Adiós a un obrero de la cultura

Adiós a un obrero de la cultura

En muchas ocasiones he oído la afirmación de que la clase obrera ha muerto. Que ese concepto ya no existe como tal, porque la sociedad ha cambiado y resulta molesto seguir erre que erre con aquello de la lucha de clases y el empeño marxista de querer dividir el mundo entre quienes producen bienes y servicios y quienes se lucran por medio de ellos.

Ese rechazo a reconocer la existencia de un conflicto social me duele, especialmente, cuando se argumenta en el mundo eclesial, ya que parece afirmar que aquellas dimensiones del ámbito de la política y de la economía no tienen vínculo alguno con un sentido trascendente de la existencia humana. Si a todo ello le añadimos la descalificación hacia las personas que se identifican con una clase social determinada –y su modelo cultural–, aunque sus orígenes, profesiones o cuentas corrientes disten de lo comúnmente aceptado, pues ya tenemos el cóctel perfecto para justificar una contradicción que salva la mala conciencia. O lo intenta.

Esto viene a cuento al hilo de la muerte de Joaquín García Abellán, Chipola, que se nos ha ido este fin de semana. En realidad, se marchó hace tiempo, pero en la etapa más reciente siempre ha estado junto a quienes le apreciábamos y compartíamos sus opciones de vida a través de Irene, su mujer, sus hijas, sus hermanos Nico y Cinta –también Rosendo, que se marchó mucho antes– y, por supuesto, mediante sus generosas y significativas obras a través de la viñeta, el comic, el dibujo, la pintura y la creatividad publicitaria.

Chipola vendría a ser el exponente de esa figura del intelectual, del creador, que toma partido desde el minuto cero por una de las opciones que nos presenta la vida: la de las personas empobrecidas o la de quienes causan y provocan la pobreza y la exclusión, sea de manera activa o mirando hacia otro lado. Nos toque un lado u otro del mundo en el tablero de la vida. Con verdades máximas y con contradicciones inherentes al ser humano.

Desde joven le conocí en un lado del mundo. Aquel que mostraba la sensibilidad con las causas aparentemente perdidas que son capaces de cambiar lo establecido. Sea el mundo obrero, la educación popular, la solidaridad con la persona migrante, la de los barrios excluidos, la de quienes padecen la pobreza en sus múltiples formas y manifestaciones, como la habitacional. Y todo ello desde una dimensión sorprendente: la que le llegaba de la fe profunda en Jesús de Nazaret. Una fe que supo plasmar de manera brillante en aquellos materiales catequéticos de Infancia a comienzos de los 90.

Menudo batiburrillo el de nuestro hermano Chipola para poder conjugar todo eso en medio de un mundo en el que le tocó desempeñar un papel de empresario de la publicidad y la comunicación en los felices años 80 y primeros de los 90 del pasado siglo, hasta que llegaron las sucesivas crisis y, por qué no, también los cambios políticos en esta nuestra Región de Murcia que le pasaron factura. Aderezada de una singular personalidad que, a la vez que ejercía una confianza ciega en su poder de convicción, estaba preñada de gestos de generosidad que en diversos momentos no le fueron correspondidos como él esperaba.

Cualquier historia personal está llena de luces y sombras. De que predominen las primeras frente a las segundas nos permite albergar ese rostro de quien nos queda en la retina de la existencia. En Chipola dominan las primeras. En su generosidad, en sus gestos de cariño, en su sinceridad que no estaba exenta de su incisiva visión acerca de personas y sus actitudes. Esa dimensión paternal y maternal del Dios que le otorgó el don del trazo grueso, del juego del color, del personaje y de las historias que contó a lo largo de la vida, le permitió siempre estar cerca de los niños, de los hijos e hijas de militantes hoacistas que entregaban sus brazos en ofrenda para que aparecieran dibujadas en su piel esas serpientes o figuras mitológicas inverosímiles que causaban sorpresa a propios y extraños.

Con la marcha de Chipola se nos va un obrero de la cultura, un trabajador del humor no exento de acidez, un artesano del trazo repleto de sentido y sensibilidad, un visionario de los acontecimientos que presagiaban cambios, un irredento creyente que nunca fue meapilas pero que siempre tuvo claro desde qué lugar del compromiso cristiano volcaba toda su riqueza creativa. La HOAC, como innumerables colectivos sociales, educativos, culturales y políticos, le debe una nómina repleta de piropos y agasajos que, como buen artista que se precie, necesitaba atesorar para sentirse querido y valorado. En realidad, y en el fondo, todo era a causa de su fragilidad que bien conocían quienes han estado más cerca en su vida.

Miseria, el perro de la familia Chipola de los 80, le habrá recibido agitando ese rabillo en señal de alegría en el cielo de quienes se lo ganan a diario, de quienes tienen claro el lugar que ocupan en el mundo, del obrero carpintero de Nazaret que invita a coger el testigo de quienes están del lado humilde de la historia. Ni la clase obrera ha muerto, ni ha dejado de tener sentido el compromiso con las personas empobrecidas.

 

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