El cayuco como ataúd flotante: el naufragio moral de Europa

El cayuco como ataúd flotante: el naufragio moral de Europa

El cayuco no es un barco. Es una tumba de madera, un ataúd colectivo, una trampa que flota y tiembla. Huele a sal, a gasolina, a vómito y a desesperación. Su sonido no es el de un motor: es un grito ahogado, una súplica convertida en ruido. Dentro, no hay turistas ni mercancías: hay cuerpos humanos apretados como carga, miradas sin suelo ni horizonte, manos aferradas a la nada. El cayuco no navega. Resiste. Hasta que se rompe. Y cuando se rompe, rompe también nuestra conciencia.

Pero Europa no escucha ese crujido. Lo transforma en cifras, en estadísticas, en titulares asépticos. Habla de “oleadas”, de “crisis”, de “avalancha”. Lo deshumaniza todo para que duela menos, para que se olvide rápido, para que nadie se pregunte por qué una niña tiene que morir atrapada entre maderas podridas mientras intenta alcanzar una costa donde no la esperan.

El último naufragio frente a El Hierro no es un hecho aislado. Es parte de un patrón. Y ese patrón no es meteorológico. Es político.

La frontera como forma de violencia institucionalizada

Lo que se está ejecutando en las fronteras de Europa no es otra cosa que una política de muerte. Una necropolítica planificada, presupuestada y externalizada. A miles de kilómetros de nuestras casas se firman acuerdos de control migratorio que entregan a personas a gobiernos que torturan, esclavizan y matan. Se paga con dinero público a milicias y a regímenes autoritarios. Se entrena, se equipa, se delega la violencia. Y aquí, en el corazón del continente que se dice democrático y civilizado, se aprueban leyes que impiden regularizar, que dificultan el asilo, que niegan la acogida, que multiplican los muros.

Todo está diseñado para expulsar, para impedir, para invisibilizar.

Pero el resultado es visible. Tiene nombre, tiene rostro, tiene olor. Son los cuerpos descompuestos que llegan a las costas. Son las mujeres violadas en tránsito. Son los niños que mueren de sed en el desierto. Son las madres que dejan de respirar abrazando a sus hijas dentro de un cayuco volcado. Son los que no llegan. Los que no se cuentan. Los que desaparecen sin dejar huella. ¿Cuántos más serán necesarios para que Europa deje de llamarlo “tragedia” y empiece a llamarlo lo que es: crimen estructural?

El cayuco no es el problema. Es el espejo

Cuando un cayuco naufraga no deberíamos mirar el mar. Deberíamos mirarnos. Porque esa barca destrozada habla de quiénes somos como sociedad. Habla del tipo de economía que defendemos, de las fronteras que blindamos, de los privilegios que no queremos cuestionar. Habla de la distancia que hemos aceptado entre el norte y el sur. Habla de racismo. Habla de capitalismo global. Habla de indiferencia moral.

Y habla, sobre todo, de aporofobia: el odio estructural al pobre, al migrante pobre, al que no tiene nada más que su cuerpo y su desesperación para cruzar un océano. Porque no es lo mismo migrar con pasaporte europeo que hacerlo en una lancha desvencijada. No se rechaza la migración por sí misma: se rechaza la pobreza cuando se mueve. Se rechaza al pobre que busca dignidad. Esa es la hipocresía fundacional del modelo europeo.

La aporofobia explica por qué los medios suavizan las palabras cuando los migrantes son blancos o de clase media. Explica por qué hay acogida institucional para unos y silencio para otros. Explica por qué un pobre africano es criminalizado desde que pone un pie en tierra, mientras una élite corrupta del norte global puede saquear recursos sin que nadie lo cuestione. La aporofobia no es un prejuicio individual: es una ideología funcional al capitalismo, que convierte la pobreza en delito y la desigualdad en norma.

