Santiago Agrelo, arzobispo emérito de Tánger: “No soy capaz de entender mi vida sin la preocupación por los migrantes”
Santiago Agrelo Martínez (Asados, Rianjo, La Coruña, 20 de junio de 1942) es un franciscano que fue nombrado arzobispo de Tánger cuando era párroco de la diócesis de Astorga y profesor de Sagrada Escritura en Santiago de Compostela. Durante los doce años que presidió la Archidiócesis de Tánger (2007-2019) conoció de primera mano la realidad de quienes se preparaban para cruzar el Estrecho y descubrió que, como le dijo el párroco de la Catedral, “no sabía si cuando les daba la bendición ante la inminencia de su partida, lo que hacía era darles la unción de enfermos”.
En esta entrevista reconoce que vivió una conversión acerca de la mirada sobre las personas migrantes cuando llegó a Marruecos, reclama una mirada sincera y directa a las personas empobrecidas y siente aún la frontera en su vida pese a que lleva seis años en Santiago de Compostela. Considera que quienes se declaran católicos mientras difunden discursos de odio contra los extranjeros cometen una blasfemia.
El miércoles 5 de febrero (20:00 horas, vía Zoom, y en el Centro Municipal “García Alix” de Murcia) Fr. Santiago Agrelo inaugura el ciclo Líneas Rojas, que organizan la HOAC y las Comunidades Cristianas de Base bajo el título “Personas migrantes: Libres de partir, libres de quedarse“.
El lema escogido este año para el ciclo de conferencias que usted inaugura hace referencia a una campaña de los obispos italianos en favor de los migrantes. ¿Qué le sugiere ese mensaje?
En primer lugar, tanto partir como quedarse son derechos que, además, están reconocidos como tales en la Declaración Universal de Derechos Humanos, firmada por casi la totalidad de las naciones del mundo. Aunque luego parece que todos escrupulosamente se olvidan de lo que han firmado y no los reconocen. Yo siempre pensé al hablar de migrantes que era libertad para salir y creo que fue el papa Francisco, en un determinado momento, el que me hizo ver que la primera que había que garantizar es la libertad de quedarse. Y eso, claro, supone una lucha contra las estructuras de pecado que generan las condiciones en las que las personas se ven obligadas a salir de su entorno. Eso me lleva a otra consideración, que tiene que ver con la visión que se tiene normalmente de los migrantes: se les presenta como gente que sale simplemente porque quiere salir. No se les considera como gente obligada a salir por las circunstancias que, muchísimas veces, tienen que ver con nosotros. Es decir, somos nosotros quienes creamos las circunstancias que obligan a esas personas a salir de sus lugares de origen.
Acerca de esa visión que tenemos sobre las personas migrantes, ¿ha cambiado a lo largo de su vida la que usted tenía?
Sí, radicalmente, sobre todo la que yo tenía antes de ir a Marruecos, porque yo pensaba de otra manera. No lo había formulado nunca en el sentido de que van por ahí porque quieren, pero sí había interiorizado que no tenían derecho a cruzar una frontera. En ese momento, tras el tiroteo en la frontera de Ceuta en el que habían muerto cinco personas y todavía hoy no se sabe el porqué, recuerdo haber pensado que estaban donde no debían de estar. Ese modo de pensar, que me parecía normal, se derrumbó inmediatamente al ver a un migrante, estar junto a ellos, conocer su situación. Ver es como si te entra por los ojos, ¿no? No es la figura de una persona, sino su vida, sus sufrimientos, sus preocupaciones, su angustia. Entonces te das cuenta de que esas personas tienen derecho, tienen derecho a todo.
O sea, que vivió una conversión.
Pues en mi caso, sí.
¿Y cómo la ha podido vivir?
Tiene que ver simplemente con una idea que posees. Nunca estuve enamorado de mis ideas, las dejo morir fácilmente en ese sentido. No estoy adherido a una ideología que me hace ver las cosas desde ella. Siempre intento estar abierto a la realidad de lo que se me presenta y creo que es un modo hermoso de andar por la vida.””
“A los migrantes se les ve, pero siempre desde la distancia, no desde la persona”
Esa conversión, esa nueva mirada a las personas migrantes, ¿la necesita toda la ciudadanía y, por supuesto, nuestros responsables políticos?
