A ras de plaza, a ras de guerra
Maleïdes les guerres i aquells qui les van fer
Dos anònims, Ovidi Montllor
La guerra todo lo rompe y todo lo estropea. Y modifica todos los planes, hasta los más cotidianos. Pensando en las personas que nunca desfallecen y siempre persisten, quería escribir, como buen ateo agradecido, sobre el 75 aniversario de la HOAC –la Hermandad Obrera de Acción Católica, que tanto se dejó la piel en la larga noche franquista–. El acto de conmemoración casi premonitorio –Ahora más que nunca– se celebró el 11 de febrero en la sede de Cristianisme i Justícia. Y aquella efeméride la quería vincular directamente con los actos del Encuentro Anual del Legado Jaume Botey, donde nos convocaron el sábado 19 de febrero en la Casa de la Reconciliación de Can Serra en L’Hospitalet de Llobregat. Esa parroquia autoconstruida por manos obreras bajo dictadura, que acogió todas las luchas y cada una de las esperanzas. En cualquier caso, dos actos periféricos del cristianismo de base contra todos los centros de poder –los de ayer, los de hoy, los de mañana–. Y gente que admiro, gente que quiero, gente que reencuentro en cada protesta urgente y en cada propuesta emancipadora. Gente que siempre está ahí con una perseverancia a prueba de bombas.
También antes de ayer, memoria de las plazas a ras de calle, convocados por la Red por la República que llevan doscientos lunes para demandar el fin de la represión, el “No a la guerra” se incorporó en la concentración y, de repente, todo ligaba de nuevo. En este país donde las plazas son clave, el espacio público donde siempre nos reencontramos en momentos difíciles y ratos imposibles y, desde abajo y sin pedir permiso ni perdón, intentamos buscar salidas de emergencia en los callejones sin salida locales y globales. El lunes en Cornellà, pocas horas después de que una vieja imagen –antigua, agotada, dolorida– y que creíamos desterrada ocupara una retina eurocéntrica: la de un soldado muerto sobre la nieve frente a un tanque. No era el XX. Era el riguroso directo de la deriva del XXI. En un país donde sabemos qué es que lluevan bombas, que medio país cruce en el exilio por Pertús, que las fosas comunes todavía vayan llenas y que algunos retornos –políticas públicas de memoria decentes– estén pendientes. Hacerse una pregunta tiene el necesario peligro de acabar haciéndose todas. La guerra siempre dura mucho más de lo que quisiéramos; las posguerras, una eternidad más. Montserrat Roig intravenosa en 1991: «Me apunto, en consecuencia, a todo lo que la guerra daña. A todo lo que, después, cuesta tanto volver a componer. La guerra no es sólo un asunto sangriento, es inútil».
Las guerras –las retransmitidas en pulverizador directo y las olvidadas permanentes de Yemen, del Sahel o de Etiopía– también enmudecen y obligan a modular los espantos. También a callar y escuchar, cuando el ruido más cercano que tenemos es la guerra informativa que implosiona cuando toda guerra estalla. El viernes, por suerte y todavía, pude acercarme a la librería Documenta de Barcelona para escuchar la presentación de Europa en descomposición de Karl Polanyi, un autor imprescindible que anticipa el hoy tan bien como describe el ayer y que la editorial libertaria Virus se empeña en recuperar desde hace unos años. El estallido de la guerra dos días antes también cambió esa presentación. Hablaban Rafael Poch y Edgar Straehle y el guion venía sacudido por el vivido las últimas 48 horas. La libreta está llena de garabatos: «toda guerra de agresión imperialista merece ser condenada», «procesos de descomposición», «desorden global», «manipulaciones chapuceras», «las mentiras de unos y otros», «polarización generalizada», «colapsos», «angustias», «en imperios descabalgados es cuando suele pasar lo peor». Nunca hay Weimar sin el respectivo Versalles. Palabras y palabras reversibles de doble uso, como algunos arsenales militares. Y esa advertencia perenne de Camus: cada generación se cree con el derecho de rehacer el mundo, pero esta lo que tiene es el deber de garantizar que no se deshaga.
