La salud no es un negocio: el caso Torrejón destapa las grietas del modelo

La salud no es un negocio: el caso Torrejón destapa las grietas del modelo
FOTO | Eduardo Parra, vía Europa Press

Las grabaciones difundidas por El País han tenido el efecto de una bomba en un terreno que llevaba años mostrando señales de tensión. En ellas, el consejero delegado del grupo Ribera, Pablo Gallart, pide a sus directivos “desandar el camino” y elevar las listas de espera, seleccionar intervenciones “contributivas” y limitar la atención a pacientes que no resulten rentables.

Lo hace a las claras, convencido de que ajustar actividad, personal y procedimientos permitirá alcanzar un beneficio de “cuatro o cinco millones” de euros. Por primera vez, el funcionamiento interno de un hospital público gestionado por una concesionaria aparece expuesto con claridad: la lógica del mercado operando sobre un derecho esencial.

Es el propio Gallart quien afirma que “la elasticidad de la cuenta de resultados a la lista de espera es directa” y anima a su equipo a identificar “qué procesos no son contributivos para el EBITDA” –el indicador financiero que mide la rentabilidad operativa de una empresa–. En documentos internos aparece incluso la instrucción de no admitir a pacientes “no cápita” que requieran diálisis peritoneal. Un escándalo. La grabación revela un lenguaje de negocio aplicado a decisiones clínicas que determinan la vida cotidiana de miles de personas.

La empresa sostiene que estas palabras se han “malinterpretado fuera de contexto”, pero el contexto se ha ampliado en pocas horas: se ha conocido el despido de cuatro directivos que alertaron en el canal ético de una “vulneración de los derechos de los pacientes”, Ribera ha anunciado una auditoría “en profundidad”, y el propio CEO ha quedado apartado de la gestión diaria del hospital. La cadena de hechos sucesivos debilita el argumento de que todo se reduce a una confusión.

El impacto ha sido inmediato en lo político. Partidos de la oposición hablan de iniciar acciones legales y piden que la consejera de Sanidad explique cómo ha podido funcionar un hospital público bajo criterios que, según la ministra de Sanidad, Mónica García, “ponen el dinero por encima de las vidas”. La Comunidad de Madrid, por su parte, ha activado una inspección urgente, ha convocado a la dirección del centro y asegura que no tolerará prácticas que comprometan la igualdad en el acceso a la asistencia.

“La forma de actuar del Hospital de Torrejón de Ardoz es absolutamente indecente”, denunciaba Paloma López, secretaria general de CCOO de Madrid. Sus palabras conectan con una preocupación: los riesgos de un modelo donde los incentivos económicos no siempre coinciden con las necesidades de la población a la que se sirve. “La salud de los madrileños y madrileñas no puede ser un negocio”, añade la sindicalista.

El modelo de concesión sanitaria –heredero del conocido modelo Alzira por su origen en esta localidad en tiempos del gobierno conservador de Eduardo Zaplana– vuelve así al centro del debate. Se presenta como un esquema eficiente, capaz de introducir flexibilidad en la gestión pública. Pero el caso Torrejón muestra su lado más problemático: la posibilidad de que la rentabilidad se convierta en un criterio capaz de modificar la priorización de procedimientos, el ritmo de intervenciones o la admisión de pacientes. Que esta “tensión” haya estallado en un hospital público cuyos pacientes desconocen los entresijos contractuales subraya la dimensión social del asunto.

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En los pasillos del propio hospital, donde profesionales y pacientes conviven diariamente con la presión asistencial, la pregunta toma forma con naturalidad: ¿qué ocurre cuando los tiempos clínicos y los tiempos del negocio se miden con relojes diferentes? Hasta ahora, las sospechas habían sido difíciles de documentar. Las grabaciones de Gallart, los despidos posteriores y la auditoría anunciada por la empresa dibujan un escenario que ya no puede abordarse como una cuestión aislada.

Este caso abre un interrogante mayor que trasciende a Torrejón. Obliga a mirar la gestión sanitaria con ojos más exigentes, a examinar cómo funcionan realmente los mecanismos de control público y qué garantías protegen a quienes trabajan y a quienes son atendidos en hospitales con modelos híbridos. También interpela a la ciudadanía: ¿qué implica que un hospital público pueda condicionar su actividad según la rentabilidad de cada proceso?

“No es que vean pacientes: ven clientes”, resume bien este paradigma y sitúa el riesgo latente este modelo. Donde la sanidad pública coloca derechos, el mercado coloca segmentos. Donde la asistencia pone personas, la lógica de este modelo tiende a ver unidades de coste.

La crisis de Torrejón está lejos de cerrarse. La auditoría y la presión política abren una vía de clarificación. Pero lo que sí ha cambiado es la percepción social: la idea de que la sanidad es un territorio inmune a la lógica del beneficio se ha resquebrajado, abre una enorme grieta.

En el fondo, la cuestión que emerge no es nueva, pero hoy suena con más fuerza: cuando la salud entra en el mercado, ¿quién protege la dignidad de quienes dependen de ella? Aquí, como en tantos otros ámbitos, las grabaciones de Torrejón recuerdan que hay líneas que no pueden cruzarse sin poner en riesgo la esencia misma de lo público y la vida de las personas.

Y una de ellas, quizá la más evidente, es esta: la salud pública no es un negocio.