El poder codecisivo en la Iglesia
Esta es la primera de la tres entregas de la intervención de Jesús Martínez Gordo, en las Conversaciones teológicas de Montesclaros (Cantabria) realizadas durante los primeros días de julio con el lema “Hacia una Iglesia sinodal de iguales. Diversos ministerios, responsabilidades compartidas”
El pasado 2 de mayo, el semanario católico The Tablet publicaba un editorial en el que abordaba “las raíces del abuso” del poder en la Iglesia y se decantaba por cambios importantes tanto en la concepción como en el ejercicio del poder.
Su punto de partida era el escándalo de los abusos a menores por parte de personas en puestos de responsabilidad eclesial, maltratadores y cómplices. Este escándalo, proseguía, grave en sí mismo, apunta a la existencia de problemas subyacentes tanto en la estructura eclesiástica, como en su gobierno y en las personas que lo ejercen. ¿Cómo es posible que una institución haya podido caer tan bajo y no haya sido capaz de proteger a muchos de sus miembros más vulnerables?
Contamos, para responder a esta cuestión –apunta un poco más adelante– con un criterio evangélico que parece haberse quedado en el camino: “Sabéis que los gobernantes de las naciones las dominan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor” (Mt 20, 25-26). Y también contamos –continuaba el editorial– con la luz que arroja un Informe realizado por un grupo de investigadores del Centro de Estudios Católicos de la Universidad de Durham (Inglaterra) y titulado La cruz del momento (The Durham University Report).
Este Informe –según el editorialista– es, visto los pasos dados hasta el presente, mucho más importante que el programa de reformas que, iniciado por el papa Francisco, alcanzará “uno de sus momentos decisivos con la asamblea sinodal del próximo otoño en Roma”. Somos conscientes, continuaba, de que su celebración no va a resolver las cuestiones que están en el fondo de este escándalo, algunas de las cuales quedan recogidas en estas preguntas: ¿por qué el actual modelo de Iglesia jerárquica se ha convertido en una “estructura de pecado”? La actual concepción y el ejercicio del gobierno jerárquico de la Iglesia ¿son compatibles con el evangelio?
No podemos ignorar, proseguía citando el Informe, que detrás del clericalismo existe una perniciosa cultura jerárquica, evidente en la normalización del poder en exclusiva por parte del episcopado. Hay que afrontar este asunto sin miedos ni tapujos. Y hacerlo así, quiere decir que los obispos –incluido el de Roma– no deben tener siempre –por fidelidad al texto evangélico citado más arriba– las últimas respuestas a todo. E, igualmente, quiere decir que tampoco deben estar siempre en el centro de todo ni sentarse siempre en la cabecera de la mesa.
Es cierto que la existencia de jerarquía es un fenómeno generalizado: en el ejército, en todas las profesiones, en las empresas, en la política y en cualquier colectivo. Quizá, por ello, sea algo inevitable. Pero también es cierto que se encuentra expuesta a muchas tentaciones dañinas o peligrosas. E, igualmente, es cierto que la sociedad civil –a diferencia de la eclesiástica– intenta protegerse de dichas tentaciones innatas al jerarquismo mediante controles y equilibrios tales como las elecciones democráticas y la libertad de prensa; la implementación de instancias en las que se pueden presentar quejas o la fijación de indemnizaciones legalmente previstas por los daños que pueda causar el ejercicio autoritario del poder.
En la Iglesia, no existen estas garantías. Y no existen porque prefiere promover –muchas veces en nombre de la tradición– la cultura del trato deferente recurriendo a títulos tales como “su eminencia”, “monseñor”, “santidad” o “su excelencia”. Concediendo tal trato a dichas personas, las coloca –se quiera o no– en una posición muy precisa dentro de un sistema jerárquico que, básicamente feudal, reclama la obediencia acrítica.
Siendo este el núcleo de las respuestas que facilita el Informe sobre por qué el actual modelo de Iglesia jerárquica se ha convertido en una “estructura de pecado” y qué tiene que ver la actual concepción y el ejercicio del gobierno jerárquico de la Iglesia con el Evangelio, no hay que sorprenderse –concluye la Editorial de The Tablet— de que en la Iglesia “se haya cometido un error tan grande”.
