El choque entre Gobierno y obispos por la pederastia
Poco antes de la carta de Pedro Sánchez a la ciudadanía comunicando que se retiraba de la vida pública hasta el 29 de abril, creo que la decisión más importante tomada por su Gobierno ha sido el plan para implementar algunas de las recomendaciones formuladas por el Defensor del Pueblo en su Informe sobre abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia católica y el papel de los poderes públicos (2023). El Gobierno, en sintonía con dicho Informe, ha decretado un plan para el reconocimiento y atención de las víctimas, la reparación del daño causado, así como para la prevención, formación, sensibilización, información e investigación de los casos. Además, ha decretado la creación de un órgano mixto de colaboración entre el Estado y la Iglesia que permita coordinar la reparación, comprometiéndose a ir planteando posibles medidas preventivas.
La respuesta de los obispos –adelantada unos pocos días antes por su presidente, mons. Luis Argüello, a Félix Bolaños, ministro de la Presidencia y Justicia– ha sido de una rapidez y contundencia inusitadas: en aquel encuentro ya se le habría manifestado la “disposición” de la Iglesia “a colaborar en los ámbitos de su responsabilidad y competencia, pero siempre en la medida” en que se abordara “el problema en su conjunto” ya que, “no se pueden plantear unas medidas de reparación” que, siguiendo el Informe del Defensor del Pueblo, acabarían dejando “fuera a 9 de cada diez víctimas”.
¿Cuáles pueden ser las cuestiones de fondo de este enfrentamiento? Tras haber leído los tres Informes al respecto (el del Defensor del Pueblo, el del bufete Cremades & Calvo Sotelo y los de la misma Conferencia Episcopal), creo que, básicamente, dos.
La primera, referida al criterio que se ha empleado para cuantificar la cifra de víctimas de la pederastia, tanto eclesial como social. En el Informe del Defensor del Pueblo, a la vez que se recabaron 487 testimonios, se encargó una encuesta a GAD3 con el fin de “determinar la prevalencia del fenómeno” de los abusos sexuales y “poder situarlo en el contexto de la problemática general de la violencia sexual contra la infancia”. A partir del sondeo sociológico realizado, hubo medios que extrapolaron los porcentajes sosteniendo que las víctimas en el ámbito religioso (incluidas otras confesiones no católicas y agresores seglares) vendrían a ser 440.000. Fue una extrapolación que Narciso Michavilla, director de GAD3, calificó, pocos días después, de “delirio estadístico”.
El Informe Cremades & Calvo Sotelo, por su parte, propuso, a partir de “denuncias creíbles”, “una estimación” según la cual habría habido un “mínimo de 2.056 víctimas” eclesiales. Finalmente, la Conferencia Episcopal Española, defendió en el suyo propio, a partir de lo que calificó “casos probados”, la existencia de 806 denuncias de las que 205 estarían probadas. Y concluyó que la pederastia en la Iglesia era, comparativamente con la existente en el conjunto de la sociedad, “muy escasa” o “cuasi-residual”. Por tanto, el problema, era, ciertamente, eclesial, pero, sobre todo, social. Y, por ello, la responsabilidad mayor correspondía a los líderes políticos y a las instituciones públicas.
Creo que son estas diferencias de criterios y cifras las que explican que los obispos hayan objetado al Gobierno que “la Iglesia no puede aceptar un plan que discrimina a la mayoría de las víctimas de abusos sexuales”. Y no lo puede aceptar porque “parte de un juicio condenatorio de toda la Iglesia” que, “realizado sin ningún tipo de garantía jurídica”, da por bueno “un señalamiento público y discriminatorio por parte del Estado. Al centrarse sólo en la Iglesia católica, aborda únicamente una parte del problema. Es un análisis parcial y oculta un problema social de enormes dimensiones”. Y también creo que son estas diferencias las que explican que mons. Luis Argüello indicara el 23 de abril, a través de su perfil en la red social X, que “la Iglesia no quiere que el Estado asuma su responsabilidad económica, moral y espiritual con las víctimas de abusos ni que el Gobierno regule lo que no le corresponde”.
Pero también hay una segunda cuestión de fondo que, lamentablemente, está siendo ignorada por los obispos y que les atañe tanto o más que todo este asunto de diferenciados criterios, cifras y competencias y que, por lo que he leído, visto y oído, no ha aparecido nunca en sus labios, al menos, hasta el presente: la denuncia, también formulada por el Defensor del Pueblo, de que la pauta habitual de la Iglesia, “al menos a nivel oficial”, ha sido la minimización o negación del problema; algo, particularmente grave, vista “su aspiración a ejercer un liderazgo moral”. Y que, por ello, la Iglesia católica está necesitada de “un cambio estructural (…) en la línea de lo que han reclamado los informes emitidos en otros países”. Me gustaría escuchar alguna palabra –autocrítica y propositiva al respecto– por parte de los obispos y de su presidente. Y que fuera tan rápida y contundente como la escuchada estos días sobre cifras, criterios y competencias.
Me temo que estoy pidiendo un imposible.
Sacerdote diocesano de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria).
Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ediciones HOAC, 2021)