La escalada arancelaria acaba con el “bien común universal”

La escalada arancelaria acaba con el “bien común universal”
FOTO | Lightspring, vía Shutterstock
Todas las guerras son siempre un fracaso de la humanidad. Las comerciales incluidas. La estrategia de “hacer América grande de nuevo”, como la contundente determinación china de combatir “hasta el final” y la reacción europea, aunque más prudente y proporcionada, han hecho saltar por los aires los difíciles equilibrios multilaterales costosamente construidos desde hace décadas.

La escala arancelaria ha hecho añicos la fábula del libre mercado y sus supuestas bondades, generando más desconfianza e incertidumbre. En realidad, advierte el profesor de Economía Política de la Universidad del País Vasco, Joaquín Arriola, y colaborador de Noticias Obreras, “el libre comercio solo se promueve por los países más avanzados cuando estos ya han establecido una potente base exportadora, a partir de la defensa de su industria doméstica”.

Es lo que hizo Inglaterra de principios del siglo XIX, EEUU a mediado del XX o China a principios de este siglo. La vuelta al proteccionismo suele ser “señal del declive económico”, apunta Arriola.

Para el profesor de Economía de la Universidad Cardenal Herrera de Valencia y colaborador igualmente de este medio de comunicación, Enrique Lluch, las decisiones adoptadas por Trump, no suponen un verdadero cambio de paradigma, porque seguimos en “el economicismo y la idea de crecer cuanto más mejor como sea”, sino una respuesta equivocada y desproporcionada para satisfacer a un electorado que se considera “perdedor de la globalización”.

Es cierto que “hay muchos estadounidenses que han quedado atrás”, que no ven que en qué les beneficia el comercio internacional. “Trump lo sabe y piensa que poner aranceles, un impuesto especial a los productos fabricado fuera de su país, es la solución”, matiza Lluch. Pero no tiene en consideración los muchos factores que pueden debilitar sus exportaciones: el precio, la calidad, el tipo de cambio de la moneda, la falta de innovación, la economía de escala, las redes de comercialización…

Un presidente estadounidense “ensimismado”

Según Lluch, para un presidente “ensimismado” –“enmimismado” propone el profesor como neologismo más exacto– y el electorado que le sigue, los productos estadounidenses son “los mejores del mundo”, porque “somos los mejores en todo”, por lo que no hay otra explicación posible desde este planteamiento a la pérdida de atractivo de sus productos que las barreras y trabas que les imponen los demás.

“Muchas de las empresas que producen fuera de EEUU son estadounidenses que han ido en busca de producir más barato lo que venden a los consumidores de su país”, matiza.

Arriola explica que “EEUU, igual que la mayor parte de los países occidentales, lleva bastantes décadas perdiendo peso industrial. La economía norteamericana se ha especializado en las finanzas y en servicios asociados a las tecnologías de la información y la comunicación”.

Imponer aranceles sin justificación “es matar moscas a cañonazos” apunta Lluch, “romper el consenso que había, que a mí no me entusiasmaba, para construir en el vacío, para no construir nada”, subraya.

“Los aranceles podrían tener sentido, si se toman como un punto de partida, acompañado de una política industrial multifacética que incluya inversión pública, formación…”, opina Arriola, que incluso considera que los aranceles pueden ser necesarios como parte de las políticas de industrialización.

No obstante, “no está claro que EEUU tenga los incentivos adecuados para hacerlo”. “Una parte fundamental de las rentas que captan, digamos, las élites dominantes son rentas financieras, rentas basadas en la propiedad y en la propiedad intelectual”. Los sectores del capital que quieran hacer inversiones a medio y largo plazo tendrían que aceptar rentabilidades relativamente bajas durante unos años, con la esperanza de al cabo de ocho diez años de generar mayor ganancia. “Donde predomina el corto plazo, es muy difícil introducir estrategias a largo plazo”, dice Arriola.

Lejos del bien común universal

“No puede haber nada más contrario al bien común que perseguir la mejora económica que beneficie más a las élites extractivas”, opina Lluch. El bien común es “organizar la sociedad para que todos puedan desarrollarse como personas, lo que desde el punto de vista económico significa intentar lograr que todas las personas (hasta las más pobres) reciban unas rentas que les permitan un nivel de vida digna”, especifica.

Tratar de que un país sea el “número uno de la clase mundial” implica que a los demás necesariamente les debe “ir peor o, al menos, no tan bien”, incluso “apropiándose o influyendo en otras zonas para sacar rédito propio”.

Queda lejos la afirmación del bueno de Juan XXIII, en Pacem in Terris, cuando dijo que “las relaciones [internacionales] deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa solidaridad y la libertad” y parece todavía más inalcanzable su propuesta de una “autoridad pública mundial” que velara por el “bien común universal”

Parece haberse olvidado que en su encíclica de 1963 decía: “es necesario recordar que también en la ordenación de las relaciones internacionales, la autoridad debe ejercerse de forma que promueva el bien común de todos, ya que para esto precisamente se ha establecido”. Después de todo, el santo padre, afirmaba que “la prosperidad o el progreso de cada país son en parte efecto y en parte causa de la prosperidad y del progreso de los demás pueblos”.