Una mujer prefecta al precio de la confusión regulatoria
En un artículo comentando la noticia del nombramiento de Simona Brambilla como prefecto del Dicasterio para la Vida Consagrada, Lorenzo Prezzi sacó a la luz, además de la valentía del nombramiento, la tensión que se manifiesta en la configuración jurídica del mismo. Me gustaría citar íntegramente el pasaje que mejor expresa precisamente esta tensión interna:
“La doctrina canónica que sustentó la constitución apostólica [Praedicate Evangelium] se atribuye al cardenal Gianfranco Ghirlanda, quien presentó el documento a la prensa. En realidad, es el fruto de la enseñanza del derecho canónico en la Gregoriana y en otras facultades pontificias. Afirma que los cargos directivos en la Curia no dependen de la posición jerárquica, no están vinculados a la ordenación, sino que se justifican solo por el mandato conferido por el Papa. Es el mandato el que confiere la autoridad del gobierno y no la ordenación. De este modo, el poder de gobierno se ha distinguido del poder del orden, superando una fusión anterior activada en el Vaticano II y confirmada en el Código de Derecho Canónico. En el canon 129 se establece que los miembros de las órdenes sagradas son capaces del poder de gobierno, mientras que los fieles laicos ‘pueden cooperar según la norma del derecho'”.
Las afirmaciones contenidas en estas líneas son todas importantes, pero revelan varias contradicciones, que merecen ser identificadas cuidadosamente:
a) El nombramiento de la prefecta Brambilla presupone ciertamente una interpretación jurídica, que es defendida por diversos autores y facultades enteras, pero igualmente es cierto que carece de base normativa. Los juristas también tienen, con razón, una tarea creativa, profética y constructiva, pero no pueden presuponer normas inexistentes o ignorar las normas existentes. Los hechos pueden preceder a las leyes, pero las leyes deben proporcionar el marco para que los hechos adquieran un valor ejemplar.
b) Una teoría meramente jurídica del ejercicio de la autoridad en la Iglesia, y en particular en la Curia romana, se ve obligada a eludir, con gran dificultad, la gran novedad deseada por el Concilio Vaticano II, y que ha superado esa distinción entre jurisdicción y orden, gracias a la cual durante al menos un milenio el episcopado no ha sido considerado como un sacramento.
c) Por esta razón, el dictado del canon 129 no deja mucho espacio para la creatividad: los laicos o laicas pueden colaborar, no presidir. Si queremos que las cosas sean diferentes, hay que cambiar el canon 129 con todas las consecuencias que ello conlleva. El nombramiento de un sujeto “no ordenado” como prefecto –y flanquearlo por un proprefecto ordenado– crea un problema de seguridad jurídica dentro del sistema legal, que debe ser remediado por la ley lo antes posible.
d) El precio que se paga por esta operación es una mayor concentración de autoridad solo en el Papa: es el Papa quien da el mandato y, por lo tanto, el sujeto no ordenado parece ser el titular de una autoridad que tiene todo su fundamento solo en el Papa. Esto tampoco es realmente un signo de coherencia con respecto a la “pirámide invertida” de la que se ha hablado durante al menos 10 años. Aquí la pirámide no está en absoluto invertida, sino aún más vertical y verticalista. El alto precio es una burocratización papal más fuerte de la curia: una curiosa némesis para un pontificado que favorece a una iglesia “saliente”, pero solo si está autorizada desde arriba.
e) Es inexacto decir que “el poder del gobierno se ha distinguido del poder del orden, superando una fusión anterior activada en el Vaticano II y confirmada en el Código de Derecho Canónico”. Las cosas no son así en absoluto. La distinción entre el poder de gobierno y el poder del orden es uno de los lugares comunes del conocimiento medieval y tridentino. Fue precisamente el Vaticano II el que volvió a un modelo más antiguo y menos burocrático. La reencontrada unidad del poder de gobierno y del poder sacramental, que los juristas a menudo no comprenden o descuidan, es uno de los puntos clave del Concilio. Permite releer los tria munera de manera unitaria, sin aislar al gobierno ni de la Palabra ni del Sacramento. Este punto de inflexión no se puede cambiar con un nombramiento en la prefectura. Si se quiere atribuir “solo autoridad gubernamental” a un laico o a una laica, el código debe ser reformado. Si quieres reconocer la autoridad de una mujer, sin cambiar el código, tienes que ordenarla. No hay una tercera vía.
f) La reforma de la Iglesia solo puede hacerse modificando las normas, no actuando praeter legem o contra legem. El justo reconocimiento de la autoridad de la mujer no puede reintroducir, sólo para las mujeres, las distinciones inadecuadas que el Concilio Vaticano II quiso explícitamente superar. A la valentía objetiva del gesto debe seguir la valentía normativa de la reforma. Sin una reforma del Código, el reconocimiento de la autoridad femenina se confiará a la inspiración, la sensibilidad o el tacto del otro o del momento, pero no puede convertirse en una institución en sí misma.
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Artículo publicado originalmente en el blog Come se non
Enseña Teología de los Sacramentos y Filosofía de la Religión desde 1994 en Roma, en el Ateneo Pontificio de S. Anselmo, y Liturgia en Padua, en la Abadía de Santa Giustina. Es el autor del blog Come se non