El trabajo que enferma, el trabajo que mata: ¿cuánto más vamos a callar?

Son muchos los artículos que se han escrito ya sobre la salud laboral, tantas las denuncias formuladas, tantas las cifras repetidas año tras año que ya se han vuelto una letanía insoportable. Y, sin embargo, cada muerte, cada nueva tragedia, cada nueva baja, cada nuevo suicidio empujado por la precariedad, hace aún más urgente levantar la voz con fuerza renovada, escribir con más contundencia, gritar con más desesperación que trabajar no puede seguir siendo un riesgo para la vida. No podemos seguir mirando hacia otro lado. No podemos seguir aceptando como normal que salir a ganarse el pan signifique jugarse la salud, la estabilidad emocional o incluso la existencia.
Cada 28 de abril, Día Mundial de la Seguridad y la Salud en el Trabajo, la comunidad internacional tiene la oportunidad de recordarlo. Pero no basta con un recordatorio simbólico. El 28 de abril debe ser un aldabonazo en la conciencia colectiva, una interpelación a gobiernos, a empresas, a la sociedad entera. Porque trabajar enferma, trabajar mata, y demasiadas veces quienes deberían protegernos no solo fallan, sino que colaboran en esa destrucción lenta e invisible.
Hoy la salud mental está en el epicentro de esta emergencia. Y lo está porque la precariedad laboral, la inseguridad permanente, la explotación consentida y la presión deshumanizadora se han instalado como normas en demasiados sectores productivos. ¿Cómo podemos seguir normalizando el sufrimiento laboral? ¿Cómo hemos permitido que trabajar se haya convertido en una fuente de ansiedad, de depresión, de angustia vital? ¿Cuántos informes más necesitamos para reaccionar?
Los datos lo gritan: en 2023 España registró cerca de 600.000 bajas laborales vinculadas a trastornos mentales. La precariedad laboral multiplica los riesgos de enfermedad mental, especialmente en mujeres, jóvenes y trabajadores manuales. El suicidio ya no es solo una tragedia íntima, sino también una tragedia social que, en muchos casos, nace de entornos laborales enfermizos, de indiferencia institucional, de abandono de derechos fundamentales. El trabajador del Ayuntamiento de Albacete que se quitó la vida tras un año de sufrimiento y humillación laboral no es un caso aislado. Es el rostro de un sistema que empuja, margina, olvida.
Frente a este drama, la Iglesia católica no guarda silencio. La voz profética de la Iglesia, a través de la pastoral del trabajo, de la iniciativa Iglesia por el Trabajo Decente, de tantos colectivos diocesanos y parroquiales, sigue recordándonos una verdad incómoda: no hay verdadera dignidad sin trabajo digno, no hay justicia social si el trabajo enferma o mata. La Doctrina Social de la Iglesia es rotunda: el trabajo está al servicio de la vida humana, no puede ser un instrumento de opresión, de marginación o de sacrificio.
El papa Francisco lo ha afirmado con una claridad desarmante: el trabajo es para la vida. No puede ser fuente de muerte ni de sufrimiento. En su mensaje a los participantes de LaborDì, Francisco denunciaba el “trabajo mercantilizado” que sacrifica relaciones humanas, que exprime ritmos laborales hasta lo inhumano, que convierte al ser humano en pieza de recambio de un mercado que sólo idolatra la competencia y el beneficio inmediato. Esa lógica, advertía el Papa, enferma tanto a los individuos como a las sociedades enteras.
Para Francisco, el trabajo decente no es un eslogan, es un mandato ético. Trabajo decente significa empleo seguro, condiciones saludables, respeto de los derechos, horarios humanos, salario justo. Trabajo decente significa reconocer en cada trabajador una persona, no un recurso. No es trabajo decente aquel que enferma, aquel que desespera, aquel que excluye o mata en silencio.
La Iglesia no solo denuncia, sino que acompaña. Está al lado de cada hombre y mujer herido por la precariedad. Está al lado de quienes se rompen en silencio, de quienes pierden la fe en el trabajo como camino de vida. Está al lado de quienes ven cómo la ansiedad, el estrés o la depresión invaden su existencia. Está ahí, no como un actor neutral, sino como un testigo incómodo, que recuerda que cada vida humana cuenta, que cada trabajador tiene una dignidad que no puede ser negociada, que cada muerte en el tajo es un fracaso colectivo que nos interpela a todos.
Hoy, más que nunca, hace falta recuperar esa conciencia ética. Hace falta que los gobiernos refuercen la legislación, que las inspecciones laborales actúen con eficacia real, que las empresas renuncien al beneficio basado en el sacrificio humano, que la sociedad entera se rebele contra la normalización del sufrimiento. Hace falta construir una nueva cultura del trabajo, donde la salud física y mental no sean privilegios de unos pocos, sino derechos inalienables para todos.
Trabajar no debería ser un acto de resistencia diaria contra la enfermedad. Trabajar debería ser un espacio de crecimiento personal, de aportación social, de dignidad compartida. Y, sin embargo, para demasiadas personas hoy, el trabajo es un lugar de angustia, de violencia silenciosa, de deterioro emocional y físico.
No podemos resignarnos. No podemos seguir aceptando que el dolor laboral sea parte del contrato social. No podemos tolerar más que el miedo, el estrés, la tristeza o la soledad se conviertan en compañeros invisibles de tantos millones de trabajadores.
El trabajo que enferma, el trabajo que mata, no es un destino inevitable: es el resultado de decisiones políticas, económicas y culturales que podemos y debemos cambiar. No es una tragedia natural: es una injusticia construida, tolerada, normalizada. Y como toda injusticia, puede y debe ser combatida.
Este 28 de abril no celebremos simplemente un día más en el calendario. Hagamos de esta fecha un compromiso renovado. Un compromiso con la vida, con la salud, con la dignidad. Un compromiso que se escriba en leyes, en políticas públicas, en prácticas empresariales y también en la conciencia de cada uno de nosotros.
Porque cada trabajador roto, cada suicidio oculto, cada depresión ignorada, nos recuerda que la verdadera medida de una sociedad no es su PIB ni su productividad, sino su capacidad de cuidar a quienes la construyen cada día con su esfuerzo.
El trabajo debe ser para la vida. El trabajo decente no es una utopía, es una urgencia. Porque ninguna cifra de beneficios puede justificar una sola vida humana perdida.
Porque no podemos seguir callando. Porque el silencio también mata.

Impulsando el Evangelio. Comprometido con la Pastoral Penitenciaria. Activista en la Pastoral del Trabajo de Toledo, defendiendo dignidad y derechos laborales