La dignidad humana no se negocia. Se defiende

Defender a las personas migrantes no es un acto de solidaridad. Es un acto de justicia. Y de autodefensa colectiva. Porque si permitimos que un sistema elija quién merece vivir y quién no, tarde o temprano ese criterio se volverá contra todos y todas. Hoy es el cayuco. Mañana puede ser el desahucio, la precariedad, la exclusión sanitaria, la violencia institucional en nuestros barrios. La frontera no está solo en el mar. Está también en las ciudades, en las escuelas, en los hospitales, en las oficinas de extranjería, en los discursos políticos. Y esa frontera no nos defiende: nos divide.

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Desde la Doctrina Social de la Iglesia hasta las luchas obreras históricas, existe un mandato ético ineludible: toda vida humana tiene dignidad. Y ninguna política es legítima si permite o tolera que alguien muera por ser pobre o por ser migrante.

Es hora de pasar de la indignación a la organización. Es hora de exigir rutas legales y seguras. Es hora de movilizarse por la regularización de todas las personas. Es hora de desmantelar Frontex, de romper los acuerdos de externalización, de cerrar los CIE, de construir una política migratoria basada en los derechos humanos y no en la represión.

No basta con llorar el mar. Hay que cambiarlo todo

Sí, necesitamos esperanza. Pero no una esperanza vacía, sino una esperanza activa, organizada, combativa. La que se construye en las redes de acogida, en los colectivos antirracistas, en los sindicatos que luchan por la igualdad de derechos, en las comunidades que dicen “ninguna persona es ilegal”.

Porque no hay neutralidad posible. Porque cada vez que una barca se hunde, algo se hunde también en nuestra civilización. Y porque nunca más deberíamos aceptar que un niño muera intentando vivir.

Que cada cayuco que llega nos recuerde que estamos a tiempo. A tiempo de elegir otro modelo. A tiempo de elegir la vida. A tiempo de desobedecer a la muerte. Pero que nadie se engañe: lo que falta no es compasión. Lo que falta es voluntad política.

Lo que muere en cada naufragio no es solo una persona. Es la promesa incumplida de los derechos humanos. Es la traición cotidiana a los tratados internacionales. Es la complicidad activa de quienes legislan para excluir, presupuestan para blindar, negocian con dictaduras, y luego se lavan las manos con minutos de silencio hipócritas. Europa tiene recursos, tiene infraestructuras, tiene conocimiento. Lo que no tiene, o no quiere tener, es la ética mínima para poner la vida por encima de sus intereses económicos y electorales.

Cada cuerpo recuperado del mar es una prueba material de un crimen de Estado. Y cada silencio institucional es una forma de encubrimiento. No estamos ante una emergencia humanitaria: estamos ante un régimen de exclusión sistemática que está dejando morir a los pobres porque son pobres. Y si no lo detenemos, será nuestra historia la que quede condenada.

¿De qué lado vas a estar cuando el mar te mire?

No podemos permitirnos vivir con esta impunidad emocional. No podemos seguir asumiendo que hay vidas prescindibles. No podemos seguir llamando “accidente” a lo que es política de muerte. O nos organizamos para cambiar esta barbarie o seremos cómplices por omisión. Este no es solo un problema del sur, ni de las fronteras: es una responsabilidad compartida que atraviesa nuestras conciencias, nuestros parlamentos, nuestras iglesias, nuestras escuelas, nuestras calles.

La historia nos juzgará, pero antes lo harán los ojos de quienes aún están por subir a un cayuco esta noche. Lo harán sus madres, sus hermanos, sus hijas. Y entonces tendremos que responder: ¿dónde estábamos cuando miles morían buscando vida? ¿Qué hicimos mientras flotaban los cuerpos? ¿Qué hicimos con nuestra libertad, con nuestra fe, con nuestras palabras, con nuestra capacidad de cambiar las cosas?

Que este mar, lleno de cadáveres, no sea la última frontera. Que sea el principio del fin de un sistema criminal. Y el comienzo de una movilización que no pare hasta que toda persona, venga de donde venga, tenga el mismo derecho a vivir con dignidad.