Tejer la vida, entrelazar las vidas

Cuando una participa por primera vez en un congreso como el de presentación del IX Informe FOESSA, espera encontrar análisis técnicos, cifras y tablas. Pero lo que encontré allí se parecía más a un gran telar social, extendido ante nuestros ojos.
Un telar donde algunos hilos resisten tensos, otros se han desgastado por el roce, muchos se sostienen gracias a nudos improvisados… y demasiados aparecen directamente rotos.
La exclusión social en España no se comprendía como un suceso puntual, sino como un tejido desigual que condiciona la vida de millones de personas. En ese telar, cada intervención del congreso señalaba un modo distinto en que el tejido se rasga.
Raúl Flores lo expresó con claridad: “No fallan las personas, falla el sistema”. No son los hilos los que se niegan a tejerse, sino la estructura del propio telar la que deja fuera a quienes más necesitan sostén.
Y así, entre las voces, se revelaba una idea que atraviesa todo el informe: no basta remendar, no basta reforzar aquí y allá; es necesario repensar el modo mismo de tejer nuestra sociedad, quién hace los nudos, quién carga con los cuidados, quién sostiene los hilos invisibles, quién queda atrapado entre los huecos.
La propuesta es clara, caminar hacia el biencuidar, donde la vida común se sitúe en el centro.
La palabra cuidado atravesó el congreso como un hilo rojo. Joan Tronto la elevó a categoría política: El cuidado es una necesidad para la justicia social.
No puede haber justicia mientras los cuidados sigan siendo invisibles, feminizados, no remunerados y relegados a los rincones privados de las casas que muchas mujeres jóvenes ya no pueden abandonar porque la vivienda (como recuerda el informe) es demasiado cara, demasiado inestable, demasiado injusta
La corresponsabilidad no es solo una cuestión doméstica, sino un deber estructural: del Estado, de las empresas, de la comunidad. Lo cual enlaza claramente con la Doctrina Social de la Iglesia, se trata de desarrollar el principio de subsidiariedad, es decir, fortalecer a cada nivel social para que pueda responder con autonomía y justicia, sin descargar en las personas lo que deben garantizar las instituciones ni permitir que el Estado anule la iniciativa comunitaria.
En este entramado, la crisis de vivienda dejó de ser un dato para convertirse en una herida abierta. Los precios expulsan, los alquileres devoran los ingresos, los desahucios continúan, y la emancipación se convierte en un privilegio.
La vivienda no es solo techo; condiciona el proyecto vital, la estabilidad emocional, las relaciones de cuidado, la participación comunitaria. Un derecho convertido en ficción, que afecta a la sociedad en su conjunto, pero en especial nos afecta a la juventud.
Me quedo también con una llamada de Imanol Zubero: evaluar la realidad desde la militancia. Nos habló de la necesidad de un cambio profundo del sistema, que es, capitalista, colonial y patriarcal, y de asumir incluso la posibilidad de su fin.
Preguntó en voz alta: ¿Cómo viviríamos en el mundo el día siguiente de la revolución? No como un juego de imaginación, sino como un ejercicio político serio, si no podemos imaginarlo, difícilmente podremos construirlo.
Una revolución que no tiene por qué nacer en grandes gestos, sino de interrumpir nuestros privilegios y ponerlos al servicio de quienes no los tienen. Dos propuestas se levantan como brújulas ante la crisis: el ecofeminismo y la espiritualidad. No se trata simplemente de reformular la economía, sino de replantear los valores que orientan nuestra sociedad.
El ecofeminismo nos recuerda que la injusticia hacia la naturaleza y la opresión de las mujeres están profundamente entrelazadas: las mismas lógicas que explotan los cuerpos femeninos y desprecian los cuidados invisibles son las que destruyen la tierra y los ecosistemas.
