Francisco, un papa inolvidable

Soy uno de los que hoy —tras el fallecimiento de Francisco— se siente eclesialmente más huérfano que ayer. Se nos ha ido un Papa que, desde el minuto uno de su elección, dijo que los pobres iban a ser los preferidos en el tiempo que estuviera al frente de la Iglesia católica. Y que lo iban a ser en coherencia con el programa proclamado por Jesús de Nazaret en el monte de las Bienaventuranzas y en la parábola del juicio final: “Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Es lo que evidenció con una inusitada claridad en su primer viaje fuera del Vaticano, a la isla de Lampedusa, el 8 de julio de 2013. Allí se aproximó, acompañado por decenas de embarcaciones, muchas de ellas de pescadores, al monumento en memoria de los migrantes muertos en el mar. Y luego, tras arrojar una guirnalda de flores en recuerdo de quienes habían perdido la vida en las travesías en busca de un futuro mejor, se reunió con los inmigrantes presentes en la isla. Los saludó uno a uno e intercambió algunas palabras con algunos de ellos. Mucho me temo que los últimos del mundo han perdido hoy a uno de sus mejores valedores, quedando abierta –todavía más– la pista para la inhumana política de Trump y para quienes le hacen la ola.
Pero en su pontificado también estuvieron presentes los maltratados en la Iglesia, empezando por quienes habían padecido abusos sexuales, de conciencia o espirituales. Le costó reconocer que también en la Iglesia había mucho que limpiar. Su viaje a Chile (enero de 2018) fue el momento en el que se dio cuenta de que no había sido sensible a las denuncias, pidió disculpas a las víctimas e inició un proceso de escucha, reparación, protección y vigilancia al respecto, particularmente, de los más vulnerables. Es un programa que, desde entonces, ha permanecido abierto y al que le ha faltado -al decir de sus críticos- ir un poco más lejos: revisar a fondo y reformar un poder eclesial que, secularmente, ha tolerado y ocultado tales comportamientos que, además de pecados, son delitos.
En el segundo objetivo de su pontificado -el referido a la reforma de la Curia vaticana y a lo que llamaba la “conversión del papado”- ha sido un Papa que ha dado algunos importantes pasos: ha recuperado para la Iglesia la llamada “sinodalidad”, es decir, la necesidad de que todos los bautizados y bautizadas –por tanto, no solo los obispos y los curas– tengan una palabra que decir en la marcha, gobierno y magisterio. Francisco se ha implicado en superar el clericalismo que secularmente azota a la institución eclesial. Es cierto que -como consecuencia de tal apuesta- ha dejado entreabiertas muchas puertas. Pero también lo es que no ha tocado -desde el punto de vista estructural- la cuestión del poder ni la “conversión del papado” a la que se refirió en su programa de gobierno. A fecha de hoy, la jerarquía eclesiástica sigue estando envuelta en un modelo unipersonal, absolutista y monárquico que no es de recibo por coherencia con lo dicho y propuesto por el Nazareno: en Pedro Jesús funda la Iglesia y es a esta última –por tanto, no solo a la jerarquía– a la que entrega el poder de “atar y desatar”. Ello quiere decir que el poder en la Iglesia ha de ser, por lo menos, codecisivo.
Los más comprensivos con la cauta estrategia desplegada por Francisco en este asunto del poder en la iglesia siempre han invitado a prestar la debida atención a la creciente influencia de las fuerzas ultraconservadoras no solo en la esfera civil, sino también en la eclesial. Y, por tanto, a no despertar a la “bicha”; en particular si no se quiere provocar una irreparable división, movidos –al decir de tales defensores– por una estrategia más ciega e ignorante que prudente e inteligente de lo que se mueve en la Iglesia. Es cierto. Pero también lo es que la creciente presencia de fuerzas involutivas y el desmedido miedo a la ruptura, no justifican ni pueden ocultar los “exilios interiores” en los que malviven muchos católicos– también en nuestros días– ni los abandonos, a veces en cascada, por estas o parecidas razones. Que se lo pregunten, por ejemplo, a los alemanes.
Probablemente, el punto más problemático de su pontificado ha sido su negativa –comunicada desde los primeros momentos– a abrir a las mujeres las puertas de acceso al sacerdocio ordenado. Es cierto que ha puesto a mujeres al frente de algunas instituciones vaticanas. Pero también lo es que ha justificado tales nombramientos por “participación” en su poder como Papa, no como bautizadas u ordenadas.
Finalmente, hay otro punto por el que pasará a la historia: Francisco, además del Papa de los pobres, de la sinodalidad, de la reforma de la curia y del diálogo tanto ecuménico como interreligioso, ha sido el Papa de la libertad. A diferencia de sus predecesores y de muchos obispos, decía lo que tenía que decir, pero escuchaba y dejaba hablar y actuar en libertad.
De momento, toca esperar y ver qué tiempos se abren, una vez elegido el sucesor de este inolvidable Francisco: si uno que prolongue su proyecto de reforma u otro que la entorpezca y bloquee.

Sacerdote de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria). Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ed. HOAC, 2021)