La persona es lo primero y la compasión su principio
Dado que el sufrimiento es común a la humanidad, la compasión puede erigirse en el fundamento de una ética universal y compartida, cuyo paradigma cristiano es la parábola del samaritano.
¿Quién no quiere ser feliz? ¿Quién no quiere realizarse acertadamente? Según voy constatando –como tú–, cada persona vamos construyendo nuestro modo de ser con la intención de vivir humanamente bien.
Ese «modo de ser» es lo que llamamos carácter. Pero el carácter es más que el conjunto de características que me vienen dadas genéticamente. El modo de ser también se cultiva: a veces lo aprendemos como un código de conducta propio del entorno social inmediato y a veces lo descubrimos inesperadamente en medio también del entorno social, pero como alternativa diferente a las pautas de conducta habituales.
Pero ser feliz, ¿cómo se hace?, ¿cómo se logra? La filosofía moral y todas las corrientes éticas de la historia de la humanidad se han esforzado y vienen proponiendo diversos modos concretos para ser personas felices. Quiero compartir una síntesis de lo que he investigado y ofrezco en mi libro El principio compasión. Vivir desde una ética samaritana.
En busca de una vida acertada y feliz
La moral propone unas normas de comportamiento –de origen religioso o no– ya elaboradas que hemos de aprender y cumplir. Tales normas morales son los hábitos y las costumbres que forman parte de la sociedad en la que vivimos. Forman parte de la propia cultura social. Para realizarse como persona bastaría con adecuar nuestro comportamiento a esos hábitos y costumbres. La ética es más que la moral. La ética viene a suscitar comportamientos que descubrimos y asumimos para hacernos responsables. Es más que cumplir unas normas morales. Es responder, dar respuesta. En ese responder nos hacemos responsables, nos hacemos sujetos éticos, es decir, nos hacemos personas.
En esa búsqueda del modo acertado de ser persona las distintas corrientes filosóficas han propuesto infinidad de modelos con una pretensión: dar con un modo universal en el que fundamentar la ética, que nos pueda servir a todas las personas.
La penúltima propuesta de la filosofía se denominó «ética del diálogo». Desde ella, todas las personas tendríamos la capacidad de encontrarnos al mismo nivel y así, juntas, discernir y consensuar lo que sería más adecuado para realizarnos como personas. Como idea está bien. Pero ese es su defecto: que es un ideal, que es irreal.
Esa ética dialógica haría bueno el refrán popular «hablando se entiende la gente». Todas las personas, juntas, hablamos y determinamos lo que sería conveniente para realizarnos felizmente a la vez. Esa ética idealista triunfó en nuestro contexto noroccidental con lo que llamamos la Modernidad. Aquella filosofía hija de la Modernidad consideró haber llegado a establecer el fundamento universal de la ética –el fundamento del ser persona, en definitiva– en el consenso común, al cual se llega mediante el diálogo universal, pues todas las personas disponemos de tal capacidad y posibilidad1.
Pero tiene un fallo grave: no todas las personas son partícipes de ese diálogo. Hay muchas que no pueden asistir a esa mesa de diálogo, bien porque por sí mismas no disponen de posibilidades para ello, bien porque han sido expulsadas y marginadas por otras, deliberada o inconscientemente. El hecho es que en ese pretendido diálogo universal no están todas las personas. ¿Quiénes faltan? Las de siempre, las víctimas. Faltan tantas personas y comunidades que han sido despojadas e impedidas de su capacidad, por causa de la injusticia.
Es cierto que la Modernidad trajo cierto progreso a las personas…, pero solo en un ámbito geográfico reducido y, sobre todo, de unas pocas personas a costa de otras muchas. No fue universal, ni el modo de participar, ni el modo de vivir humanamente.
El sufrimiento sí que nos afecta a todas las personas.
Bien sea porque lo padecemos,
bien porque lo contemplamos,
bien porque en ocasiones lo causamos
Compasión samaritana
Como alternativa a la Modernidad y a su filosofía idealista, la filosofía secular reciente propone que lo que sí es universal es el sufrimiento. El sufrimiento sí que nos afecta a todas las personas. Bien sea porque lo padecemos, bien porque lo contemplamos, bien porque en ocasiones lo causamos. El sufrimiento sí tiene que ver con todas las personas. Y es posible y conveniente hacerse cargo del sufrimiento para impedirlo.
