La reducción de la jornada laboral

El Consejo de Ministros ha aprobado un anteproyecto de ley para la reducción de la jornada laboral máxima a 37,5 horas semanales, sin reducción salarial, lo que implica también un aumento proporcional de los ingresos de los trabajadores y trabajadoras a tiempo parcial.
Contra lo que algunos dicen, esta medida del Gobierno es la aplicación del artículo 40.2 de la Constitución, que atribuye a los poderes públicos el deber de garantizar el descanso necesario mediante la limitación de la jornada laboral. Cuando se apela a que esto debería hacerse en la negociación colectiva (también establecida en el artículo 37.1 de la Constitución) este argumento no tiene fundamento. Reducir la jornada laboral máxima por ley no atenta contra la negociación colectiva. Al contrario, la fortalece al establecer un marco más equilibrado y justo para las personas trabajadoras.
Esto es especialmente relevante en un país donde persisten jornadas excesivas en ciertos sectores, una brecha entre la jornada declarada y la real, y un abuso de las horas extraordinarias, muchas de ellas impagadas.
Si la reducción de la jornada se aprueba y se garantiza su cumplimiento efectivo, supondrá un avance significativo en la calidad de vida de las personas trabajadoras y sus familias. Su impacto positivo es probablemente doble: por un lado, permitirá una mejor conciliación entre el trabajo y la vida personal, con más tiempo para el descanso, la familia y la vida social; por otro, puede contribuir a mejorar la calidad del tiempo de trabajo en el empleo, que también forma parte de la vida de las personas. No es casualidad que esta haya sido una reivindicación histórica del movimiento obrero en la defensa de los derechos de las trabajadoras y los trabajadores.
Desde la perspectiva de la Doctrina Social de la Iglesia, este planteamiento es muy claro: la reducción de la jornada laboral responde al derecho fundamental de las personas trabajadoras a condiciones laborales dignas, al descanso, a la vida familiar y social, y al desarrollo personal. Este principio irrenunciable se fundamenta en la primacía de la persona en el trabajo y en la exigencia de que la economía se adapte a las necesidades humanas y no al revés.
Es cierto que las empresas requieren acompañamiento de los poderes públicos para implementar esta medida de la mejor manera posible. Pero una cosa es facilitar esa transición y otra muy distinta es negar su necesidad y viabilidad. Los discursos catastrofistas que auguran una crisis económica debido a los costes de la reducción de la jornada laboral son los mismos que se usaron cuando se estableció el límite de 40 horas semanales o cuando se han aprobado subidas del salario mínimo interprofesional. La realidad ha demostrado que esos augurios nunca se cumplen, porque no responden a razones económicas objetivas, sino a la defensa de un modelo que prioriza la maximización del beneficio empresarial sobre la justicia social.
Quienes afirman que algunos sectores pueden asumir esta medida mientras que otros no, en el fondo están sosteniendo que hay trabajadores y trabajadoras con menos derechos según el sector en el que trabajen. Si realmente hay sectores que no pueden garantizar condiciones laborales justas sin comprometer su viabilidad, la pregunta que deberíamos hacernos no es si deben mantenerse las jornadas largas, sino qué cambios estructurales son necesarios en esos sectores. ¿Tienen sentido modelos empresariales que, para ser viables, necesitan sacrificar las condiciones y el bienestar de quienes trabajan en ellos?
El camino de la justicia social y del respeto a la dignidad de las personas requiere, como señaló Juan Pablo II, que los derechos de las personas trabajadoras no estén sometidos a un funcionamiento de la economía cuyo criterio es el del máximo beneficio, sino que esos derechos son los que deberían configurarla (cf. Laborem exercens, 17). La reducción de la jornada laboral es un paso en ese camino. •
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Comisión Permanente de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC).