni crear confusión, así les ponemos nombre a esos cambios en nuestro deseo de precisar y ordenar el mundo según nuestra mirada.

Tanto el análisis de la realidad como las denominaciones que asignemos resultan imprescindibles para poder saber de qué estamos hablando, y que el conjunto de la sociedad vaya asumiendo esa nueva situación y sepa cómo llamarla.

Nuestro mundo está lleno de consensos no explícitos mediante los cuales, sin parlamentos ni reales academias, se han aceptado términos y expresiones de nuevos inventos y problemas, pues su reconocimiento no viene tanto de que lo aprueben organismos oficiales, como del grado de aceptación y uso que tenga entre la gente.

Por lo tanto, el lenguaje no es algo estático, sino que se mueve con los tiempos, acoge las nuevas realidades y les da un sitio en el mundo, porque, y esto no lo podemos olvidar, dar nombre a algo le da identidad, lo hace visible, le da una existencia. Las palabras que elijamos para designar algo, no pueden ser al azar, sino la expresión de lo que realmente «es». Pero, ¿quién decide ese «es»? ¿Quién tiene poder para ordenar los estantes de este mundo? En un principio, Dios presentó a Adán las criaturas que Él había creado para ver «cómo las iba a llamar, porque todos los seres vivos llevarían el nombre que él les diera» [1].

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