Esta propuesta reciente se denomina «ética de la compasión». Pero ¡ojo!, la compasión no es cualquier cosa. La compasión no es lástima, ni es pena, ni es condescendencia, ni siquiera es empatía, ni «ponerse en el lugar del otro». La compasión es una experiencia de reacción en las entrañas que se produce al toparnos de bruces con el sufrimiento concreto de alguien. Y además es una reacción que no paraliza ni bloquea, sino que mueve a hacer algo. Es una reacción proactiva ante el sufrimiento.
Esta ética de la compasión sostiene que esa respuesta es la que nos hace responsables y, al hacernos responsables, nos constituye en sujetos éticos, es decir, en personas. Y además, y a la vez, por hacernos responsables con la persona sufriente se le devuelven a esta sus posibilidades de realizarse humanamente; la persona sufriente también queda restaurada como sujeto emancipado.
Esta ética compasiva secular propone como el mejor ejemplo la parábola del samaritano del evangelio de Lucas. La compasión no es exclusividad del cristianismo, dado que es una experiencia posible en toda persona. Pero el paradigma compasivo contenido en el samaritano sí que es genuinamente cristiano, dado que no existe en ninguna otra literatura profana o religiosa.
Lee ahora detenidamente la parábola, que solo está en Lc 10, 25-37. En ese texto, alguien que «se sabe todo» acerca de Dios pregunta a Jesús –para que escuchen la respuesta todos los presentes de entonces, y también nosotros hoy– qué tiene que hacer nada menos que para heredar la vida eterna. ¡Qué tiene que hacer!, es decir, cómo ha de comportarse, cómo ha de vivir aquí y ahora para tener vida plena siempre. Y Lucas pone en boca de Jesús nuestra parábola.
En ella contemplamos el comportamiento del samaritano y el de los otros dos hombres religiosos. Los tres coinciden en las dos primeras experiencias. Los tres van de camino, están en salida por el camino de la vida; no están cómodamente en sus casas o en sus cosas. Los tres ven a la víctima, no están ciegos, se han topado con ella al borde del camino, expoliada y maltrecha en el margen de la vida.
Pero a partir de ese momento los comportamientos difieren. Solo el samaritano se detiene y se aproxima. Esta decisión va a provocar en él una experiencia que no pudieron experimentar los otros dos personajes: ¡Sintió compasión! «Se le revolvieron las tripas». Esta remoción de las entrañas moverá al samaritano a realizar una serie de comportamientos para dar respuesta a la víctima. Esa reacción restaurativa hizo del samaritano una persona responsable.
La compasión le llevó a cambiar el rumbo que llevaba, a dejar en suspenso sus legítimas ocupaciones para asumir una nueva y novedosa empresa. El samaritano experimentó un proceso con tres estados: del estado de asimetría (él estaba bien, la víctima estaba mal) pasó al estado de simetría (se abajó hasta la víctima), pero no para permanecer para siempre ahí con ella (comportamiento inútil donde los haya) sino para rescatarla y promocionarla. Puso a disposición de la víctima todos sus recursos y estructuras personales y, además, recurrió a otras estructuras transformándolas e implicando a su responsable hasta lograr la restauración completa de la víctima. Y no se desentendió del desarrollo de aquel proceso, sino que siguió pendiente, hizo seguimiento.
No olvidemos la pregunta inicial acerca de la «vida eterna». El acceso a la vida eterna está en la vida terrena: ¡Haz tú lo mismo!
Queda pendiente una incógnita: ¿Quiénes son y dónde están los bandidos? Lucas no la resuelve. ¿Será para que la resuelvan quienes la oyeron entonces, así como quienes la leemos hoy?
Víctimas de la injusticia
Cuando digo reacción proactiva ante el sufrimiento no me refiero al sufrimiento «en general», sino al sufrimiento injusto, al sufrimiento inhumano.
Hay sufrimientos que son humanos porque forman parte de nuestra existencia contingente. Sufrimos por el dolor físico y por el dolor anímico. Esos sufrimientos forman parte de vivir. Son propios de ser humanos. Nos duelen las muelas y nos duele la tristeza, y esos dolores nos hacen sufrir. Y hemos de combatirlos con todas las medidas posibles, pero seguirán existiendo porque son propios de vivir.