En menos de una semana, creo que todos hemos leído un montón de artículos hasta la saturación noctámbula. Uno ha releído los análisis de Poch con lápiz en la mano para subrayar, ha encontrado en una crónica de Manel Pérez los motivos del fútil atlantismo reavivado del gobierno más progresista –séptimo exportador de armas global cuando hay progresos que matan– y ha revisado una editorial útil, sensata y humanista del diario vasco ‘Gara’. Y también la nota severa de Ecologistes en Acción o el comunicado de Aturem la Guerra que nos convoca a la plaza este miércoles. Y un informe del Centre Delàs –desequilibrio del terror en una destrucción mutua asegurada mil veces– que calcula el arsenal nuclear actual y lo cifra en 13.000 bombas, con una potencia equivalente a cien mil explosiones como Hiroshima o Nagasaki. Y esta historia de Nicolai, de Manel Elias, poniendo a resguardo a las víctimas que nunca afloran en los recuentos oficiales de ningún conflicto. He leído de todo en pocos días: versiones antagónicas, mentiras institucionales –verdad oficial, verdad de oficiales–, equilibrios funambulistas, propaganda de guerra de todos los colores, banalizaciones miserables de la guerra y glorificaciones criminales de la violencia. Pero no hace falta leer demasiado –o quizás sí– para conocer que esta guerra comenzó hace ocho años y que en las fronteras del Donbás el recuento de muertes asciende a 14.000 personas desde 2014. Contra la OTAN, solo añadir que estoy en contra desde que mi madre me llevaba a las manis a favor del “no” en 1986, cuando Catalunya dijo que no quería integrarse en una estructura militarista pensada para la guerra y el negocio bélico. Toda guerra comienza mucho antes de que comience.
Me siento, sí, tan cerca de un manifestante ruso en Moscú protestando contra Putin –y van 6.000 detenidos– como de una enfermera en el pediátrico de Kiev. Distancia cero.
Escalada en espiral y tres décadas de otra guerra fría que ya está caliente, “Nini” tiene mala prensa hace demasiados años –a pesar de la doble negación es toda una afirmación desde la que resistir. Por tanto, hoy llamaremos “sisi”. Me siento, sí, tan cerca de un manifestante ruso en Moscú protestando contra Putin –y van 6.000 detenidos– como de una enfermera en el pediátrico de Kiev. Distancia cero. Y no hace falta ser Einstein para averiguar, en la secuencia de los hechos concretos, que quien ordenó bombardeos masivos el pasado miércoles fue Vladímir Putin, ese nombre que a algunos tanto les cuesta pronunciar. Si sé que nunca debe ocuparse otro país –sea cual sea el imperio que lo ocupa– y que defender legítimamente el propio es tanto como defender a cualquier otro ante el mismo, sin margen para la arbitrariedad de las afinidades selectivas y sin elogio alguno a ninguna ceguera voluntaria. O lo de siempre: si no lo decimos todo, no nos decimos nada.
Lo que sí sabemos. No nos asustamos lo suficiente. Un amigo de siempre por chat: «somos tanto y tan privilegiados que podemos permitirnos el lujo de olvidar que lo somos». Sexto día de guerra en el Este. Una plaza hecha ágora pública, una librería donde se presenta un libro, un trayecto de metro a Cornellà, una convocatoria contra la guerra por el miércoles o el simple gesto de volver a casa a pie sin tener que mirar el cielo o sufrir por francotiradores en las azoteas. Lo que toda guerra esboza. Y contra la que Arcadi Oliveres nos vuelve a convocar en plaza y de urgencia este mismo miércoles, en medio de un invierno general. Incierto. Enjuto. Y envilecido.
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Un invierno que nos devuelve a otro invierno. ¡Otra vez!, cosas que han sido dichas y escritas hace mucho tiempo, en el manifiesto que en junio de 1975 daba a luz la Casa de la Reconciliación en L’Hospitalet: «Alimentados por la esperanza de una tierra mejor —que una minoría nos ha negado—, solidarios con quienes sufren y luchan por la paz y la justicia, desde esta Casa construida con las manos y el ánimo de obreros, queremos manifestar abiertamente que la Reconciliación consiste en el pleno reconocimiento de nuestros derechos y, por eso, proclamamos (…) que no puede haber Reconciliación mientras una minoría decide por todos (…) mientras haya quien se crea propietario único de la verdad, tanto entre los creyentes como entre los que no pueden creer (…); [mientras no nos] ponemos juntos en camino hacia una sociedad democrática, en la que todos podamos participar, sin vencedores ni vencidos». Algunos dirán que es anacrónico, otros retroutópico, otros idealista. Y no. Frente a la distopía bélica, uno creerá siempre a Jaume Botey y cree aún aquel manifiesto eutópico e hiperrealista que reclama un lugar bueno, un buen lugar, donde cabríamos todas y todos. El único sitio realmente disponible.
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Artículo publicado originalmente en el diario Líneaxarxa.cat. Traducción al castellano realizada por Llum Mascaray
Periodista y activista social de base