“Peregrinos de la esperanza”, lema del Jubileo de 2025 para un mundo a la deriva
El 9 de mayo 2024, en la solemnidad de la Ascensión, el papa Francisco publicó la bula de convocatoria del Jubileo Ordinario del año 2025, Spes non confundit (SNC). Se trata del XXXI Jubileo de la Iglesia católica, después del primero de ellos, proclamado por el papa Bonifacio VIII en el año 1300.
El título del Jubileo 2025 procede de una cita de la carta de San Pablo a los Romanos: “La esperanza no defrauda”, porque ofrece la certeza del amor de Dios (cf. Rm 5, 5) (SNC, 1). Pero el papa Francisco, tal como es su costumbre, no solo se dirige a los católicos sino a todos los humanos que buscan sentido a la vida en un mundo que se percibe sin rumbo.
La conclusión del documento es una apremiante invitación a hacer brotar semillas de esperanza en el corazón y, para las personas cristianas, a escuchar la palabra de Dios, que se dirige a nosotros en nuestro camino hacia el Jubileo. Habiendo buscado refugio en el Señor, “nos sentimos poderosamente estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece”.
“Esta esperanza que nosotros alimentamos es como un ancla del alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allí mismo donde Jesús entró por nosotros, como precursor” (Hb 6, 18-20) (SNC, 25).
2025: un año para la esperanza
Pero la esperanza no es solo una virtud teologal. También se refiere a las expectativas personales y sociales de toda la humanidad. Si en nuestra sociedad domina la llamada cultura “líquida” (Zygmunt Bauman) de la banalidad, es porque los humanos perciben que han debilitado o perdido la esperanza en el futuro. Vivir en un mundo en paz, en armonía social y con la naturaleza, y en el que se respeten los derechos humanos parece un horizonte inalcanzable. Una utopía. Antes de caer en la distopía o en las posturas conspiranoicas, se opta muchas veces por lo que el sociólogo Díaz Salazar llamaba la “cultura de la ceguera y del olvido”.
Huir de la realidad, no afrontar los retos de una nueva era emergente, es la solución más fácil. Por eso, en un extenso artículo sobre el Jubileo 2025, en La Civiltá Cattolica, se nos indica que Francisco comienza con el deseo de que este Año Santo “sea para todos una ocasión de reavivar la esperanza” (SNC, 1). El Jubileo se abre en una dimensión de evangelización universal, para todos: va más allá de las fronteras eclesiales, porque “en el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana” (ibid.). Se trata de hacer brotar la esperanza en una tierra que parece reseca.
Si la vida se compone de alegrías y tristezas, de pruebas y dificultades, y si la esperanza parece derrumbarse ante el sufrimiento, Pablo, de manera desconcertante, escribe: “Nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza (Rm 5, 3-4)» (SNC, 4). La “constancia” (o “paciencia”), combinada con la esperanza, consiste en mantenerse firme en las pruebas, no desanimarse, perseverar, no tener prisa en una época en la que estamos acostumbrados a quererlo todo e inmediatamente.
El camino que es la vida
De este entrelazamiento de “esperanza” y “paciencia” surge la vida cristiana como “un camino”, del que la peregrinación es un signo, “típico de quienes buscan el sentido de la vida” (SNC, 5). Es un viaje que requiere tiempos fuertes para alimentarse y fortalecerse, a fin de vislumbrar la meta: “el encuentro con el Señor Jesús” (ibid.). Este encuentro guía a los peregrinos que vendrán a Roma y a los que visitarán las iglesias jubilares para celebrar el Año Santo.
En la historia, muchas veces la gracia del perdón ha sido concedida a los fieles de un modo nuevo y especial: el “perdón” de Celestino V en 1294, y aún antes, en 1216, la gracia jubilar solicitada por san Francisco a Honorio III para la Porciúncula, así como la de 1122 por Calixto II para la peregrinación a Santiago de Compostela. Inicialmente, el Jubileo se celebraba cada 100 años, reduciéndose posteriormente a 50 en 1343 por Clemente VI y a 25 en 1470 por Pablo II. También ha habido Jubileos extraordinarios: en 1933, el convocado por Pío XI para el aniversario de la Redención y retomado en 1983 por Juan Pablo II; el de 2015 por Francisco, para “encontrar el ‘Rostro de la Misericordia’ de Dios”, en el 50 aniversario del Vaticano II.
