Como ser mena y no morir en el intento

Como ser mena y no morir en el intento
FOTO | Vía EFE

Mena, significa menores extranjeros no acompañados, solamente eso, es decir que proceden de otro país, que son menores de 18 años y vienen solos sin una persona adulta. Hay personas malintencionadas, carentes de información que utilizan este término de forma deshumanizada y criminalizando a un colectivo en situación de extrema vulnerabilidad, cuando son niños y niñas y adolescentes que están solos y solas, y expuestos a numerosos riesgos, solo basta conocerlos, mirarlos a los ojos y descubrir a la persona que hay dentro, sin ningún tipo de filtro ni prejuicio.

Por mi trabajo, me encuentro de vez en cuando con estos, cuando han dejado de ser técnicamente menores. Lejos de ver a uno más y dejar de sorprenderme por la experiencia acumulada, no dejo de sobrecogerme, de pararme ante sus caras, escuchar lo que me cuentan, ver a uno de nuestros hijos e hijas detrás de su imagen, podrían ser uno de ellos.

Esta misma semana, recibí una llamada de un centro de menores, uno de sus chicos cumplía los 18 al día siguiente y lo tenían que poner en la calle, así, sin más, Así, la mañana siguiente, a un chaval, Abdul, argelino, lo tenía delante de mí. Lo primero que le dije fue: “Feliz cumpleaños” y se sonrió, menudo cumpleaños, pensé yo; había pasado a las 00:00 horas de ese día a ser mayor de edad. Había salido hacía solo cinco días antes de su país, llegó en cayuco a nuestras costas, lo detuvo la Guardia Civil, lo llevó al centro de menores, y solo permaneció en él, tres días tras cumplir los 18 años. Tenía ante mí a un niño, lo veía indefenso, introvertido, tímido, triste… mientras lo miraba pensaba: pobre chaval, este es “carne cañón”.

Solo dos días después, me llega otro niño, este con 19 años, de Marruecos. Hassan tenía una sonrisa permanente en su cara, abierto, con ganas de comerse el mundo, pensé yo. Me cuenta que había estado 4 meses en el centro de estancia temporal para inmigrantes (CETI) de Melilla, era de Nador. Me decía que quería aprender el idioma, a pesar de que lo hablaba bastante bien, hacer cursos y buscar un “buen trabajo”, así, en ese orden. Mientras yo escribía lo que me decía, escuché: “Yo llegué nadando hasta Melilla”, levanté la mirada estupefacto, y me sigue contando que tardó siete horas. Le pregunte: pero ¿estaría el mar en calma, haría un buen día?; me contestó: “No, porque los días en calma está la Marina vigilando”. “Ya –le dije yo– pero claro, también es más peligroso los días que no está la Marina porque el mar está más alborotado”. Su respuesta fue: “Tienes que arriesgar, si quieres una vida mejor”.

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El mes pasado, un chaval de Mali, con 19 años, muy alto de estatura pero corto en expectativas, ya terminada la entrevista, le pregunté por sus padres, me dijo que en un ataque mataron a su padre, su madre perdió una pierna y se había quedado allí con su hermana menor.

Esta es la diferencia entre hablar de forma generalizada, de lo que otros cuentan, de quedarnos solo en los números y no en los nombres de cada uno, en mirarles a la cara, conocer su realidad, su historia, sus vidas. Cuando esto sucede, todo te cambia y las palabras se vuelven huecas y vacías.