La dignidad empieza con techo y empleo

España atraviesa una fractura social que ya no se puede esconder bajo estadísticas frías. Los últimos datos del CIS lo confirman: un 23,1% de la población coloca la vivienda entre sus tres principales problemas, un 27,2% señala la crisis económica como un peso insoportable en su vida diaria y más de la mitad, un 55,8%, considera que la situación del país es mala o muy mala. Estas cifras no son abstractas: son la radiografía de un país donde millones sienten que vivir se ha convertido en una batalla diaria. Detrás de los porcentajes laten angustias reales, proyectos truncados, miedos constantes.
Jóvenes que trabajan pero siguen atrapados en la habitación familiar porque emanciparse es un lujo inalcanzable. Mujeres que sostienen hogares y empresas con dobles y triples jornadas invisibles, agotadas y mal pagadas. Migrantes que mantienen sectores enteros de la economía mientras se les niega reconocimiento y derechos. Personas mayores que apagan la calefacción en invierno para poder pagar alimentos. Ese es el país real, el que no aparece en los discursos triunfalistas.
La vivienda no puede seguir tratándose como una mercancía. Cada desahucio sin alternativa habitacional es una herida en la democracia. Cada alquiler que engulle la mitad de un sueldo es un derecho vulnerado. Cada vivienda vacía que sirve para la especulación es un insulto a quienes buscan un techo. La vivienda es el punto de partida de toda vida digna: sin ella no hay seguridad, no hay igualdad, no hay libertad real. Un país que no garantiza ese derecho está fallando a su propia ciudadanía.
El trabajo tampoco puede ser un espacio de condena. No basta con tener empleo si ese empleo condena a la pobreza. Los contratos temporales encadenados, las jornadas interminables disfrazadas de flexibilidad, los salarios que no alcanzan lo básico, son síntomas de un modelo económico que ha elegido el beneficio sobre la dignidad. El trabajo decente no es una opción, es una obligación democrática. Jornadas humanas, estabilidad, conciliación real y salarios que cubran el coste de la vida son la condición mínima para que millones puedan vivir sin miedo al mañana.
La pobreza no es un fallo individual. Es un fracaso colectivo. Cada familia desahuciada, cada trabajador explotado, cada joven atrapado en la precariedad, nos interpela como sociedad. No podemos aceptar que la democracia se vacíe de contenido mientras derechos básicos se convierten en papel mojado. Y hoy, en España, demasiados derechos se vulneran cada día sin que pase nada. Esa es la fractura que nos amenaza: convertir la desigualdad en normalidad.
Por eso hacen falta transformaciones profundas. No basta con parches ni con discursos. Es necesario un parque de vivienda pública que actúe como garantía real, límites efectivos a los alquileres, medidas que pongan freno a la especulación y prohibición de los desahucios sin alternativa. En el ámbito laboral, es imprescindible garantizar salarios dignos, reducir la jornada para que el tiempo vital no sea devorado por el empleo, acabar con la temporalidad crónica que convierte la vida en una incertidumbre. Y todo ello exige una reforma fiscal justa que redistribuya la riqueza y deje de cargar el peso sobre quienes menos tienen.
Pero estas medidas no se lograrán si la sociedad permanece inmóvil. No bastan las promesas políticas sin ciudadanía que las exija. No hay conquistas sin movilización. La responsabilidad es colectiva y depende de nuestra voz, de nuestra presión, de nuestra acción. La democracia no avanza sola: se empuja desde abajo.
El futuro depende de lo que hagamos hoy. No se trata de un horizonte lejano ni de un debate académico: se trata de vidas que se juegan cada día. La dignidad no admite aplazamientos. La justicia social no espera. El derecho a la vivienda y al trabajo digno son el suelo mínimo de cualquier democracia, y sin ellos todo se tambalea.
Hay quienes ya han elegido ponerse del lado de la indiferencia. Quienes aceptan que la precariedad se normalice, que la desigualdad se vuelva paisaje, que la pobreza se cargue en silencio sobre los más débiles. Ese camino solo conduce a un país más roto, más desigual y más injusto. Consentirlo es renunciar a la democracia.
Hoy es el momento de levantar la voz y de comprometerse. No con discursos vacíos ni con gestos simbólicos, sino con exigencias firmes y con acciones concretas. Un país que garantiza vivienda y trabajo digno es un país que decide ser justo, que decide ser libre, que decide ser democrático. Esa es la tarea de nuestra generación: convertir en realidad los derechos que nunca debieron ser cuestionados. Y no hay compromiso más urgente ni más ineludible que ese.

Impulsando el Evangelio. Comprometido con la Pastoral Penitenciaria. Activista en la Pastoral del Trabajo de Toledo, defendiendo dignidad y derechos laborales