También padecemos el sufrimiento natural, el causado por catástrofes naturales. Muy doloroso y trágico, pero perteneciente al funcionamiento de la naturaleza. También hemos de prevenir tales desastres y mitigar sus efectos con todos los recursos a nuestro alcance.
Pero hay otro sufrimiento que no es propio de ser humanos, ni es natural, sino que es inhumano y antinatural porque tiene una causa ajena e impropia: la injusticia. El mal y el sufrimiento injustos no son debidos a la contingencia de la realidad, sino que son producidos desde la libertad, deliberadamente.
Por eso, es preciso atender la causa de las víctimas. Su causa en sus dos sentidos: por un lado, lo que necesitan, su demanda, su solicitud –tantas veces silenciosa o silenciada– que consiste en restaurar su dignidad herida asumiendo también su mirada como perspectiva epistemológica de la realidad; su realidad nos ayudará a conocer la verdad de la realidad. Y por otro lado, la causa de su sufrimiento, sus causantes, los agentes personales o estructurales que generan injusticia. No podemos olvidar aquí la injusticia sistémica en lenguaje filosófico de la ética de la liberación, llamada también pecado estructural o estructuras de pecado en lenguaje religioso.
Siempre que participamos de ese sistema injusto y de esas estructuras pecaminosas ¡sin darnos cuenta! estamos entrando por la puerta de la banalidad del mal: hago el mal sin querer, soy partícipe necesario del entramado injusto…, inconscientemente, sí, ¡pero lo hago tan bien que no alcanzo a asumir la injusticia que cometo contra las víctimas!
Necesitamos memoria
Con las víctimas presentes aún podemos hacer algo porque convivimos actualmente con ellas, pero, ¿qué pasa con las víctimas que ya no están? El sufrimiento injusto de aquellas personas y comunidades que fueron víctimas en su momento y ya murieron, ¿ya se pasó?, ¿es irrelevante hoy porque «no podemos hacer nada» por ellas?
Son las víctimas ausentes. Fueron realmente víctimas, pero en otro tiempo. Y entonces, ¿qué?, ¿nos olvidamos de ellas porque ya no pueden ser restituidas? Dado que ya no están, ¿no tenemos posibilidad de hacer nada por ellas? Si no hacemos nada, serán doblemente víctimas: por haber sufrido por causa de la injusticia y por dejarlas caer en nuestro olvido. Es fácil la amnesia social ante injusticias pasadas sobre las cuales «no podemos intervenir ya».
No se trata de suscitar un resentimiento histórico, sino de evitar al menos su olvido, dado que no se supo antes evitar la injusticia o resarcir sus efectos. Necesitamos al menos su recuerdo, no como una añoranza de sus malogradas vidas ni solo como un conocimiento de su «infraexistencia», de ello se ocupará la historiografía. Es de justicia hacerlas presentes, necesitamos de la anamnesis contra la amnesia. Algo, mucho, tendremos que aprender de las injusticias pasadas para que no se repitan.
Por eso necesitamos la memoria de las víctimas en primera persona, de sus recuerdos, de sus experiencias relatadas o escritas si las tenemos. Necesitamos conocer y hacernos cargo de sus sufrimientos. Pero también necesitamos memoria acerca de ellas, necesitamos que no se nos olvide lo que sufrieron y las causas de su dolor.
Esa memoria tiene que ser eficaz. Tiene que ayudarnos a conocer la verdad, para comprender lo que pasó y para comprender lo que puede pasar si toleramos la injusticia. Sin hacer presente el sufrimiento pasado será difícil realizar la verdad de la justicia en el presente.
Realizarse humanamente mediante la justicia restaurativa
La potente experiencia de compasión desencadena responsabilidad. El samaritano dio una múltiple respuesta restaurativa para la víctima moribunda. La compasión crea un obrar y un pensar nuevos, inéditos, con la intención inmediata y permanente de rescatar a la víctima y devolverle lo que le fue arrebatado: sus condiciones de posibilidad de realizarse humanamente.
En la enseñanza de la parábola, Jesús modifica la identidad del prójimo hasta ponerlo al revés. El clásico prójimo era alguien cercano a mí, de mi familia o de mi entorno social, que se acerca a mí solicitando mi ayuda. Es el destinatario de mi benevolencia y objeto de mi amor. El nuevo prójimo es el sujeto movido por la compasión, el «sujeto» amante que se aproxima a la víctima, se «aprojima», se hace prójimo.
