Toledo desahucia a un niño de cuatro años: abrir los ojos, abrir el corazón

Hace unos días, Toledo fue escenario de un desahucio que nunca debería haberse producido. Una madre sola, víctima de una estafa inmobiliaria, y su hijo de tan solo cuatro años fueron expulsados de su hogar en el barrio de Santa Bárbara. Sin alternativa, sin rojo, sin justicia.
El niño repetía una y otra vez las palabras más inocentes y más demoledoras: “mi casa”. Eso era lo que defendía. Su espacio, su arraigo, su refugio. Pero no hubo refugio. Lo perdí.
La madre no era una okupa, como algunos han querido simplificar. Era una mujer engañada, que pagó lo que creía un alquiler legítimo. Quiso regularizar su situación, pero el sistema, lejos de ampararla, la empujó. Se activó el desalojo sin matices ni protección. Y al etiquetarla injustamente, también se deshumanizó su sufrimiento.
Conozco a esta madre. Conozco a su hijo. Camino junto a ellos. Escucho sus miedos, sus silencios, sus preguntas sin respuesta. He compartido con ellos la angustia de no saber qué pasará mañana, la impotencia ante un sistema que no mira a los ojos, que trata con expedientes lo que son vidas. Por eso estas palabras no nacen de la distancia ni del juicio cómodo. Nacen del acompañamiento, de la cercanía, de haber estado ahí cuando muchos ya no estaban.
Y precisamente por haberles conocido, por haber visto su dignidad, su ternura, su resistencia cotidiana, es por lo que estas líneas son también una denuncia. Porque nadie que haya mirado de frente el sufrimiento de una madre que solo quiere un lugar seguro para su hijo puede aceptar en silencio su desahucio. Porque acompañar no puede quedarse en consolar: exige también nombrar la injusticia, señalar los fallos del sistema y luchar por una ciudad que no abandone a los suyos.
Este no es un caso aislado. Es el reflejo de un modelo que muchas veces antepone el cumplimiento frío de la norma a la justicia social. Un modelo que protege más los muros que las personas. Y lo más alarmante: ni las instituciones ni la comunidad organizada estuvieron a la altura.
En el barrio, la red vecinal no acompañó. El movimiento vecinal de Santa Bárbara, que tanto ha trabajado por lo comunitario, no estuvo presente. Y es ahí donde nos preguntamos: ¿de qué sirve hablar de tejido social si no se activa ante una injusticia flagrante?
¿De qué sirve un Plan de Infancia municipal si no es capaz de impedir que un niño de cuatro años sea arrojado a la calle?
La ciudad de Toledo presume de ser Ciudad Amiga de la Infancia, pero ¿puede una ciudad que desahucia a menores de edad seguir ostentando ese título sin hacerse preguntas profundas?
Hemos normalizado lo inaceptable. Ya no nos sorprende el desahucio. Ya no duele ver llorar a una criatura por perder su hogar. Hemos dejado de reaccionar. Y cuando eso ocurre, es la conciencia colectiva la que empieza a romperse.
La historia nos enseña que muchas injusticias fueron legales. Fue legal dejar morir de frío a las mujeres pobres. Hemos legalizado la guerra, el despojo, la desigualdad. Y, sin embargo, ninguna de esas legalidades fue justa. Por eso, cuando lo legal contradice la justicia, es urgente revisar el alma de las leyes. Y alzar la voz.
También desde la fe. Porque creemos en un Dios que se pone del lado de los pequeños, que se indigna ante el sufrimiento del inocente, que clama cuando el pobre es expulsado. Jesús fue claro: “Tuve hambre y me disteis de comer; fui forastero y me acogisteis”. El Evangelio no se puede vivir al margen del dolor del pueblo.
La espiritualidad cristiana es profundamente social y profundamente comprometida con la justicia. Para despertar. Por eso escribe estas líneas: con la esperanza de que esta historia no se repita.
Escribo con el deseo de que abramos los ojos, pero también el corazón. Con la certeza de que aún estamos a tiempo de construir una sociedad distinta. Una en la que ningún niño tenga que llorar por perder su hogar. Una en la que ninguna madre vuelva a enfrentarse sola a una injusticia. Una en la que la ley protege a los vulnerables antes que a las cifras.
La esperanza no es ingenio. Es la convicción de que hay otra manera. Y que depende de nosotras y nosotros empujadla con compromiso, ternura y organización. Para que nunca más, en esta ciudad o en cualquier otra, el llanto de un niño desahuciado se pierda en el silencio.

Impulsando el Evangelio. Comprometido con la Pastoral Penitenciaria. Activista en la Pastoral del Trabajo de Toledo, defendiendo dignidad y derechos laborales