Reconocer esta interdependencia nos obliga a medir no solo el PIB, sino aquello que sostiene la vida: el trabajo de cuidado, los vínculos comunitarios, el tiempo de escucha, los espacios de regeneración ambiental, la tierra cultivada y respetada.
Una economía que no empiece por la pregunta ¿cuánto produce?, sino ¿cómo cuida?
La espiritualidad, en el sentido que plantea el informe, creo que aporta otra mirada complementaria: nos enseña a considerar lo cotidiano como sagrado, a entender que las relaciones humanas y con el entorno no son meros recursos, sino fundamentos de la vida social y ética.
Una espiritualidad encarnada nos permite percibir la interdependencia, valorar la reciprocidad y cuidar de lo frágil con atención y gratitud. Así, los cuidados, la tierra, los vínculos y la comunidad no son extras opcionales, sino pilares invisibles sin los cuales cualquier estructura social colapsa.
La experiencia de las mujeres, ese hilo morado del telar, también atravesó el congreso. Amaia González puso nombre a la vivencia de muchas mujeres, la economía machista de la credibilidad, donde las experiencias de las mujeres (especialmente de las más precarias, jóvenes, migrantes o racializadas) siguen siendo cuestionadas, relativizadas o directamente ignoradas.
Debemos restituir los cuidados en el centro con una mirada verdaderamente interseccional: sin jerarquías entre vidas, sin invisibilizar a quienes sostienen en silencio
Remedios Zafra puso el fin. Ella sabe nombrar lo invisible y lo cotidiano como si fueran poesía política. Propuso el “malestar bueno”, ese malestar que nos obliga a detenernos, a mirar de nuevo y de verdad, a darnos cuenta de que muchas personas excluidas están a nuestro lado y no las vemos.
“¿No lo veis?”, preguntó.
Y en su pregunta había denuncia profética y ternura.
La esperanza –dijo– no se encuentra en discursos abstractos, sino en la sombra de la cotidianidad, en gestos pequeños donde se reconstruye el lazo comunitario y la empatía necesaria.
Un paréntesis pastoral: el milagro de lo relacional. El congreso me recordó que la integración social no nace solo de políticas públicas —aunque las necesitamos con urgencia— sino del milagro cotidiano de los vínculos: Del vecino que sonríe. De la amiga que pregunta. De la comunidad que no deja caer. Del movimiento que acompaña y ayuda a crecer.
Ahí, en ese territorio humilde y frágil, se hace carne el Evangelio: en la opción por los últimos, en la mesa compartida, en la ternura como forma de justicia. La vida se reconstruye en red.
Salí del congreso con una mezcla extraña de desasosiego y esperanza. Duele reconocer la crudeza del diagnóstico: la fractura social, la violencia silenciosa de la desigualdad, la vivienda imposible, la carga invisible que soportan tantas mujeres, la precariedad que amenaza la dignidad.
Pero también encendió certezas: la resistencia existe, la corresponsabilidad es posible, la militancia transforma, el cuidado es político y la esperanza se cultiva en comunidad. Me quedo con una doble llamada: actuar en lo pequeño y en lo estructural.
Cuidar y reclamar. Acompañar y denunciar. Construir barrio y exigir derechos. Compartir techo y reivindicar vivienda. Hacer comunidad y soñar revolución.
Y en medio de todo, siento que este es nuestro desafío, volver a tejer el telar común: recomponer los hilos rotos por la desigualdad, reforzar los nudos debilitados por la precariedad, visibilizar los hilos invisibles de los cuidados y entrelazar otros nuevos desde la comunidad, la justicia y la dignidad.
Un telar donde ninguna persona quede relegada a los bordes, donde cada hilo encuentre su lugar en la telaraña común, donde la vida se sostenga de forma compartida y la esperanza se vuelva trama y no remiendo.
Porque, al final, la realidad que es no tiene por qué ser la realidad que será.

Militante de la Juventud Obrera Cristiana (JOC) y estudiante de Sociología