Quiero resaltar aquí un detalle de máxima importancia. Hoy «nos suena bien» el término samaritano, pero en tiempos de Jesús no era así. Los samaritanos de aquella época eran personas heterodoxas, despreciables para los judíos porque no eran observantes de sus normas religiosas y sociales. Seguro que, al poner de ejemplo a un samaritano a los oyentes, les recorrió el cuerpo un escalofrío de estupor. Pero Jesús no pone como ejemplar al samaritano por el hecho de ser samaritano, sino por ser compasivo. Ahora bien, a la vez, está indicando que lo que constituye en persona no es la adecuación a ciertas normas sociorreligiosas, ni siquiera la pertenencia a un determinado grupo social, sino la experiencia de la compasión.
De este modo, esa aproximación restaurativa es la que constituye en sujeto responsable –persona ética– al prójimo, así como en sujeto emancipado a la víctima. La compasión realiza la vida para el prójimo y para la víctima a la vez. Esta realización humana es un proceso simultáneo que abarca diversas dimensiones a tener en cuenta.
El descubrimiento de las víctimas
implica la interrupción
de la marcha de la historia.
Un progreso que genera víctimas
no puede considerarse progreso humano
En primer lugar, el descubrimiento de las víctimas implica la interrupción de la marcha de la historia. Un progreso que genera víctimas no puede considerarse progreso humano. Es preciso parar, detenerse para discernir las consecuencias de un modelo de sociedad que solo es triunfal para unas pocas personas y comunidades a costa siempre de muchas otras más. Con ese discernimiento seremos capaces de reorientar la marcha de la historia.
En segundo lugar, habremos de procurar la reparación de las víctimas. Su reparación en este momento en el que las descubrimos. Ya no pueden esperar más, esperan justicia cuanto antes. Y, además de repararlas a ellas, tenemos la responsabilidad de reparar esta historia, modificar este modelo de sociedad que las genera.
En tercer lugar, también tenemos que redescubrir el objetivo de la política. La justicia es tarea de la política. También hemos de devolver a la política su responsabilidad. Habremos de pasar de la desafección hacia la política a su renovación. Al fin y al cabo es el mejor instrumento del que nos dotamos para organizar equitativamente la sociedad. A nivel regional, estatal e internacional o mundial.
También, y aunque sea más difícil, en la búsqueda de esta realización humana universal no ha de caber el olvido de los victimarios, de quienes causaron injusticia. También en su fondo hay una persona a la que hemos de rehabilitar en justicia, con todas las condiciones necesarias, para que pueda volver a ser sujeto responsable y ético.
Y la fe cristiana, ¿qué aporta?
Si decimos que la compasión es una experiencia universal de la que somos capaces todas las personas, ¿para qué haría falta la fe? Pues el cristianismo dice que sí es necesaria. La filosofía materialista de la Escuela de Frankfurt no fue capaz de tener en cuenta a Dios, porque le daba ausente ante tantas montañas de víctimas. Pero ¡ojo!, que sea materialista no significa que no fuese transcendente.
Materialista solo se opone a idealista, por eso, reflexiona con los pies en la tierra y bien pegada a la historia real y concreta. Por eso también era consciente de la necesidad de una justicia mayor, imposible de alcanzar en la historia. Aunque se hubiese reparado la situación de muchas víctimas, siempre les quedarán irreparables cicatrices existenciales. Y además quedan pendientes de reparación las víctimas a las que no se pudo restaurar. Por eso, abogan por un «anhelo» de «justicia absoluta».
Esa «justicia absoluta» histórica y escatológica es el Dios cristiano. El cristianismo es memoria de Jesús. No solo recuerdo, sino anamnesis, presencia de su pasión y de su resurrección. De su vida compasiva y restaurativa con los excluidos y de su propia restauración por el Padre tras su crucifixión.
Jesús no se murió, lo mataron. Fue crucificado por hacerse compasivo, por querer hacer el mundo más humano. Es imposible estar con los crucificados y no verse un día «crucificado». Llevar la cruz no es buscar «cruces», sino aceptar la crucifixión que nos llegará si seguimos los pasos de Jesús. Así de claro.