Hay otras aportaciones –amplío por mi parte– que recuerdan, acertadamente, que una cosa es el “poder” concedido, transferido o dado y que, en el caso del eclesial en la tradición latina, concentra en una persona o en un reducido grupo de personas el legislativo, ejecutivo y judicial en nombre de una muy cuestionable exégesis de Mt 16, 19: “tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Y otra cosa muy distinta es la “autoridad”: la gana –quien la adquiere– por su comportamiento, decisiones y credibilidad.
Pero también hay silencios sobre este asunto que no podemos perder de vista y que, en concreto, nos conciernen directamente. Uno de ellos es el de la Conferencia Episcopal Española y el de la gran mayoría de los obispos españoles. Sorprende que en el famoso informe de la CEE —Para dar luz II, diciembre 2023, revisado en marzo de 2024– se diga recoger las recomendaciones más relevantes del Informe Cremades & Sotelo, así como del Defensor del Pueblo y que, repasándolo, no aparezca por ningún lado el pasaje en el que se recomienda a la Iglesia católica española afrontar el problema sistémico o estructural que también padece por su comprensión y ejercicio del poder. No me extraña que haya personas que, conscientes de este silencio, se indignen e, incluso, abandonen la Iglesia.
Dos de cuatro
A la sombra del diagnóstico del semanario católico The Tablet, así como de la distinción reseñada entre poder y autoridad y sin olvidar el silencio de la CEE, la presente aportación tendría que constar de cuatro apartados.
El primero, dedicado a exponer los cuatro modelos teológicos y de ejercicio de la autoridad, del magisterio y del gobierno en la Iglesia, así como de la organización de la catolicidad a partir de 1870 –fecha de finalización del Concilio Vaticano I– hasta nuestros días, es decir, hasta el pontificado del papa Francisco, pasando por el Vaticano II. Para los interesados en un análisis más detenido, remito a las páginas del libro coral en las que abordo este asunto, publicado por la editorial HOAC: Caminar juntas y juntos. Soñar la Iglesia, vivir la misión (Madrid, 2023). Creo que no está de más señalar que se trata de modelos que, con frecuencia, coexisten en la gran mayoría de las diócesis, dependiendo la centralidad de uno u otro de la situación de tales iglesias locales, de las culturas de los países y, también, de las psicologías, formaciones y aspiraciones de los responsables pastorales en cada momento.
El segundo de los apartados, dedicado a exponer cómo se viene argumentando e implementando en el Camino Sinodal alemán una Iglesia realmente corresponsable y codecisiva, además de sinodal. Se trata de una argumentación e implementación que habría que contextualizar en la andadura realizada, antes de ahora, por la Iglesia holandesa en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del Vaticano II y –así lo entiendo– torpedeada de manera autoritaria y preconciliar en el inicio del pontificado de Juan Pablo II. E, igualmente, por el recorrido que están desarrollando, más recientemente, las iglesias australiana y amazónica; imposible de exponer con el rigor requerido en estas líneas.
El tercer apartado tendría que estar dedicado a exponer los puntos más relevantes que se están proponiendo en algunas teologías sacramentales contemporáneas a partir de la participación de todos los bautizados –con el lenguaje del Vaticano II– en el poder (potestas) de Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey o, lo que es lo mismo, en el poder de todos los bautizados, a la vez, magisterial y evangelizador (maestro), litúrgico o celebrativo (sacerdote) y gubernativo o ejecutivo (rey).
A ello habría que sumar las aportaciones de la teología más reciente sobre el ministerio ordenado (diácono, presbítero y obispo) a la luz de la matriz bautismal y común de todos los cristianos y a la consecuente renovada articulación de dicha matriz bautismal con los diferentes carismas, sean estos ordenados, instituidos o reconocidos, con los que el Espíritu asiste a la Iglesia, así como a la revisión de la “representación” de Cristo por parte de todo bautizado y de la actuación “en persona de Cristo Cabeza” y, por extensión, de la sacramentalidad. Según se sostiene en el Camino Sinodal alemán, el presbiterado no es “un grado superior del sacerdocio común de todos los bautizados (sacerdotium commune), sino de una potestad del ordenado en determinadas ejecuciones sacramentales estrechamente definidas para obrar in persona Christi capitis a favor de los fieles”.
