Reducción de la jornada máxima: Oportunidad política, social y normativa
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Escribimos estas páginas cuando el Gobierno ha aprobado el proyecto de ley de reducción de la jornada laboral, garantía de la desconexión digital y efectividad del registro horario. El protagonismo de la reducción de jornada en las frustradas mesas de negociación tripartitas, en el acuerdo entre el Gobierno y los sindicatos y, más ampliamente, en el debate social, incita a una reflexión que refuerce la necesidad de la reducción de la jornada de trabajo, la garantía de la desconexión digital y la efectividad del registro horario y que salga al paso de muchas opiniones animadas por una reacción hostil al cambio. Los argumentos de la baja productividad, del impacto en las pequeñas empresas, del incremento de los costes retributivos y de la segura expansión de los elementos de informalidad en nuestro modelo de relaciones laborales son los mismos que los utilizados en el año 1983, por no retrotraer más el análisis.
Hacia principios de 2024, la jornada de convenio promediada estaba en 38,3 horas por semana, es decir, 0,8 por encima de la que se proyecta, a la espera de la aprobación de la reforma en sede parlamentaria. Es una situación casi idéntica a la de hace cuarenta y dos años, cuando la jornada se aproximaba a las 41 horas semanales —40,8 según las fuentes de la época— y se redujo a 40 a la semana por la Ley 4/1983. Por aquel entonces se dijo, con muy ligero exceso, que la nueva norma venía a consolidar lo que ya sucedía en la negociación colectiva. Es evidente que ahora podría expresarse lo mismo, pese a la exquisita prudencia que ha utilizado el ámbito sindical al calificar el alcance de la reducción a 37,5 horas, que no incide siquiera en la función igualatoria de la duración máxima de la jornada de trabajo entre sectores productivos.
Ciertamente, en ese promedio se incluyen grandes y pequeñas empresas, las de mayor y menor productividad alcanzada, las de sectores de más intensa y más reducida penetración tecnológica y digital, las de empleo más intensivo y cualificado y las que albergan un amplio porcentaje de trabajo a tiempo parcial. Indudablemente, la adaptación a la nueva jornada máxima expondrá a las organizaciones productivas a diferentes grados de dificultad en su adaptación. Como en 1983, algunas enfrentarán problemas que otras ni siquiera advertirán. Eso es así siempre que se reduce el tiempo de trabajo.
Ahora bien, en términos sustantivos, las reglas legales de 2025 previas a la esperable aprobación de la reforma han permitido en realidad una sensible prolongación de la jornada. Es decir, el marco legal actual es más favorable para las empresas que el que se produjo tras la entrada en vigor de la Ley 4/1983. Es esta una realidad que no se expresa habitualmente, pero que merece destacarse. La reforma de 1994 flexibilizó la jornada, curiosamente al incorporar la Directiva de tiempo de trabajo, y abrió el camino, entre otras medidas, de la jornada irregular, además de promover la compensación por descanso de las horas extraordinarias. Lo que, unido a una alta tasa de trabajo temporal, ha generado una tendencia empresarial basada en la apropiación fraudulenta del tiempo de las personas trabajadoras. Posteriormente, entre 2010 y 2013, se les concedió a las empleadoras el poder de establecer un diez por ciento de jornada irregular, a salvo de lo que dispusiera el convenio colectivo, y se les permitió compensar jornadas desarrolladas de más o de menos en un plazo de doce meses, incluso ampliables por convenio colectivo. Estas medidas, etiquetadas como de flexibilidad horaria, a la postre han producido que se ensanche el tiempo de trabajo, del mismo modo que lo ha hecho la introducción de la “adaptabilidad” en el disfrute de los períodos de descanso.
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En honor a la verdad, un impacto en sentido contrario ha tenido, más recientemente, la intervención legal en cuanto a la conciliación de la vida familiar y laboral, por lo que respecta a un régimen de adaptación de jornada y de mejora de los permisos por atención de descendientes y ascendientes. Sin duda, ha reducido el tiempo real de trabajo, pero desde luego con menor intensidad de lo que lo ha incrementado la flexibilización.
El discurso de la productividad y del impacto económico de la jornada es sin duda relevante, como lo es el de los derechos de las personas trabajadoras en un mundo de relaciones de prestación de servicios radicalmente diferente del que existía en los ochenta del siglo pasado. Por aquel entonces, la tasa de desempleo superaba el 15%, un porcentaje bastante peor que el actual. No por casualidad entonces se producía un amplio debate sobre el reparto del empleo, traducido en una reducción de la jornada para una mejor distribución equitativa del existente. Ahora, no es un argumento que haya alcanzado un significativo interés, pero tiene algo de paradójico que haya quien pronostique un incremento del desempleo por causa de la reducción de la jornada laboral a 37,5 horas a la semana. Tal pronóstico merecería una mejor explicación, porque no resulta demasiado fácil de entender.
Dicho todo lo cual, acierta el acuerdo entre las organizaciones sindicales y el Gobierno, y acierta también la exposición de motivos del anteproyecto de ley al apelar al lenguaje de los derechos. Los argumentos no son pocos, pero hay algunos que deben subrayarse. Uno no menor alude a la corresponsabilidad entre hombres y mujeres en la atención de las obligaciones de las unidades de convivencia, en cuanto al cuidado del hogar y de las personas que lo componen. La más reducida jornada de las mujeres y la preponderancia femenina en el trabajo a tiempo parcial encuentran su mayor explicación en su protagonismo, como sesgo socialmente admitido y fomentado hasta la exageración, en el desempeño de esas obligaciones de cuidado.
En esa situación, reducir la jornada máxima no es en sí misma una solución, pero sí un requisito necesario para proyectar sociedades más corresponsables. Es expresivo que, incluso en el contexto del trabajo a jornada completa, la que desarrollan las mujeres en confrontación con la de los hombres sea muy inferior, así como que estos tengan más disponibilidad y realicen muchas más horas extraordinarias.
Dicho sea en resumen, los argumentos contra la reducción de la jornada más bien parecen numantinos y opuestos a una realidad incontestable. La lógica de las relaciones actuales entre norma legal —y reglamentaria, en torno a una regulación de las jornadas especiales—, el convenio colectivo y el poder de decisión unilateral de la empresa es muy susceptible de mejora. Pero, en todo caso, la fijación del límite de jornada ha sido siempre una misión confiada a la ley y así debe seguir siendo. El artículo 40.2 de la Constitución encomienda a los poderes públicos garantizar la limitación de jornada para garantizar el descanso necesario, un mandato que se realiza a través de la norma legal. De la reforma quizá pudieran predicarse algunas insuficiencias, como que no ataque el régimen de explotación laboral que sigue rigiendo para las personas que trabajan a tiempo parcial, pero no que aborde algo tan oportuno y elemental como reducir la jornada en cómputo semanal.
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Artículo de Antonio Baylos, Jaime Cabeza y Francisco Trillo publicado originalmente en NET21.
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Catedrático Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, Universidad de Castilla-La Mancha