Iglesia para nuestros hijos
Llevamos mucho tiempo encerrados, aunque empezamos a pasear y hacer actividades al aire libre, seguimos viendo un gran número de espacios, cerrados o funcionando a un 50%. Pero curiosamente esto nos ha obligado como familia a abrirnos a otros aspectos que, o bien los teníamos olvidados, o bien trabajando a medio gas.
Todas las familias sabíamos que teníamos la obligación de ser el primer espacio social de nuestros hijos y, en la mayor parte de las ocasiones, hemos cumplido. También sabíamos que teníamos que educar a nuestros hijos, pero esto solemos dejarlo en gran medida en manos de los profesores. Aunque ayudáramos a nuestros hijos en casa con los deberes, no se nos exigía tanto como ahora. Ahora la familia se ha convertido en colegio y muchas familias tenemos la suerte de poder contar con un rincón en casa que hace las veces de instalaciones educativas.
Si además somos creyentes, la familia se ha convertido no solo en espacio social y colegio, sino que también se ha convertido en iglesia. Algo que ya todos teníamos sabido, pero que, como muchas otras cosas, la vamos dejando en manos de otros, como catequistas, sacerdotes o profesores de religión.
Y ya que nos tenemos que convertir en Iglesia para nuestros hijos, pensemos en qué nos gustaría que transmitiera nuestra Iglesia. Y, aunque en esto nos podríamos extender en muchos detalles quisiera centrarme en las tres virtudes teologales, que no solo nosotros deberíamos cultivar individualmente, sino también las deberíamos cultivar como comunidad.
La primera sería la fe. ¿Qué tipo de fe, queremos transmitir a nuestros hijos? ¿Una fe que se cuenta como si fuera una fábula o algo impostado? o ¿una fe como proceso vital que se nos presenta en nuestro día a día? Particularmente me resulta difícil explicar a mis hijos el Evangelio como si fuera algo que terminó. Prefiero que vean en casa el Evangelio como algo que se vive, se siente y te llama. Y esto lo verá en cómo tratamos la creación de Dios, y al resto de sus hijos, en especial a los más empobrecidos.
En segundo lugar, la esperanza. El saber que, pase lo que pase, su familia está confiada en que, aun no saliendo las cosas todo lo bien que nos gustaría, actuaremos de la mejor forma posible. No como esperanza pasiva, sino como actitud agradecida ante los momentos de luz que nos encontramos y también con una actitud militante ante aquellas situaciones injustas que necesitan ser denunciadas.
Y, por último, la caridad. Aunque me gusta que mis hijos entiendan que la caridad no es una actitud que se tiene con el «pobre», sino como virtud hermana de la justicia. Practicar la caridad, es tratar con justicia a tu vecino, a tu compañero de trabajo o a tu empleado. Y no hacerlo porque te sobra, o dejándola caer, sino porque sabes que es lo justo, necesario y a lo que nos compromete nuestra fe.
Si, como familia, conseguimos en este tiempo que estas tres virtudes se transmitan con nuestro ejemplo habremos cumplido nuestra vocación cristiana de ser familia. •
Profesor