Pero es también resurrección. Dios le da la razón a Jesús. Dios le hace el Viviente porque dio su vida para que todas las personas tengamos vida; todas, empezando por las últimas, las que menos vida tienen, aquellas que se ven excluidas de las posibilidades de realizar su vida humanamente.
La compasión viene a ser el culmen de realización humana histórica y a la vez el culmen del encuentro con el Dios cristiano, porque Él es compasión. De este modo, la compasión se erige en principio ético universal, y también en principio teológico y pastoral.
Aquí vivimos
La fe cristiana no produce una evasión de la realidad. Tantas personas no creyentes rechazan un tipo de Dios que resolverá la situación «después», en un «más allá», cuando ya no haga falta. También hay creyentes (¡ay!) que piensan que, dado que todo se resolverá bien en la plenitud de la vida en presencia de Dios, no es necesario involucrarse en la historia para transformarla humanamente, para hacerla más humanizadora.
Gran error. Precisamente una de las originalidades de la fe cristiana es lo que confesamos como la encarnación de Dios. Ninguna otra religión profesa este contenido de nuestra fe. Frente a otras cosmovisiones religiosas mitológicas y gnósticas, lo que expresamos confesando la encarnación de Dios en Jesús significa que Dios mismo ha asumido nuestra condición humana y nuestra situación histórica. Ha nacido en la carne y en el tiempo para enseñarnos a vivir «aquí, ahora y con estas personas» al estilo de Dios, como Él quiere. Y ese estilo es ser humanos. Dios ha nacido humano para enseñarnos a ser humanos.
La fe cristiana lejos de evadirnos de la historia concreta nos sumerge en ella para transformarla y hacer de la humanidad entera una familia de hermanos y hermanas que nos queremos y nos construimos. Y esto afecta a la Iglesia porque esa es nuestra misión.
Por ello la Iglesia ha de hacerse bien humana. Nuestra condición cristiana nos ha de empujar a ser Iglesia compasiva con las víctimas. Han de ser nuestro centro de atención y nuestro centro de acción. La Iglesia de Cristo ha de ser «excéntrica», no puede estar centrada en sí misma sino centrada en quienes malviven en las periferias sociales y existenciales.
De este modo, además de ser más fiel a su Fundamento, será también más relevante para la sociedad. Muchas veces nos lamentamos de la irrelevancia e insignificancia que hoy la Iglesia tiene para la sociedad. En la medida que la hagamos más compasiva será más valiosa para la humanidad. Sin duda.
También la compasión ha de repercutir en la inteligencia de la fe, en la reflexión razonable acerca de la fe. La teología es el ministerio eclesial que nos ayuda a comprender más adecuadamente la fe para vivirla más acertadamente. Pues nuestra teología en clave compasiva dejará de ser una reflexión idealista acerca de lucubraciones ontológicas y se tornará en una teología útil, capaz de hacernos comprender mejor nuestra fe y que nos mueva a seguir construyendo el Reino de Dios en la historia como lo inició Jesús de Nazaret. Esta reflexión desde la fe será más luminosa en la medida en que se sitúe desde las víctimas, con ellas.
La compasión constituye a la Iglesia
Si la compasión ha sido practicada y desvelada plenamente en Jesús, que es el fundamento de la Iglesia, así habremos de ser su Iglesia. Cada miembro personalmente, pero también ella en sí, como cuerpo de Cristo, en sus instituciones y en los departamentos y las delegaciones que sirven para animar las cuatro dimensiones de la evangelización: la didaskalía (catequesis y formación), la diakonía (servicio y acción social), la leitourguía (celebración y sacramentos) y la koinonía (comunión y corresponsabilidad).
La parábola del samaritano ha trazado con nitidez las actitudes y el método. A riesgo de repetirme, resumo: hemos de transitar por los caminos de la vida, no sirve de nada quedarse confortablemente esperando. Hemos de ser conscientes de que existen muchas víctimas y victimarios. No hemos de identificar a otras personas por su heterodoxia, sino por su compasión. Hemos de capacitarnos para ver con lucidez, haciendo análisis de la realidad; y tener claro que es necesario detener nuestro rumbo y aproximarnos a las personas injustamente sufrientes. Solo entonces se propicia la experiencia compasiva; también en esta «aprojimación» hemos de cultivarnos. Desde ahí, es posible cambiar de rumbo y practicar la misericordia permanente a la vez que la búsqueda de mayor justicia social. En este ejercicio alcanzamos plenitud humana, para ahora y para siempre. Así lo quiere Dios, dice Jesús.
