Botellas rotas

Al llegar al trabajo cuando todavía amanecía, me fijé en una furgoneta de reparto mal estacionada con las puertas abiertas. A menudo veo este tipo de vehículos a toda velocidad, acelerando de golpe, frenando al límite, colándose en cada hueco. El interior de esta estaba repleto de cajas hasta el techo.
Daba la impresión de que el conductor acababa también de iniciar su ruta diaria y pensé que sería el primer punto de una larga cadena de entregas a contrarreloj. El repartidor, enfundado en su vestimenta con elementos reflectantes y cargando un carrito amarillo, se movía rápido, probablemente apurado por cumplir la hoja de servicios de ese día.
De pronto, en cuestión de medio segundo, una de cajas, tal vez mal apiladas por las prisas para arrancar cuanto antes, se venció y cayó al suelo.
Algunas de las botellas de cristal que contenía se rompieron. El sonido del cristal al quebrarse contra el asfalto, en medio del creciente ruido del tráfico de las calles de alrededor y de los pasos veloces de los trabajadores en dirección a sus oficinas, se clavó en mi mente, en una sacudida que me puso en alerta y disparó mis pensamientos.
Las botellas podían haberse caído encima del trabajador, los cristales podían haber saltado a su cuerpo. Igual que se rompieron esas botellas, podía haberse roto él. La diferencia entre lo que podía haber pasado y lo que pasó apenas fueron unos centímetros.
Me pregunté en qué condiciones estaría trabajando ese hombre, cuánta presión tiene que aguantar, cuál es la exigencia que le imponen cada jornada. ¿En qué medida le influye para tener que ir de aquí para allá, acelerando y frenando, abriendo y cerrando, cargando y descargando, mirando al frente y a las indicaciones de su hoja de servicio?
Ya puestos, ¿le harán pagar las botellas rotas?, ¿le habrían dejado ir al médico de haber sufrido un percance?, ¿les importará más la mercancía perdida que la salud de su empleado?
No pude evitar recordar cuando trabajaba en una cocina colectiva en el comedor de un colegio, rodeada de un agobio espeso, siempre a la carrera, recibiendo indicaciones y pedidos sin descanso.
Me sentía una pieza más del engranaje empresarial, donde si produces el triple sin quejarte, mejor para la cuenta de resultados, donde si algo te pasa, simplemente te reemplazan y te echan a un lado, como esa botella que se estrelló esta mañana. Frágil y transparente a las miradas ajenas.
Hoy tengo otro empleo, no es el más lucrativo del mundo, ni ningún negocio con facturas millonarias, pero cada jornada me ofrece algo que el dinero no puede comprar y que no aparece en las ofertas de trabajo.
Me veo como persona y no como un recurso más, puedo relacionarme con los demás desde el respeto y el reconocimiento mutuo. Hay sitio para la amabilidad, para los afectos y para estar pendiente de los ritmos personales y valorar el esfuerzo de cada tarea.
A veces una caja vencida ayuda a descubrir lo que de verdad importa y te lleva a cuestionarte dónde queda la salud de la persona cuando lo único que se mira es la rentabilidad, la productividad, la velocidad y alcanzar los objetivos empresariales.
¿Cuánto más puede trabajar una persona al límite? ¿Por qué la dignidad de la persona que trabaja parece un lujo en vez de un derecho?

Trabajadora administrativa