En definitiva, parece haber llegado la hora de repensar la críptica tesis conciliar de que entre el ministerio de los bautizados y el de los ordenados se da una diferencia “esencial” y, por tanto, no solo “gradual” (essentia et non gradu tantum, LG 10) a la luz de la ministerialidad bautismal y no solo –como se ha venido haciendo hasta el presente– a partir de la esencialidad y sacralización del ministerio ordenado por sí mismo.
La formulación de este tercer apartado –y del siguiente– en potencial (“habría”) ya indica que no va a ser posible adentrarse en este capítulo, pero, en todo caso, no creo que esté de más tenerlo presente.
Finalmente, en el cuarto apartado me tendría que fijar en la comprensión y reorganización de la catolicidad a partir, tanto de lo ya implementado al respecto en el primer milenio del cristianismo como de la existencia de 23 ritos litúrgicos católicos, entre latinos y orientales. A estos habrá que añadir, más pronto que tarde, otro, el de la Amazonía. Y también tendría que fijarme en las iluminadoras aportaciones del Documento de estudio El Obispo de Roma. Primacía y sinodalidad en los diálogos ecuménicos y en las respuestas a la encíclica Ut unum sint (1995), publicado por el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos el pasado mes de junio de 2024.
E, igualmente, habría que evaluar el acuerdo alcanzado entre los obispos alemanes y algunos cardenales significativos de la Curia vaticana sobre la recognitio. Y, a su luz, considerar una implementación de dicha recognitio que articule la sinodalidad y la corresponsabilidad, bautismal y ministerial, y que, por ello, esté atenta tanto a la responsabilidad –propia del ministerio ordenado– de cuidar la unidad de fe y la comunión eclesial como al parecer o sensus fidei de todo el pueblo de Dios, “infalible cuando cree”. En definitiva, se trata de alcanzar una adecuada implementación de la recognitio que garantice debidamente la codecisión y que, por ello, no se convierta en un procedimiento en el que siga encontrando refugio y morada el modelo absolutista, monárquico y medieval de entender y ejercer el poder en la Iglesia.
Reitero la importancia de centrar la atención, sobre todo, en la implementación de dicha recognitio. Creo que va a ser la cuestión que va a ocupar muchas horas y páginas en los próximos años. Se trata de un importante mecanismo procedimental para garantizar la catolicidad y la corresponsabilidad que –ya reivindicado por Juan Pablo II en la Carta Apostólica Apostolos suos (1998) en un contexto eclesial (el de una Conferencia Episcopal Estadounidense impartiendo magisterio sinodal y corresponsable después del Vaticano II)– poco o nada tiene que ver con el actual. Y que, en aquella ocasión, sirvió –y, desde entonces y hasta el presente– para afianzar –tal y como se puede constatar en los pontificados de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI– el modelo absolutista y monárquico de gobernar, impartir magisterio, reorganizar la Iglesia y hacer justicia.
Por eso, es capital tener en cuenta que, gracias a una buena implementación de dicha recognitio, sería posible articular la catolicidad como comunión o unidad diferenciada de singulares iglesias locales (entre los católicos). Y también como comunión o unidad de diferentes iglesias reconciliadas –en el caso de las restantes iglesias cristianas–, sin olvidar su importancia, por ejemplo, en los ámbitos más domésticos de unas diócesis en las que hay una firme voluntad de propiciar una iglesia codecisiva o corresponsable, además de sinodal. Tal es el caso de un Consejo Sinodal Diocesano o de un Consejo Sinodal Parroquial.
Afortunadamente, contamos al respecto con algunos interesantes –aunque limitados– ensayos aprobados o propuestos por el Camino Sinodal alemán sobre los consejos sinodales parroquiales y diocesanos, así como sobre el Consejo Sinodal Alemán a los que me referiré más adelante.
Algo de esto parece estar abriéndose camino tímidamente gracias a la nueva manera de entender y ejercer la sinodalidad -en este caso, codecisiva y deliberativa-, con la aprobación vaticana (recognitio) del Consejo Eclesial de la Amazonía.
Sacerdote diocesano de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria).
Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ediciones HOAC, 2021)
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