Absolutismo papal y episcopal

Absolutismo papal y episcopal

¿Qué puede estar en juego en el Sínodo mundial de obispos que se va a celebrar el próximo octubre en Roma, con una muy modesta presencia de laicos, varones y mujeres? Si no me equivoco, creo que superar o, al menos, iniciar un proceso, que lleve a la disolución del absolutismo –monárquico y medieval– que asola a la Iglesia católica, sobre todo, en la Europa occidental. Se trata de empezar a liquidar una manera de entender y ejercer el poder que detenta, sobre todo, el Papa y, en no menor medida, los obispos y los curas en sus respectivos ámbitos.

Y, con ellos, también los laicos a los que se confían responsabilidades en el seno de la institución. Es lo que aprecio –aunque muy tímidamente– leyendo algunas de las preguntas que se formulan en el borrador preparado para tal evento: “¿Cómo pensar en procesos de decisión más participativos, que den espacio a la escucha y al discernimiento comunitario, apoyados en la autoridad como servicio de unidad?”. Es cierto que se indica que “no se trata de una exigencia de redistribución del poder, sino de la necesidad de un ejercicio efectivo de la corresponsabilidad”. Pero también es cierto que –sin perder de vista esta timorata cautela– en este Sínodo se ha reabierto el melón de si el actual modelo de comprensión y ejercicio de la autoridad en la Iglesia sigue siendo de recibo.

Y digo que se “ha reabierto” porque me parece importante recordar las consideraciones que –realizadas al respecto por uno de los grandes mentores del Concilio Vaticano II, el dominico Yves M. Congar– siguen valiendo para el presente. El año 1955 puede leerse en su Diario una magnifica síntesis sobre el debate que, desde hace dos milenios, atraviesa el corazón de la Iglesia católica sobre las dos interpretaciones enfrentadas de Mateo 16, 19: “a ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos”. Para los llamados Santos Padres, sostenía el teólogo francés, lo que se funda en Pedro es la Iglesia. Por eso, los poderes conferidos a Pedro pasan de él a toda la comunidad cristiana. Este es el contenido fundamental del pasaje, en cuyo marco, proseguía Y. M. Congar, algunos de los Padres (sobre todo, occidentales) admitían la existencia de una primacía jurídica del obispo de Roma.

Sin embargo, esta comprensión empieza a ser alterada –a partir, tal vez, del siglo II– cuando Roma cree ver en Mateo 16, 19 su propia institución. Según esta interpretación, los poderes de Cristo no pasan de Pedro a la Iglesia, sino de Pedro a la sede romana. La consecuencia de semejante exégesis es clara: la Iglesia “no se forma solamente a partir de Cristo, vía Pedro, sino a partir del Papa”. Ello quiere decir que la consistencia y la vida de la Iglesia descansan –al estar construida sobre Pedro– en el Papa, cabeza de la comunidad cristiana y, por esto, sede de la plena potestad.

Toda la historia de la Iglesia es, indicaba seguidamente, la permanente actualización del conflicto (unas veces, latente y llevadero y otras, vivo y duro) entre estas dos concepciones del papado y del gobierno eclesial: la que sostiene que el poder de Cristo alcanza a toda la Iglesia vía Pedro y la que defiende que el poder de Cristo pasa a Pedro y de Pedro a Roma. Es un conflicto que llega hasta nuestros días y que no ha finalizado, a pesar de los esfuerzos desplegados por el Vaticano para extender su punto de vista al resto de la Iglesia.

Afortunadamente, se dan excepciones notables que indican que Roma no ha logrado su objetivo y muestran la persistencia de la comprensión patrística del gobierno y del poder. Así, por ejemplo, la Iglesia en Oriente ha mantenido la posición de los Santos Padres. También la Iglesia de África (desaparecida por causa del Islam) permaneció fiel a dicha interpretación patrística de Mt 16, 19. E, igualmente, los países que se unieron a la Reforma. Incluso, en la misma Iglesia católica nunca ha dejado de existir una resistencia a dicha comprensión romana, en nombre tanto de la Escritura como de la Tradición. “Nuestra tarea (mi tarea) consiste –sentenciaba el teólogo dominico– en hacer que esta verdad no quede sofocada”. Por eso, “es necesario que, cuando llegue un Papa razonable o cuando aparezca el Pastor Soberano, encuentre todavía a la Iglesia en clamor, como dice Pascal”, a pesar de que nos hallemos en el hondón máximo de la ola y en el momento más intenso de una comprensión absolutista del gobierno eclesial.

Está muy bien la llamada a la participación que se realiza en el actual borrador de preparación para el próximo Sínodo mundial de octubre, pero estaría mejor que en el aula sinodal hubiera voces que propiciaran una revisión del actual modelo de ejercicio y redistribución del poder –y de su supuesto fundamento divino– en favor de otro que, corresponsable entre todos los bautizados y los responsables eclesiales, ha de ser codecisivo. A ver si, de una vez por todas, se empieza a enterrar el absolutismo, sobre todo, el papal y el episcopal, sin dejar en el tintero el clerical.

 

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