“Influencers”, pseudoinformadores y bulos: la cara oculta de la información en momentos de crisis

“Influencers”, pseudoinformadores y bulos: la cara oculta de la información en momentos de crisis
FOTO | Entrada del aparcamiento subterráneo del centro comercial Bonaire (Aldaia). Vía EFE

Cuando hablamos de la gravedad de los efectos de la desinformación en la sociedad, las primeras percepciones que tenemos se ubican en el ámbito de dos procesos electorales: las elecciones de 2016 en Estados Unidos y el referéndum del Brexit.

Los resultados imprevistos de estos acontecimientos planteaban una nueva era en la que resultaba central combatir las mal llamadas fake news, ese oxímoron tan popular que desprestigia el oficio periodístico.

La llegada de la pandemia en 2020 traslada la gravedad de los efectos de la desinformación del ámbito político al de la vida cotidiana, evidenciando que una población mal informada toma decisiones que pueden repercutir en su salud.

La velocidad a la cual la desinformación ha ocupado un espacio relevante en nuestra cotidianidad es alarmante. De hecho, la consultora Gartner ya advertía en 2020 que en 2022 la mitad de los contenidos online contendrían información falsa o errónea, una predicción que parece haberse cumplido con creces.

De Bonaire a la manipulación del tiempo

En 2024, y con el trágico episodio de la dana en las poblaciones de Valencia, el fenómeno de la desinformación se transforma en uno de los principales temas de la agenda de los medios generalistas, con reportajes y piezas que abordaban alguno de los principales bulos que hemos ido leyendo, viendo u oyendo estos días: los hipotéticos cadáveres del parking del centro comercial de Bonaire, la desinformación sobre los radares de la AEMET, la teoría de la conspiración sobre manipulación del tiempo con geoingeniería, la confusión interesada sobre la comitiva real en Paiporta o la atribución de delitos a inmigrantes, entre otros.

Toda esta desinformación se ha distribuido por múltiples canales y actores. Entre los que han tenido una especial relevancia están los denominados pseudoinformadores e influencers políticos, algunos solo a través de sus plataformas online, pero otros a través de medios tradicionales y en horario de máxima audiencia.

Estas figuras usurpan las formas del periodismo y proclaman la defensa de sus funciones normativas, atacando a los medios informativos convencionales desde una perspectiva claramente populista. Tal vez el caso de Iker Jiménez sea el más relevante por su alcance, pero no debemos olvidar a perfiles como Javier NegreAlvise Pérez o Vito Quiles.

En un estudio reciente de la Universidad de Valladolid (aún en fase preliminar) se analiza cómo estos perfiles de pseudoinformadores infringían sistemáticamente el código deontológico del periodismo, sobre todo en materia de veracidad de sus informaciones y de humanidad, ya que en muchos casos atacaban a colectivos vulnerables o incurrían en delitos contra la privacidad y el honor.

Discursos próximos a la extrema derecha

La desinformación alrededor de la tragedia provocada por la dana es un buen ejemplo de cómo operan estos perfiles: atribución de información a fuentes de dudosa credibilidad, información errónea, desconfianza hacia las fuentes oficiales, deslegitimación de voces expertas, discurso antiinstitucional, etcétera. Esta forma de operar, no obstante, no es exclusiva del contexto español. Autores norteamericanos hablan de la consolidación de una “comunicación iliberal” que aprovecha el potencial de las redes sociales para diseminar su discurso, en mucho casos populista y próximo a la extrema derecha.

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Esta comunicación disruptiva tiene tres objetivos: confundir a los ciudadanos, generar solidaridad de grupo en términos de identidad cultural y política y, finalmente, romper el funcionamiento de la esfera pública. Dicho de otro modo, hacer que la “verdad” deje de ser central en la vida pública y sea sustituida por un discurso identitario y tremendamente reaccionario.

A todo esto tenemos que sumar un elemento más sin el cual la avalancha de desinformación no hubiera sido tan eficaz: la mala gestión de la comunicación de la crisis. La atribución de responsabilidades cruzadas entre administraciones, la poca regularidad y transparencia a la hora de ir comunicando las cifras de desaparecidos y muertos, los cambios de criterio continuos sobre diversos temas –los voluntarios, el acceso de familiares a donde estaban llevando a los fallecidos, etc.– y una larga serie de despropósitos organizativos y comunicativos dejan el campo abonado a la información errónea, cuando menos, o directamente falsa.

Que las instituciones al cargo de la gestión de las crisis pierdan su legitimidad como fuentes informativas fiables, así como el desprestigio interesado del periodismo, lleva a la irrupción de todo tipo de perfiles que aprovechan esa confusión.

Cabe destacar, no obstante, el buen trabajo de algunos periodistas y medios, sobre todo locales y autonómicos, y de los verificadores, que han difundido incansablemente toda una serie de desmentidos de la información falsa que iba apareciendo, ocupando un espacio en las redes sociales a través de formatos atractivos, muy visuales y de rápido consumo.

Por otra parte, otros actores de esta crisis sin precedentes, como la propia AEMET, desmentían directamente las publicaciones de Javier Negre en X, llevando a cabo una encomiable defensa de su credibilidad científica en el campo de batalla de las redes sociales.

El desorden informativo

La distribución masiva de desinformación alrededor de la dana y sus trágicas consecuencias no es un punto de inflexión, sino un peldaño más en un ecosistema comunicativo mucho más complejo y sujeto a una polarización ideológica que facilita, aún más, lo que la UNESCO denomina “desorden informativo”.

Eso sí, tal vez la visibilidad y obviedad de la presencia de información falsa en el debate público español ayude a una mayor conciencia sobre nuestra dieta mediática y a una defensa de la alfabetización mediática informacional como principal paso para atajar el fenómeno, probablemente uno de los más peligrosos para la estabilidad de nuestro sistema democrático.

 

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Artículo publicado originalmente en The Conversation

The Conversation