La crucifixión blanca y el dolor del mundo

La crucifixión blanca y el dolor del mundo
FOTO | "La crucifixión blanca" de Marc (Moishe) Chagall ©2018 Artists Rights Society (ARS), New York / ADAGP, Paris

“Mi pintura no representa el sueño de un pueblo, sino el de toda la humanidad”

La obra La crucifixión blanca del artista bielorruso Marc Chagall ha llegado a Roma desde Chicago con motivo del Año Santo. Se expone en el museo del mismo nombre con sede en el palazzo Cipolla, en la céntrica vía del Corso. El Papa, que la visitó el pasado mes de diciembre, la había mencionado como obra preferida pues “no es cruel, sino llena de esperanza. Muestra un dolor lleno de serenidad”. Ante ella se hace verdad que contemplar un cuadro es ver lo que otros han mirado. En este caso, con una mirada que suma memoria y compasión.

Obra de un judío errante

La tela, habitualmente en el museo de Chicago, fue pintada en 1938 en París, donde su autor residía desde un tiempo atrás con su familia tras sucesivos traslados. En uno de los momentos más oscuros y trágicos de la historia de Europa: Hitler iba a invadir Polonia el año siguiente y para los judíos había empezado el tiempo del dolor.

Marc (Moishe) Chagall nació en 1887 en Liozna, cerca de Vitebsk, en la actual Bielorrusia; pertenecía a una familia judía integrada en aquella comunidad local de la que tenemos noticias por los Relatos jasídicos de Martin Buber y las descripciones que han recuperado trazos de la vida de los judíos en los pequeños núcleos urbanos y los schtetl de la Europa del Este. Una cultura y una lengua, el yidish, que corrieron el riesgo de la total extinción.

En su propio recuerdo: “Lo primero que vieron mis ojos fue un abrevadero. Sencillo, cuadrado, medio hueco, casi oval. Un abrevadero de mercado. Cuando estaba dentro, lo ocupaba totalmente. No me acuerdo ya –¿fue mi madre quien me lo contó?– pero en el mismo instante en que nací, en una casita cercana a la carretera en las afueras de Vitebsk, detrás de una cárcel, estalló un gran incendio….  Sin embargo, esa casita cercana a la carretera de Peskovatik ha permanecido intacta. La vi no hace mucho. Mi padre, apenas se hubo enriquecido, la vendió. Me recuerda el chichón en la cabeza del rabino verde que pinté, o una patata, flotando en un barril de arenques y bañada en salmuera. Al contemplar esta casita desde lo alto de mi reciente “grandeza”, me agitaba y me preguntaba: “Realmente: ¿Cómo he podido nacer aquí? ¿Cómo puede uno respirar en este lugar?”. Cuando mi abuelo, el de la barba larga y negra, murió honradamente, mi padre compró, por cuatro rublos, otra propiedad…”

Y guardó de por vida la imagen del padre con las manos ateridas y oliendo a salmuera, pero con algunos dulces que ofrecer al regreso de su fatiga diaria.

Mi vida es el único libro que escribió. “Sus palabras –dice un comentario– son como sus colores, felicidad y melancolía, verdad o ensueño, que alzan el vuelo con los personajes de sus cuadros, tan concretos como milenarios. Tan rotundos. Aquí se dibujan los años transcurridos en Vitebsk, su humilde ciudad natal, en el seno de una familia entrañable, pobre, que utilizaba sus cuadros para sacudirse la tierra de los zapatos. Allí asoman San Petersburgo y Moscú, los años de aprendizaje y la apertura de un nuevo mundo para el joven pintor. Más allá París y su bohemia, el taller de La Ruche, luego la Gran Guerra y el retorno a una Rusia en la que estalla la revolución bolchevique en un telón de fondo rasgado de tristeza.

En el año 1938

Creada en ese año, La crucifixión blanca recoge la suma de dolor provocado por los pogromos, el antisemitismo y el avance de la política nazi. No es el único cuadro que Chagall dedicó al Crucificado, pero sí el de mayor tamaño y el más conocido.

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Tendido en la cruz, Jesús lleva el talid, el manto de oración usado por los judíos y en torno a él están representados tres patriarcas bíblicos y una matriarca, vestidos con trajes tradicionales. A ambos lados de la cruz, Chagall deja entrever la devastación de los pogromos y el saqueo de una aldea que obliga a los habitantes a huir en barco. Tres figuras escapan a pie, una de ellas porta la Torá en la mano. A la derecha, aparece una sinagoga con el arca de la Ley en llamas mientras que en la parte inferior una madre consuela a su niño.

La figura de Jesús, con la cabeza hacia adelante, y la tradicional aureola blanca que simboliza la santidad, focaliza nuestra mirada. La luz parece volcarse sobre el Siervo/el Crucificado y sobre la cruz aparecen las iniciales latinas INRI y la misma leyenda en caracteres hebreos. La escalera, tantas veces presente en los óleos sobre el Descendimiento, puede entenderse también como la versión judía de la escala que representa la unión entre el cielo y la tierra, de la humanidad y Dios. El color blanco domina la visión del Siervo sufriente pese a estar rodeado de destrucción, temor, huidas, incendios y, en definitiva, de todos los sufrimientos de una historia que era también la suya.

El autor pintó la tela en 1938, en París, donde desde hacía un tiempo residía con su familia. Europa estaba viviendo uno de los momentos más oscuros y trágicos de su historia: Hitler invadiría Polonia el año siguiente y, sobre todo para los judíos, había empezado el tiempo del mayor dolor pues precisamente en el otoño de 1938 la “Noche de los cristales rotos” marcó el inicio de la terrible persecución antisemita realizada por el nazismo. Un año antes de que Chagall pintase La crucifixión blanca, Pablo Picasso completaba su Guernica, y es interesante observar cómo los dos pintores −que se conocían y se trataban− han reflejado de manera tan distinta lo trágico de la existencia humana.

Palabras que resuenan

Al mirar el cuadro, que expresa con los colores, los símbolos y las figuras que muestran la originalidad de este pintor, cabe asociar una cadencia que debió escuchar en la sinagoga de Vistebk: la de los Cantos del Siervo que carga con los sufrimientos del pueblo y agrieta el muro de su dolor. Y, dada la presencia de la ortodoxia del Rus de Kiev en aquel lejano óblost junto con la andadura del artista por otros países en los que aceptó encargos, es fácil pensar que esta Crucifixión –que condensa todas las cruces– glosa la recomendación de la carta a los Filipenses hecha a los cristianos de todos los tiempos: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz”.

“Dios entregó a su Hijo por nosotros para que se convirtiera en el hermano de todos los abandonados y los llevara a Dios”, ha recordado Jürgen Moltmann, un teólogo de nuestros días atento a lo universal del sufrimiento y a la universalidad de la esperanza.