Dignificar la ayuda a domicilio, dignificar los cuidados
La atención domiciliaria se ha convertido en una fuente de empleo, abrumadoramente reservado a mujeres en condiciones precarias, pero también en un suculento negocio para las empresas que se quedan con los contratos públicos.
Con la ley de dependencia de 2006, los servicios de ayuda a domicilio, alternativa al traslado e ingreso en establecimientos colectivos, como las residencias de mayores para personas dependientes y vulnerables, no solo se consolidaron, sino que experimentaron un rápido crecimiento.
Hoy se ha convertido en un servicio esencial para prolongar lo máximo posible la permanencia en sus hogares de las personas dependientes, que emplea en toda España a cerca de 120.000 personas que nutren las plantillas de empresas como Clece, DomusVi, Asispa, Sacyr Social, Suara, Tunstall Televida, o Atenzia.
Según datos del INE, los beneficiarios de estos servicios rondan los 9 millones de personas, nada extraño si se tiene en cuenta que el 20% de la población de España tiene más de 65 años, y el 6,1% sobrepasa los 80.
A pesar de ser una labor fundamental, las trabajadoras carecen de reconocimiento social, de la suficiente protección y de condiciones de trabajo adecuadas, entre otras cosas, porque las administraciones públicas suelen premiar con la adjudicación de este servicio a aquellas empresas que contienen, incluso rebajan, los costes laborales.
Mileuristas, parcialidad y precariedad
“Somos trabajadoras mileuristas en el mejor de los casos, porque la mayoría trabajamos a tiempo parcial, 20 o 30 horas a la semana”, denuncia Carmen Diego, de la plataforma unitaria de trabajadoras sociosanitarias de ayuda a domicilio.
“Alrededor del 97% somos mujeres, la mayoría muy vulnerables, que nos encargamos de los cuidados dentro y fuera de nuestras casas. Muchas, además, tienen más de un trabajo”, apunta Concha, trabajadora de Getafe (Madrid).
“No somos un sector con suficiente afiliación sindical, apenas se denuncian las carencias y los abusos, no tenemos ni fuerzas, ni tiempo. Trabajamos en absoluta soledad, a veces en situaciones realmente dramáticas, sin derechos, ni protección”, se queja Sara, empleada que vive en Fuenlabrada (Madrid).
A pesar de las dificultades para organizar a estas trabajadoras, –“no existe un centro de trabajo, no nos conocemos y dependemos de que las coordinadoras del servicio nos den el listado con los teléfonos de las trabajadoras para comunicarnos”, detalla Concha–, este colectivo ha empezado a dar pasos para dar a conocer su situación y reclamar mejoras para ellas y para las personas beneficiarias con derecho a ser debidamente cuidadas.
La visibilidad que la pandemia ha otorgado a estas trabajadoras, oficialmente reconocidas como esenciales durante el confinamiento, así como el acercamiento a la jubilación de quienes primero comenzaron a emplearse en este sector, está impulsando una movilización sin precedentes.
“Nos jubilamos más pobres que las personas a las que cuidamos”
“La gente que empezamos estamos llegamos a los 60 años en condiciones pésimas, nos tenemos que retirar antes de llegar a la jubilación. Si nos reconocen la incapacidad, nunca es por origen laboral, lo que nos queda son 400 euros al mes. Las propias mutuas nos dicen que nuestros problemas de salud tienen que ver con la edad, con el ser mujer, pero nunca con el trabajo que hacemos”, concreta Concha. “Nos jubilamos más pobres que las personas a las que cuidamos”, resume.
“Pasamos de ser trabajadoras a ser personas dependientes”, añade su compañera Sara, que cita también los problemas de salud mental como una losa que amenaza a este colectivo. “Las situaciones con las que te encuentras en los domicilios te hacen mellan. Vivimos con la ansiedad permanente de no saber lo que nos vamos a encontrar cuando lleguemos, con prisas por terminar un servicio e irnos al siguiente”, explica.
La salud laboral y la inviolabilidad del domicilio
El principal escollo para no aplicar la ley de prevención de riesgos laborales en los servicios prestados en domicilios particulares, según la administración, es el conflicto entre la protección a la integridad de las trabajadoras y el derecho a la intimidad de las personas usuarias de este servicio.
“A la administración le viene muy bien, porque así externaliza el servicio sin asumir ninguna responsabilidad. A las empresas no digamos”, comenta una trabajadora que ha tenido que enfrentarse a hogares con cableado eléctrico deficiente, humedades, parásitos o familiares violentos, por ejemplo, por no hablar de las carencias materiales y sociales de las personas que atienden.
“No vamos a las casas de los ricos, sino a las de personas sin muchos recursos”
“No vamos a las casas de los ricos, sino a las de personas sin muchos recursos, la mayoría mujeres viudas con pensiones no contributivas, que no han podido adaptar el baño, por ejemplo, mantener en mínimas condiciones sus viviendas o hacerse con aparatos necesarios para dependientes”, expone esta auxiliar de ayuda a domicilio.
Transferir a una persona sin movilidad de la cama al sillón, en espacios reducidos, sin ayudas técnicas, requiere un gran esfuerzo físico, como llegar a los pisos altos de edificios sin ascensor con las bolsas de la compra o tener que hacer la limpieza de los hogares. “Terminamos con enfermedades discales, tendinitis, con problemas musculo esqueléticos, cargan mental y emocionales…”, declara Concha.
La solución, según esta trabajadora, podría estar en conseguir permiso para evaluar los domicilios particulares con un consentimiento informado, “igual que hace la trabajadora social que revisa el grado de dependencia del usuario”, para dejar entrar a un especialista en prevención o a la inspección de trabajo, si fuera necesario.
Redactor jefe de Noticias Obreras