¿Qué identidad tiene una Iglesia «constitutivamente» compasiva? ¿Cómo es? ¿Cómo sería? ¿Cómo será? ¿Y cómo es –o hubiera de ser– su praxis pastoral compasiva? Algunas pistas sugiero en esta obra. Y podemos y debemos suscitar más, y ponerlas en práctica.
Estas cosas he descubierto y expongo en El principio compasión. Si deseas entrar en él –que nos vendrá muy bien a todos– me encantará que hagas una lectura crítica, por favor: Te agradeceré que me digas en qué me excedo y a dónde no alcanzo.
Excursus final
Voy a referirme ahora a dos realidades que nos están afectando muy directamente en la actualidad: Nuestra dimensión laboral y la pandemia. Como todo excursus, lo siguiente está «fuera del curso» del libro. No se mencionan explícitamente en él. La primera porque no entraba directamente en el objetivo de mi estudio cuando me puse a investigar y a reflexionar. La segunda porque aún no había ocurrido cuando se editó esta obra.
¿Qué aplicabilidad tiene esta obra al ambiente laboral? Podemos hacerla. Hay víctimas en el mundo laboral. Las primeras las que mueren en accidente de trabajo. 695 personas murieron en accidente laboral en España el año pasado. ¿No hay medidas de seguridad laboral para evitar la siniestralidad? ¿Por qué no las hay, si debe haberlas?
Y hay muchas más víctimas que no mueren físicamente pero son maltratadas en sus derechos laborales y expoliadas salarialmente, y eso las lleva a una muerte en vida, impedidas para poder realizarse humanamente mediante un empleo que ya para casi nadie es vocacional.
¿Dónde queda la memoria de «las luchas y los logros de la clase obrera»? ¿Qué programas políticos votamos que tengan en cuenta una mayor justicia en el ámbito laboral? ¿Cómo comprendemos que la justicia social forma parte de nuestra propia fe cristiana? ¿Qué estructuras transformamos? ¿Con qué personas y entidades extrañas compasivas nos implicamos los cristianos? ¿Y cómo animamos todas estas inevitables tareas dentro de la Iglesia y en medio de la sociedad?
Tampoco menciono en esta obra la enfermedad COVID-19 originada por el virus SARS-CoV-2 porque la escribí antes de producirse la pandemia. Pero también podemos leerla para situarnos y afrontar la crisis sanitaria, social y económica que tantas víctimas ha causado y causará.
Todo ese déficit en el que nos pilló la pandemia no fue casual sino causal. Tiene sus causas, como sabemos. El desmantelamiento y la privatización de los sistemas de salud, con la precarización laboral de todos sus trabajadores facilitaron la imposibilidad de contener mejor la difusión del virus. El necesario confinamiento y el parón productivo originaron una mayor dependencia asistencial impensable meses atrás, que no hubiese sido necesaria si cada cual hubiera seguido viviendo de sus justas rentas y coberturas inherentes al empleo.
Como dije antes, el virus puede ser un mal natural ante el que no tenemos responsabilidad pero los desajustes sanitarios, económicos y sociales son un mal estructural causado por el modelo de sociedad frágil y poco humano que nos hemos dado –y asumimos o toleramos– ante el que sí hemos de responder, dar respuesta, hacernos responsables. Mediante esta compasión eficaz. •
1 Algunos ejemplos de las diversas variantes de esta «ética entre iguales» son: ética dialógica (Apel, Habermas), ética neocontractualista (Rawls, Nozick), ética comunitarista (McIntyre, Taylor), ética de la contingencia (Vattimo, Rorty), ética «desde el otro» (Ricoeur, Lèvinas); en España: ética dialogal y democrática (Muguerza), ética mínima (Cortina), ética laica de virtudes públicas (Camps), ética constructivista y de desarrollo moral (Rubio), ética personalista y comunitaria social (Díaz).
Consiliario de la HOAC-Rioja y párroco en Logroño
Doctor en Teología Pastoral. Profesor de Teología en Madrid y en Vitoria
Autor de El principio compasión. Vivir desde una ética samaritana (PPC 2020)