Estos acontecimientos se plasmaron en la “peregrinación” a Roma para venerar las tumbas de los apóstoles en las basílicas de San Pedro y San Pablo. En 1350 se añadieron también las basílicas de Letrán, Santa María la Mayor y San Lorenzo Extramuros. Más tarde, se añadió otro signo, el de la Puerta Santa, posiblemente instituido por Sixto IV o Alejandro VI. Esta “puerta de salvación” indica un encuentro vivo y personal con Cristo (cf. Jn 10, 7-9).
Jubileo para hacer rebrotar la esperanza
El Año Santo Jubilar de 2025 tiene algunas características especiales: aun estando en continuidad con los Jubileos anteriores, esta vez cae en el aniversario –1700 años– de la celebración del primer Concilio Ecuménico de Nicea en 325, un hito en la historia de la Iglesia “[que] tuvo la tarea de preservar la unidad, seriamente amenazada por la negación de la plena divinidad de Jesucristo y de su misma naturaleza con el Padre” (SNC, 17).
El Concilio se ocupó también de la datación de la Pascua. Por una coincidencia providencial, en 2025 la fecha de esta fiesta caerá el mismo día para todos los cristianos: el 20 de abril. El Papa espera que sea una invitación general a dar un paso decisivo hacia la unidad estableciendo una fecha común para la solemnidad. El Año Santo coincide también con el aniversario –el 9 de noviembre de 2024– de los diecisiete siglos de la Basílica de San Juan de Letrán, catedral del Obispo de Roma, y apunta al mismo tiempo hacia 2033, cuando “se celebrarán los dos mil años de la Redención” (SNC, 6).
Este Jubileo comenzará con la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, el 24 de diciembre, y se clausurará el día de la Epifanía de 2026.
El Papa indica también que el domingo 29 de diciembre de 2024, en todas las catedrales, los obispos diocesanos celebrarán la Eucaristía como solemne apertura del Año Santo con el anuncio de la Indulgencia Jubilar.
El anuncio y los signos de la esperanza
Una novedad de la Bula consiste en presentar juntos el anuncio de la esperanza y los signos que la hacen concreta y tangible, con una referencia a la Gaudium et spes: “Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio”. (GS, 4)
Por tanto, los signos de los tiempos, que revelan la aspiración del corazón humano necesitado de salvación, deben transformarse en obras que hagan viva y tangible la esperanza.
El primero de los signos debe ser “la paz para el mundo, que vuelve a encontrarse sumergido en la tragedia de la guerra, según dice la Bula. La humanidad, desmemoriada de los dramas del pasado, está sometida a una prueba nueva y difícil cuando ve a muchas poblaciones oprimidas por la brutalidad de la violencia» (SNC, 8). El Papa se pregunta con aprensión si es demasiado soñar que las armas se callen y dejen de traer destrucción y muerte. “El Jubileo nos recuerde que los que ‘trabajan por la paz’ podrán ser ‘llamados hijos de Dios’ (Mt 5, 9)” (ibid.). Que no falten, tampoco, esfuerzos diplomáticos para construir una paz duradera.
El segundo signo palpable de esperanza es “una visión de la vida llena de entusiasmo para compartir con los demás” (SNC, 9). Hoy vemos en nuestro mundo la “pérdida del deseo de transmitir la vida” (ibid.), con un descenso impresionante de la natalidad. Desgraciadamente, hay que señalar la incomprensión de quienes “culpan al aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos, [lo que] es un modo de no enfrentar los problemas” (Laudato si’, 50)
Todos los creyentes y toda la sociedad civil tienen la tarea de testimoniar con la fecundidad del amor “el deseo de los jóvenes de engendrar nuevos hijos e hijas” para dar un futuro a su sociedad: “es un motivo de esperanza: porque depende de la esperanza y produce esperanza”. Más aún: la comunidad cristiana debe apoyar “la necesidad de una alianza social para la esperanza, […] que trabaje por un porvenir que se caracterice por la sonrisa de muchos niños y niñas” (ibid.).
La tercera manifestación de esperanza se refiere a los hermanos y hermanas que viven en condiciones de penuria. El Papa menciona a “los presos que, privados de la libertad, experimentan cada día —además de la dureza de la reclusión— el vacío afectivo, las restricciones impuestas y, en bastantes casos, la falta de respeto” (SNC, 10). Sería deseable prever para ellos iniciativas de esperanza como formas de amnistía, remisión de penas, vías de reinserción en la sociedad, respeto de los derechos humanos.