A ver, siempre estuve convencido de que bastaba ver a los migrantes para sentir empatía hacia ellos. Ver y acoger. Me parecían dos verbos que iban juntos. Sin embargo, luego la experiencia te dice que no es así, porque aquí, entre nosotros, a los migrantes se les ve, pero siempre desde la distancia, no desde la persona a la que te acercas y de verdad es. Creo que nos pasa lo mismo con los pobres de nuestras calles. Es posible que les demos una limosna. Me lo decía un pobre en una ocasión, aquí en Santiago. Me paró a propósito para decirme, y no le di nada, pero él me llamó: gracias, padre, porque me vio. Y sí, son alguien para ti y yo creo que eso es mucho más importante que lo que podamos dar materialmente. Es ese acoger a la persona, escucharla, entenderla, acercarnos a ella, hacerle ver que existe para nosotros. Creo que con los migrantes necesitamos dar ese paso, hacerles ver que existen.
Es algo similar a esa llamada a la compasión y a ver a quienes viven entre nosotros, como decía a Donald Trump en su homilía la obispa episcopaliana Mariann Edgar Buddeen, en la Catedral de Washington. Es decir, ¿hay que mirar a quien está junto a nosotros, ¿no?
Por supuesto, pero no conozco con detalle esa homilía y estoy intrigado.
¿Qué siente con las noticias de estos últimos días, cuando Donald Trump habla de que va a deportar a millones de inmigrantes, o que en Europa se va a restringir el acceso a refugiados?
Pues imagínate, yo tengo dos hermanos -bueno, una hermana que ya murió y un hermano- que están como migrantes en Estados Unidos. Los dos migraron ilegalmente. Mi hermano menor fue durante quince años ilegal. Las autoridades sabían que vivía allí, trabajaba, pagaba su contribución como si fuese un residente legal y yo creo que ese fue el motivo por el que siempre le dejaron en paz, hasta que finalmente le dieron la documentación necesaria. Actualmente es ciudadano de los Estados Unidos. Ellos salieron para mejorar sus condiciones de vida, para tener un futuro mejor. Y creo que eso entra en los derechos de la persona a buscarse un futuro mejor. Ellos no fueron a ciegas a Estados Unidos, había allí otros familiares que los acogieron desde el principio. Ahora imagínate la situación de los que vienen de África y aquí no tienen a nadie que los acoja. Es una situación de indefensión. Yo me sentiría angustiado de muerte, ¿comprendes?
¿Y por qué cree que se producen estas actitudes de rechazo?
Nuestro mundo es muy extraño. No se parece en nada en el que he crecido. Es un mundo donde parece que cada uno va a lo suyo. Gracias a Dios fui educado de otra manera, a mirar a mi alrededor. Claro, estoy en un convento franciscano desde los 11 años. O sea, que mi vida pasa por la educación franciscana que recibí y es una educación abierta a todos, a la humanidad, incluso a los seres diminutos como las moscas y los mosquitos. Te confieso, de verdad, que cuando mato a un mosquito, como franciscano me siento mal. Creo que vivimos en un mundo que no educa a mirar hacia los demás, y eso tiene muy difícil remedio. Entonces, si no vemos a las personas, no podemos captar su sufrimiento, sus necesidades. Sí, a mí por la calle me gusta mirar a toda la gente y es muy poca con la que cruzas la mirada. Pero yo saludo, llevo la mano al corazón, o hago una inclinación de cabeza o una sonrisa. Y es que existimos para los demás, y los demás están ahí y pueden contar con nosotros.
“Los migrantes son los muertos de nadie y ahí se quedan sin que signifiquen nada”
Hemos visto alguna imagen suya en una manifestación reclamando no más muertes en el Estrecho. ¿Cómo ha vivido la experiencia de la muerte durante sus años en Tánger?
Esa fue una pequeña manifestación organizada por Cáritas, delante del consulado de España en Tánger, a raíz de unas muertes que había habido en la frontera de Ceuta. Puede que fuesen aquellos 15 muertos de la playa del Tarajal, y desde Cáritas me llamaron. Y pues sí, llegué allí, me dieron un cartel y sí, esa foto dio muchas vueltas por el mundo, sí.
¿Ese gesto le trajo problemas?
No, no, ninguno. Los problemas me los busqué luego por otros caminos.
¿Han muerto personas cercanas a usted en esa búsqueda de un nuevo futuro?
