El grito silenciado de las familias trabajadoras

En una sociedad que presume de modernidad, democracia y crecimiento económico, el hecho de que millones de personas trabajen sin poder vivir con dignidad debería considerarse una catástrofe ética, una emergencia política y una prioridad absoluta. Y, sin embargo, no lo es. En la España de hoy, tener un empleo ya no es garantía de derechos, ni de seguridad vital, ni mucho menos de protección para la infancia. En demasiados casos, trabajar es simplemente una forma lenta y legal de empobrecerse. Y esto no es una desgracia individual: es una injusticia estructural que revela el verdadero rostro del modelo económico que nos gobierna.
El reciente informe de Save the Children, centrado en la pobreza laboral en hogares con niños y niñas, confirma con datos lo que tantas organizaciones sociales y entidades de Iglesia llevan años denunciando: el trabajo ha dejado de garantizar una vida digna. El 17,1% de los hogares con menores a cargo está en situación de pobreza pese a tener ingresos laborales. Se trata de familias que cumplen con todo lo que se les exige (trabajan, pagan impuestos, cuidan, educan, sostienen la sociedad) y, aun así, no pueden llegar a fin de mes, ni cubrir gastos básicos, ni garantizar a sus hijos una infancia segura, saludable y libre.
Este no es un fenómeno marginal ni un fallo del sistema: es el funcionamiento normalizado de una economía que ha desplazado a la persona del centro y que sacrifica derechos bajo la lógica de la rentabilidad. Y lo más doloroso de esta realidad es que sus principales víctimas no son quienes firman los contratos, sino los niños y niñas que viven en hogares empobrecidos por la precariedad. Infancias condenadas a crecer sin oportunidades, sin recursos y sin futuro por culpa de decisiones políticas que han priorizado los equilibrios macroeconómicos sobre el bien común. El trabajo ya no dignifica cuando empobrece. Y el Estado deja de cumplir su misión cuando abandona a quienes lo sostienen desde abajo.
Desde la Doctrina Social de la Iglesia, esta situación representa una herida profunda en el tejido moral de la sociedad. El trabajo no es solo una fuente de ingresos: es una vocación humana, una forma de participación en la obra creadora de Dios, una expresión concreta de dignidad personal. Tal como recoge el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, el trabajo tiene un valor y “se registra cada vez con mayor amplitud la exigencia de modelos de desarrollo que no prevean sólo de elevar a todos los pueblos al nivel del que gozan hoy los países más ricos, sino de fundar sobre el trabajo solidario una vida más digna, hacer crecer efectivamente la dignidad y la creatividad de toda persona” (CDSI, 373). Cuando las condiciones laborales impiden esa realización, cuando degradan en lugar de liberar, cuando empobrecen en lugar de proteger, estamos ante una estructura de pecado que exige ser transformada.
La Iglesia por el Trabajo Decente, en su compromiso público, ha señalado reiteradamente que el trabajo debe garantizar cinco condiciones irrenunciables: empleo estable, salario justo, derechos laborales, protección social y tiempo para la vida. Hoy, ninguna de estas condiciones se garantiza a una gran parte de la población trabajadora, especialmente entre las mujeres, los jóvenes, las personas migrantes y las familias con hijos e hijas a cargo. El 74% de las personas que trabajan a tiempo parcial son mujeres. Muchas lo hacen no por elección, sino por imposibilidad de conciliar o por ausencia de alternativas. Las familias monoparentales, encabezadas casi siempre por mujeres, sufren una pobreza laboral del 32%. Las familias numerosas alcanzan un 36%. La crianza, lejos de ser acompañada y protegida, es castigada económicamente. ¿Qué clase de sociedad penaliza a quienes crían?
El Estado, mientras tanto, se limita a reconocer los datos, pero no responde con políticas a la altura del problema. El Complemento de Ayuda a la Infancia (CAPI), pensado para aliviar esta situación, solo llega al 12% de las familias que lo necesitan. Las causas son tan conocidas como inadmisibles: exceso de requisitos, trámites complejos, falta de información, escasa cobertura. Cuando el derecho depende de superar una carrera de obstáculos, deja de ser un derecho. Y cuando un gobierno conoce el problema, pero no lo resuelve, su inacción se convierte en responsabilidad política directa.
La pobreza laboral no es solo una injusticia económica. Es también una forma de violencia institucional, silenciosa pero devastadora, que mina la cohesión social, destruye la confianza en las instituciones y perpetúa la desigualdad. Y lo hace de manera especialmente cruel con la infancia, que debería ser el primer colectivo protegido por cualquier política pública que pretenda ser justa. No puede haber verdadera democracia mientras la vida de un niño dependa de la precariedad laboral de sus padres. No puede hablarse de progreso mientras criar sea una condena y trabajar sea insuficiente para vivir.
Frente a esta situación, la respuesta cristiana no puede ser ambigua. Se trata de transformar las estructuras que generan esta exclusión. Se trata de exigir a los poderes públicos políticas ambiciosas, valientes, estructurales y redistributivas. Se trata de defender el derecho al trabajo digno no como una aspiración, sino como un deber moral y político inaplazable. Como señala el magisterio de la Iglesia, “La necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar, no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales”. (Evangelii gaudium, 202).
Por eso, es urgente una agenda pública que ponga a las familias trabajadoras en el centro. Que establezca una prestación universal por hijo o hija, automática, suficiente y libre de trámites humillantes. Que garantice un sistema público de cuidados para que la maternidad no se convierta en un obstáculo económico. Que promueva una fiscalidad justa y progresiva, que deje de premiar la acumulación y empiece a sostener el bien común. Que implemente una reforma laboral valiente, orientada a la calidad, la estabilidad y el salario justo, no a la flexibilidad al servicio del mercado.
La política tiene la responsabilidad de redistribuir recursos, pero también dignidad. Y la Iglesia, desde su misión profética, debe seguir denunciando con firmeza que la pobreza laboral es una forma moderna de esclavitud. Que un país que empobrece a quienes trabajan ha perdido el alma. Y que la justicia social no se mide por el PIB, sino por la dignidad de sus últimos.
Cuando el trabajo empobrece, el sistema no solo fracasa: se deslegitima. Cuando el Estado no protege, se convierte en cómplice de la exclusión. Y cuando la infancia crece bajo la pobreza que el trabajo no evita, lo que está en juego no es solo el futuro, sino la raíz misma de nuestra convivencia.
Es tiempo de actuar. De legislar. De redistribuir. De proteger. De poner fin a la hipocresía de aplaudir el esfuerzo mientras se condena a la precariedad a quien más lo necesita. Porque la dignidad del trabajo no es un favor que se concede: es un derecho que se debe garantizar.

Impulsando el Evangelio. Comprometido con la Pastoral Penitenciaria. Activista en la Pastoral del Trabajo de Toledo, defendiendo dignidad y derechos laborales