Que no falten signos de cercanía y acogida a los emigrantes, exiliados, refugiados, que abandonan su tierra huyendo de guerras, violencias, discriminaciones, en busca de un futuro mejor. Sobre todo, que la comunidad cristiana esté siempre dispuesta a defender el derecho de los más débiles, según la palabra del Señor: “Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo (Mt 25, 35-40)” (SNC, 13).
Por último, Francisco pide gestos que expresen apoyo y cercanía hacia los ancianos, a menudo solos y abandonados, abriéndoles así a la esperanza; en particular hacia los abuelos y las abuelas, “que representan la transmisión de la fe y la sabiduría de la vida a las generaciones más jóvenes” (SNC, 14). Sobre todo, invoca tales gestos “para los millares de pobres, que carecen con frecuencia de lo necesario para vivir. […] A menudo no tienen una vivienda, ni la comida suficiente para cada jornada. Sufren la exclusión y la indiferencia de muchos” (SNC, 15). Y casi siempre son víctimas por causas ajenas a su voluntad.
Llamamientos a la esperanza
Con ocasión del Jubileo de la esperanza, Francisco hace dos llamamientos a quienes tienen en sus manos el destino de la humanidad.
El primero es a intentar eliminar el hambre en el mundo, ya que “el hambre es un flagelo escandaloso en el cuerpo de nuestra humanidad y nos invita a todos a sentir remordimiento de conciencia” (SNC, 16), recordando que los bienes de la Tierra no son para unos pocos privilegiados, sino para todos. En particular, renueva una sentida súplica para que “con el dinero que se usa en armas […], constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres” (ibid.) (Fratelli tutti, 262).
El segundo llamamiento se dirige a las naciones ricas y se refiere a la deuda internacional: los países ricos “se comprometen a condonar las deudas de los países que nunca podrán saldarlas” (ibid.). El Papa señala: “Antes que tratarse de magnanimidad es una cuestión de justicia, agravada hoy por una nueva forma de iniquidad de la que hemos tomado conciencia: Porque hay una verdadera ‘deuda ecológica’, particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada […] con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países” (Laudato si’, 51). Como enseña el Levítico, la Tierra pertenece a Dios y todos la habitamos como “extranjeros y huéspedes” (Lev 25, 23). Se trata de una cuestión fundamental si queremos allanar el camino hacia la paz en el mundo.
La esperanza orienta la vida
La parte central de la Bula nos lleva a reflexionar sobre el objetivo de nuestra esperanza. La esperanza “se fundamente en la fe y se nutre de la caridad” (SNC, 3). Las tres virtudes teologales enuncian la esencia de la vida cristiana (cf. SNC, 18), pero la primera establece la orientación de la vida del creyente hacia “la vida eterna como nuestra felicidad” (SNC, 19).
Nuestra fe así lo profesa: “Creo en la vida eterna” (ibid.). La Constitución Gaudium et Spes lo confirma: “si falta la esperanza en la vida futura, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas […], y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar”. (GS, 21)
“Nosotros, en cambio, en virtud de la esperanza en la que hemos sido salvados, mirando el paso del tiempo, tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no corre hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que está orientada hacia el encuentro con el Señor de la gloria” (ibid.).
Francisco se detiene en los grandes interrogantes que surgen en nosotros ante la muerte de los seres queridos, donde todo parece terminar en la nada. El apóstol Pablo nos invita a mirar al Señor: “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día” (cf. 1 Cor 15, 3-5). Allí donde Cristo ha pasado por nosotros, está la certeza de que, gracias a Él y al don del bautismo, “la vida no se quita, sino que se transforma”, para siempre (como se lee en el Prefacio de la misa de difuntos).
Francisco ha escrito una Oración del Jubileo
Padre que estás en el cielo, la fe que nos has donado en tu Hijo Jesucristo, nuestro hermano, y la llama de caridad infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, despierten en nosotros la bienaventurada esperanza en la venida de tu Reino.
Tu gracia nos transforme en dedicados cultivadores de las semillas del Evangelio que fermenten la humanidad y el cosmos, en espera confiada de los cielos nuevos y de la tierra nueva, cuando vencidas las fuerzas del mal, se manifestará para siempre tu gloria.
La gracia del Jubileo reavive en nosotros, Peregrinos de Esperanza, el anhelo de los bienes celestiales y derrame en el mundo entero la alegría y la paz de nuestro Redentor. A ti, Dios bendito eternamente, sea la alabanza y la gloria por los siglos. Amén.
Doctor en Ciencias Geológicas, experto en Paleontología. Licenciado en Teología
Asociación Interdisciplinar José de Acosta