Ni sombra, ni descanso, ni derechos

Ni sombra, ni descanso, ni derechos
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Cada verano, cuando el termómetro supera los 40 grados, reaparecen titulares que anuncian muertes por golpes de calor, colapsos de trabajadores expuestos a temperaturas extremas o informes sobre los riesgos laborales en un clima cada vez más agresivo. Y, sin embargo, seguimos nombrando estas tragedias como si fueran fenómenos naturales, inevitables, como si el calor fuera una especie de destino meteorológico ante el que no cabe más que resignación. Pero la verdad, por más incómoda que sea, es otra: el calor no mata. Lo que mata es la pobreza, la precariedad, la falta de protección, la desidia política, la impunidad empresarial y, sobre todo, una sociedad que acepta que las vidas de los pobres valen menos.

En 2024, más de 300.000 personas en España trabajaron expuestas a estrés térmico extremo. Agricultores, peones de la construcción, personal de limpieza, trabajadoras del hogar, repartidores, feriantes, operarios de cocina, temporeros, personal de mantenimiento urbano… Ninguno de estos oficios es nuevo. Lo que sí es nuevo, aunque previsible, es el aumento sostenido de las temperaturas y la incapacidad del sistema laboral para responder de forma justa y efectiva. Lo que no es nuevo, pero sigue siendo insoportable, es que las víctimas de estas condiciones extremas suelen ser siempre las mismas: personas en situación de pobreza o exclusión social, migrantes, trabajadores sin contrato, mujeres invisibles en la economía sumergida.

No se desmayan los directores de operaciones. No sufren agotamiento térmico los que deciden desde oficinas climatizadas los tiempos de entrega o los plazos de ejecución. Son los cuerpos vulnerables, los de abajo, los que pagan con sudor, salud y, en ocasiones, con la vida, el precio de un modelo económico que sigue valorando más la productividad que la dignidad humana. Y eso no es un accidente: es una estructura de pecado, una injusticia sistémica.

La Doctrina Social de la Iglesia, a menudo silenciada o malinterpretada en los espacios de poder, es clara y contundente. Desde Rerum novarum hasta Fratelli tutti, pasando por Laborem exercens y Laudato si’, el trabajo es mucho más que un medio de subsistencia: es un espacio de realización, de comunión, de creatividad, de participación en el bien común. El trabajo digno es un derecho, no un privilegio. No hay verdadera justicia sin trabajo decente. No hay verdadera paz social sin que el trabajo esté al servicio de la vida y no al revés. Como recuerda el papa Francisco, esta economía mata, y lo hace precisamente en estos cuerpos exhaustos que cada verano sucumben bajo el sol, sin agua, sin sombra y sin derechos.

Hablar del trabajo bajo calor extremo es hablar de la punta de un iceberg brutal: la degradación del trabajo humano. La transformación del empleo en una mercancía, la precarización de los oficios esenciales, la normalización de la inseguridad laboral. Porque lo que ocurre en verano, cuando el sol se vuelve enemigo, es solo el síntoma más visible de una enfermedad más profunda: la indiferencia estructural hacia quienes sostienen el país desde los márgenes.

Frente a esta realidad, no basta con lamentos. No basta con informes técnicos, ni con recomendaciones preventivas que nadie controla. Hace falta una acción política decidida. Una política que deje de responder tarde y mal, que no se conforme con protocolos ambiguos, que no siga tolerando que haya empresas que manden a sus empleados a trabajar al aire libre con 42 grados como si fuera un día cualquiera. Es necesario legislar con valentía. Prohibir, sin ambigüedad, el trabajo en exterior por encima de ciertos umbrales térmicos. Exigir planes de prevención reales, efectivos, obligatorios. Sancionar con firmeza. Dotar de medios a la Inspección de Trabajo. Blindar el derecho a parar sin temor a represalias. Y, sobre todo, reconocer que el problema no es el clima: es el sistema.

Porque el calor no mata en abstracto. Mata cuando la vulnerabilidad laboral se encuentra con la violencia climática y no hay mecanismos de protección suficientes. Mata cuando los derechos son papel mojado. Mata cuando las decisiones políticas priorizan los intereses económicos antes que el cuidado de las personas. Mata cuando se acepta que ciertos cuerpos, los migrantes, los pobres, las mujeres racializadas, los trabajadores informales, no importan lo suficiente como para garantizarles condiciones de vida seguras.

No se trata solo de un debate laboral. Se trata de una cuestión moral, espiritual, profundamente humana. Cada vez que permitimos que alguien trabaje bajo el sol sin descanso, sin sombra, sin agua, con un contrato precario o sin contrato alguno, estamos aceptando una forma moderna de esclavitud. Estamos consintiendo que el cuerpo de los pobres siga siendo la materia prima del capital. Estamos renunciando a la justicia. Estamos crucificando, otra vez, a los de siempre.

Y esto interpela también a las Iglesias, a las comunidades de fe, a los movimientos sociales, a los sindicatos, a los medios de comunicación. No es suficiente hablar del Evangelio sin denunciar los mecanismos concretos que matan la dignidad humana. No se puede anunciar la buena noticia de Jesús y al mismo tiempo callar ante la explotación de quienes limpian nuestras casas, recogen nuestros alimentos o asfaltan nuestras calles. Si el Reino de Dios está realmente en medio de nosotros, no puede haber espacio para la tibieza ante el sufrimiento causado por la injusticia.

Necesitamos, como sociedad, un giro radical. Una nueva cultura del trabajo. Un nuevo contrato social. Una política laboral que ponga la vida en el centro. No basta con gestionar el riesgo. Hay que erradicar las condiciones que lo hacen inevitable. No se trata de adaptar al trabajador al calor. Se trata de adaptar el sistema laboral a la dignidad del trabajador. Y eso implica cambiar horarios, reorganizar tareas, redistribuir responsabilidades, asumir costes. Porque la dignidad no es negociable. No puede depender del margen de beneficio ni del calendario de producción.

Lo decente no es solo lo legal. Lo decente es lo que respeta, protege, cuida y honra el valor irrepetible de cada ser humano. Lo decente es que nadie muera por trabajar. Lo decente es que el trabajo, como dice la Doctrina Social de la Iglesia, sea siempre para la persona y no la persona para el trabajo.

Que nadie se engañe: esto no es una emergencia estacional. Es una emergencia social, política, ética y espiritual. Y si no la enfrentamos con coraje, con verdad y con acciones concretas, estaremos condenando a miles de personas cada año a sufrir, enfermar o morir por el simple hecho de haber querido ganarse la vida.

La pregunta es directa y urgente: ¿cuántos muertos más necesitamos para reaccionar?, ¿cuántos cuerpos bajo el sol hacen falta para que el trabajo vuelva a ser lo que debe ser: un camino de vida y no de muerte?

No es el calor lo que mata. Es el sistema. Y es el momento de cambiarlo.