El Jesús del cartel sevillano

El Jesús del cartel sevillano
FOTO | vía hermandadesdesevilla.org

Unos buenos amigos me han preguntado por el cartel que –según sus críticos, “heterodoxo”, “afeminado” y otros calificativos todavía más críticos– ha realizado Salustiano García por encargo de las cofradías de la Semana Santa sevillana. Dejando al margen reacciones fuera de tono, en mi respuesta les he indicado cómo hay muchas maneras de celebrar la llamada Semana Santa. Están, en primer lugar, quienes acentúan la pasión, crucifixión y muerte de Jesús en el Calvario; y con ellas, su abandono y fracaso. Están, en segundo lugar, quienes son más sensibles al silencio, al vacío y a la nada del sábado santo. Y también están quienes resaltan –recurriendo a una expresión muy propia de la teoría evolucionista– el “salto cualitativo”, la novedad y la sorpresa que es el domingo de resurrección o, si se prefiere –que viene a ser lo mismo– la descolocante y, a la vez, gratificante experiencia de lo vivido este día a la luz de lo acontecido en el monte Tabor: “qué bien se está aquí. Hagamos tres tiendas”. Hay otro monte, igualmente referencial para los cristianos: el de las Bienaventuranzas –con el programa allí proclamado y propuesto por Jesús de Nazaret– pero, les dije a mis amigos, lo dejo aparte, para ocuparme del Calvario y del Tabor y de la relación existente entre ellos, que es lo que creo que está en juego con este asunto del cartel.

Son muchos los cristianos que centran su atención en el Viernes Santo. Y que lo hacen por “asociación compasiva” con lo padecido por el Nazareno. Para comprobarlo, no hay que irse a Sevilla. También aquí, muy cerca del País Vasco, tenemos un claro ejemplo: basta con  asomarse a San Vicente de la Sonsierra (La Rioja) para ver a los picados o autoflagelados. Es posible que tal manera de rememorar la pasión de Jesús sea percibida como un estúpido y absurdo –además de económicamente rentable– esteticismo masoquista. Sin dejar de reconocer esta y otras valoraciones, les dije a mis amigos, yo no tengo razones suficientes para cuestionar –aunque no comparta tal representación– la “asociación compasiva” a la que me he referido un poco más arriba. Y menos, si, como sucede en muchas cofradías de Semana Santa, queda fuera de toda duda que dicha centralidad va acompañada, a lo largo de todo el año, de acciones de caridad y justicia con los últimos de su entorno o, incluso, de otras tierras. Esto no obsta para que, personalmente, me sienta mucho más cercano de aquellos otros cristianos que, prestando más atención a la actualización de lo sucedido en el Calvario, se comprometen social, política o sindicalmente y se complican la vida estando al lado de las “causas perdidas”, de los derrotados y de los parias de nuestros días, a pesar de que nunca, o casi nunca, aparezcan en los medios de comunicación. Pero, insistí, yo no puedo cuestionar la “asociación compasiva” en uno y en otro caso. Y menos, si unos y otros, además de cuidar la dimensión social, caritativa y política, vinculada a tal “asociación compasiva” se cuidan un poco y pasean, aunque sea de vez en cuando, por los tabores actuales; la única manera de no acabar achicharrados.

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Pero también es cierto –proseguí– que, desde hace unas pocas décadas, estamos asistiendo a la emergencia de cristianos que, probablemente cansados de tanto compromiso y entrega a fondo perdido, han decidido cuidarse ellos mismos y han fijado su residencia preferente en lo que se simboliza con el Tabor. Por eso, centran, de manera particular, su interés en el cuidado del silencio, de la paz interior, de la tranquilidad, del sosiego o de lo que llaman el “desierto”; en definitiva, procuran “estar personalmente bien” y “a gusto”. Tampoco me parece mal –volví a decir a mis amigos– si lo hacen porque necesitan cargar las pilas, sin renunciar, por ello, a seguir haciéndose presentes en los calvarios contemporáneos. Pero –como cristiano– sí me parece cuestionable esta manera de serlo cuando buscan instalarse sólo y exclusivamente en tales tabores actuales. En la vida está muy bien tomar un poco de azúcar,  pero no me gustaría que, atiborrado de ella, acabara siendo un diabético.

Y dicho esto, les expuse mi respuesta a la cuestión por ellos formulada: viendo el Jesús del cartel sevillano no puedo evitar la impresión de encontrarme con un intento de fusionar el Tabor con el Calvario al precio de diluir la singularidad –y dramaticidad– que simboliza, también en nuestros días, este último monte. Es lo que no me gusta de ese cartel. Y no me gusta porque no recoge, con la claridad que desearía ver, que los cristianos seguimos al Crucificado porque disfrutamos de algunas de las muchas anticipaciones o destellos tabóricos con que contamos. O, si se prefiere, al revés: porque disfrutamos de algunos de los muchos murmullos o chispazos tabóricos, cargamos las pilas para seguir al Crucificado en los crucificados de carne y hueso de nuestros días.

A partir de este momento se abrió, como es previsible, un amigable e interesante diálogo, imposible de sintetizar en estas líneas. No queda más remedio que dejarlo para otra ocasión y momento. Invito al lector a sumarse al mismo, si le parece, por supuesto.