Pero ella dijo
El poder del lenguaje consiste en modelar imaginarios y patrones sociales. Los teóricos de la programación neurolingüística sugieren que lo que decimos expresa lo que somos. Lo que expresamos muestra quienes somos. ¿Nos desvela nuestra identidad?
Me pregunto: ¿qué pasa con las personas que no se pueden expresar? ¿O no dominan el idioma? ¿Son personas a medias? ¿Existen en función de su capacidad verbal? ¿No son?
Siguiendo el mismo hilo: no construimos las palabras en el cerebro y las reproducimos, sino que nos expresamos en un acto de performatividad totalmente original cada vez que pronunciamos una palabra porque va dirigida a alguien. La imaginación de quien recibe el mensaje crea nuevas redes de sentido. Recuerdo tantas horas de tertulias improductivas que, ante lo dicho antes, a veces uno preferiría simplemente callarse.
Es más, la imagen que va surgiendo conforme recordamos una historia, permite que tomemos parte de ella, en función de donde nos posicionemos. El lenguaje como medio de comunicación se funde con «el texto» (el mensaje) y, literalmente nos mueve. ¿En serio? Os propongo un ejercicio.
Haga memoria de un evento particularmente doloroso o alegre, visualícelo y recupere las emociones que sintió. ¿Te ves? Vuelve a recordarlo, pero haz el esfuerzo de verte a ti mismo durante esta situación recordada entre otra gente protagonista, como si fueras una persona que observa el momento.
En el primer caso, uno se siente involucrado, revive el hecho, las pulsaciones se incrementan, el cuerpo responde. En el segundo caso, se ve a distancia, se analiza, se puede gestionar las emociones del momento, se ve con otros ojos.
Pero existe también una tercera opción: rememoras la situación y puedes cambiar el rostro de las personas, su forma de actuar, incluso a uno mismo. Diriges la escena y entrenas otros escenarios de la situación que te puedan servir en futuro. Este poder de la palabra que mueve nuestras emociones y sentimientos permite modelar las representaciones (los recuerdos, fantasmas o imaginaciones) y movernos a la acción hacia donde deseemos, desde nuestros valores.
Esta técnica, utilizada en los procesos de acompañamiento, en este caso es solo un ejemplo para ilustrar que las palabras crean representaciones que acaban por institucionalizarse en nuestros patrones de conducta, en el pensamiento y afectan los roles sociales.
La buena noticia es que estas constelaciones se pueden cambiar. Es decir, si ciertos patrones, palabras o recuerdos nos llevan a actuar de una manera sesgada, violenta o, por el contrario, nos generan sentimientos de inferioridad e impotencia, por dar un ejemplo, podemos trabajar el sentido y la visión y –cambiando la representación– podemos ir aprendiendo a vivir y actuar de la manera que queremos.
Resumiendo, «reflexionar sobre el lenguaje es siempre ético y político, porque siempre significa pensar en valores, orientación, significado y efectos de las acciones», como dice Andrea Günter (Geschlechterdifferenz, Postmoderne und Theologie. Ein Problemaufriss, Stuttgart, 1996, 17).
Reflexionar sobre el lenguaje nos lleva también a los ámbitos de posibilidades infinitas, como plantea Teresa Guardans (La verdad del silencio. Por los caminos del asombro. Barcelona, Herder, 2012), a los márgenes y fronteras donde se da un encuentro. Es una experiencia que a veces no se puede expresar en palabras, pero no por ello es menos real.
Allí es donde nace la admiración, el asombro, la pregunta por el sentido, la pregunta por el más allá, la pregunta por Dios. ¿Dónde empieza la fantasía, la proyección o la mera imaginación? ¿No es curioso que la encarnación de Dios se presente como la palabra, pero no cualquier palabra, sino como el Verbo: «acción»? ¿No es una incursión en el misterio el pensar que si la palabra humana tiene el poder de cambiar las cosas, como será con la divina? ¿Y es que la palabra divina resulta que dista del infinito, pero tampoco tanto de la humana, en Jesucristo?
¿Cómo no confundir la experiencia religiosa con una producción de la mente? ¿Pueden coexistir por separado? Somos hechos «a imagen de Dios», pero ¿qué imagen es esta? ¿Y de qué Dios? ¿A qué medida? Os propongo otro juego.
1) Imagínate a quien lidere una gran empresa o quien salve vidas. Mira a esta persona y di su nombre. 2) Ahora imagina a una persona para un puesto de gran responsabilidad, con trabajo a tiempo completo y con plena disponibilidad, capaz de gestionar contratiempos y planificar con precisión. Mira a esta persona y di su nombre.
Varios estudios sociológicos muestran que, en el primer caso, la imagen que asociamos a los puestos de dirección y liderazgo es masculina. En el segundo caso, se trataba de una oferta de trabajo para un puesto al que aplicaron muchas personas. Conforme iban avanzando con la entrevista, se grababan las caras de asombro y disgusto de la gente, cuando les decían que el sueldo era de cero euros. Se trataba del puesto de una madre.
Puede parecer tendencioso, pero nuestras imágenes de Dios, en cuanto poder, autoridad reflejan los patrones sociales que reproducimos en nuestros lenguajes creando un círculo vicioso. Y viceversa por lo cual tendemos a representar a Dios como el barbudo omnipotente, cuando la Biblia misma está repleta de sus rostros cálidos y úteros misericordiosos, compadecidos maternalmente.
Este poder de la palabra
que mueve nuestras emociones
y sentimientos permite modelar
las representaciones y movernos
a la acción hacia donde deseemos
Ahora bien, el lenguaje puede cambiar las representaciones y el Magníficat anuncia que «pondrá a todos en su sitio»: la encarnación va junto a la transformación y el pan para todos, el reconocimiento de otros rostros y de su valor. La palabra hecha imagen nos cuestiona, altera nuestras visiones y, como hemos dicho antes, la buena noticia (por algo la llamamos «el Evangelio») es que puede cambiar porque nos mueve.
Ojalá nuestros lenguajes expresen a Dios mismo que nos habita y penetra, nos sondea y conoce y sepamos discernir la espiritualidad de falsas piedades, nuestra esperanza de cinismos sin desesperar de nosotras como personas para dejar que la palabra nos transforme.
El libro Nuevos lenguajes para una nueva teología es una excusa para parar y reflexionar sobre las palabras y sus laberintos. Se plantea incluso para el año que viene un breve curso abierto de cuatro sesiones para hacer este itinerario bajo el sugerente título (prestado de Elisabeth Schüssler Fiorenza): «…Pero ella dijo. Nuevos lenguajes para una nueva teología». Se trata de tomar consciencia de las codificaciones de género de nuestras experiencias y tradiciones religiosas y descubrir cómo las normalizamos como si fueran prescriptivas reproduciendo los patrones sociales sin apenas darnos cuenta de lo excluyentes que resultan a veces.
El libro nos interpela a cambiar, pero también invita a encontrarnos con los hilos que mueven historias y saborear de nuevo el «encuentro» con Dios Ruah. •
Escritora. Doctora en Artes y Humanidades
Autora de Nuevos lenguajes para una nueva teología