Sí, sí, imagínate. Los migrantes tenían en la catedral de Tánger un punto de referencia. Asistían muchos a la misa de todos los días. Los veías rezar a ellos solos, a veces con los brazos en cruz. Te asombraba la fe de aquellos hombres y, normalmente, cuando iban a pasar la frontera esa noche, a nosotros no nos lo decían, pero pedían la bendición. Sabíamos que cuando la pedían es que iban a intentar pasar. El párroco de la catedral me decía que no sabía si les daba la bendición o la unción de enfermos. Sí, porque muchos de esos luego morían en el intento. Sí. En el fondo del Estrecho hay una familia entera que yo bauticé a los hijos.
Y esa conmoción, lo que conmueve una realidad de ese tipo, ¿a qué invita? Aparte de vivir la conversión, ¿no lo hace también a la acción?
A ver, yo ya no soy capaz de entender mi vida sin la preocupación por los migrantes. Mira que ahora estoy lejos de la frontera, ya va para seis años que vivo en Santiago, pero de alguna manera estoy siempre allí. Todo lo que gano va para la frontera, menos mi pensión, que queda en el convento, pero tengo acuerdo con la comunidad para mandarlo todo a Tánger, a Marruecos, para los migrantes. Quiero decir que ellos continúan formando parte de mi vida y de mis preocupaciones. De cuando en cuando me mandan fotografías de algunos de ellos, de los que están heridos, de alguno que se murió. Y bueno, esa es mi vida, entraron y ya no salen, gracias a Dios. Me gustaría que en la sociedad hubiese sencillamente un sentido de empatía, de compasión, de acogida… para esta gente que lo necesita todo. Los veo como hijos míos.
Y cuando escucha noticias o conoce informes como el de Caminando Fronteras que acaba de hacer público Helena Maleno, quien también intervendrá el día 14 de febrero en este ciclo de conferencias, acerca de los miles de muertes en el Mediterráneo o en la ruta atlántica de África a Europa, ¿qué siente?
Es una tragedia continua. Yo ya no sé cuántos muertos van desde que empezó el año. Y a mí no me sorprende que haya esos muertos, lo que me sorprende es que la sociedad se mantenga insensible frente a unas muertes que son todas evitables, todas. No sé cómo romper esa indiferencia. Y son miles y miles de muertos desde que se empezaron a contar. Miles, los contados y, seguramente, otros tantos son los que no se pueden contar porque no hay constancia de ellos. Pero se sabe que están ahí. Si fuesen los muertos de una dana pues estaríamos todos apelando a la sensibilidad nacional e internacional. Son los muertos de nadie y ahí se quedan sin que signifiquen nada. Eso sí es muy doloroso. Y uno no sabe cómo romper esa barrera de indiferencia. Porque la sociedad sabe que están ahí y lo que me da escalofríos es que se justifique la muerte.
“Es un gravísimo error que se haya dado más importancia a la Eucaristía que a los pobres”
O que se justifique la muerte con los discursos de odio.
Sí, sí, pues es un modo de justificar, como el presidente de Estados Unidos, que dice que son delincuentes, pero lo hacen aquí también en España, en Europa. Dicen que son lo peor de África, los que vienen a quitarnos nuestras cosas… Es un discurso que justifica que se mueran, qué alivio que murieran en el camino…, y me parece una atrocidad. Uno termina por sentir una enorme compasión, no ya por los que mueren, porque de eso se encarga el Señor, sino por los indiferentes, porque yo temo, temo por ellos. Yo no sé cómo el Señor lleva esas cosas, no soy el Señor y mi justicia no es la suya. La suya no es la mía. Pero el Evangelio de San Mateo está ahí: tuve hambre y no me disteis de comer. No quisiera encontrarme en esa situación, la verdad.
Y me imagino que ese dolor, ese impacto será más grave cuando, además, lo hacen público personas que se manifiestan como creyentes.
Eso me parece una blasfemia total. Es decir, creo que cualquier forma de devoción o de aprecio, supongamos por la Eucaristía, por participar en la misa, o por comulgar o por el nombre cristiano, que se conjugue con el desprecio de Cristo Jesús en los pobres, comprenderás que eso es un absurdo, es una contradicción total. Tal vez en la Iglesia se ha cometido un gravísimo error que se haya dado más importancia a la Eucaristía que a los pobres. Insisto, creo que es un gravísimo error. Donde el Señor necesita ser cuidado, venerado y adorado es en los pobres. La Eucaristía es para comerla y los pobres son para darles de comer.
Periodista | Pasión por la política y la literatura