Una escuela en El Hoyo

Una escuela en El Hoyo
Escuela de adultos en el asentamiento de El Hoyo (Almería)
Había quedado a las 18:00 h con Daniel Izuquiza, en «El 21», en la salida que va hacia San Isidro (Níjar). Dani viene acompañado de otro compañero jesuita colombiano que pasa unos días en la casa de Almería. Nos dirigimos por una carretera comarcal hacia el asentamiento de El Hoyo.

Tenemos que ir esquivando a personas en patín, bicicleta o andando que regresaban de su jornada de trabajo en los invernaderos. Nada más dejar la carretera y tomar un camino de tierra, un joven en bici le hace señas al vehículo de Daniel. Se detienen y charlan un momento.

Continuamos por un camino de curvas, subidas y bajadas hasta que, desde un montículo, divisamos el asentamiento. No es muy grande, aunque está algo esparcido, unas 150 chabolas construidas con madera y plástico, básicamente.

Llegamos a las primeras viviendas y aparcamos nuestros coches, ya hay un grupo de unas 12 personas esperando para participar en la escuela, algunos con un bloc en las manos. Al bajarnos nos saludan uno a uno de una forma acogedora, hasta cariñosa.

En el mismo instante llegan los profes: Joaqui, también jesuita, María, de la Compañía de María, y Khadija, que es filóloga. Siguen llegando personas a la escuela, en su mayoría hombres y alguna mujer, todos marroquíes, jóvenes, con una media de treinta años.

La escuela consta de dos aulas fabricadas igual que las casas, aunque el aula principal tiene suelo y hasta una columna central. La otra es la cochera de uno de los vecinos que saca su coche durante un par de horas para que se convierta en aula. Enseguida, entre todos colocan las sillas, de mil colores, cedidas de aquí y de allá, y colocan unos focos con baterías para que alumbre la clase.

Dani nos invita a pasear por las «calles» del poblado y nos va contando. La escuela la comenzaron hace un año, nadie los introdujo allí, sino que un día se presentaron y conocieron el lugar y a las personas. Les hicieron la propuesta de montar allí una escuela para aprender en principio español. Parece que fue bien acogida la idea, buscaron la ubicación y se corrió la voz de que las clases iban a ser martes y jueves de seis a ocho de la tarde. De esta forma, cada tres meses inician grupos nuevos y a los que acaban se les da un certificado de 50 horas, algunos siguen después, los más interesados.

Nos paramos con uno de los vecinos y le explica a Dani que están trabajando para construir una tercera aula, porque la demanda es mucha y el espacio se queda pequeño, le solicita clavos, que se les han terminado para seguir con la construcción.

Solo desde octubre del 2023 hasta febrero de este año han participado en las clases unas 150 personas. Seguimos andando por la zona y nos vamos cruzando con otras personas que nos saludan, algunos se abrazan con Dani e intercambian afectos y alguna que otra consulta. La mayoría se dirigen a la escuela, acaban de llegar de trabajar, se han lavado y con ganas van a participar en las clases.

Se las ingenian como pueden, en un
medio tan hostil, para colgar los focos,
cargar su móvil, ir a comprar, tener
el agua…, ellos articulan auténticas
dinámicas de supervivencia

Se hace de noche y solo se ve la luz de la escuela, no hay otra. Dani nos muestra un lugar donde depositan las basuras en las afueras, porque, aunque han negociado con el ayuntamiento, no van a recoger las basuras, momentáneamente han colocado unos contenedores de forma privada que financia otra entidad del tercer sector, «pero se trata, no de solucionarles estos problemas, sino de que sean ellos los que sean conscientes y luchen por ello, generar dinámicas comunitarias».

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Nos sigue contando Daniel que uno de los problemas más importantes que tenían era la necesidad de obtener el certificado de empadronamiento, pero el Ayuntamiento de Níjar se negaba, vulnerando así un derecho. Iniciaron, con Javi, un abogado que participa en el proyecto del Servicio Jesuita de Migrantes, un proceso, logrando empadronar hasta 50 personas, nos comenta Dani, «pero actualmente siguen poniendo trabas para realizarlo y este último trimestre los han estado denegando, con mil pretextos absurdos».

Nos dirigimos de nuevo hacia la zona de la escuela, y encontramos tres espacios juntos, pero bien diferenciados, las dos aulas y la «Ofifurgo», es decir la furgoneta del proyecto convertida en oficina, con las puertas traseras abiertas. Mientras se están dando las clases, otros están arreglando papeles, solicitud de tarjetas sanitarias, de certificados de empadronamiento o cualquier otra demanda que les requieren y que ellos deben presentar.

Se las ingenian como pueden, en un medio tan hostil, para colgar los focos, cargar su móvil, ir a comprar, tener el agua…, ellos articulan auténticas dinámicas de supervivencia. Se les nota, a quienes prestan su tiempo y sabiduría, agradecidos. ¿Por qué estos individuos vienen cada semana, a estas horas, a este lugar perdido a dar clases a personas que no conocen de nada?

Las clases se las toman de forma sería, pero no es algo encorsetado, sino que permite espacios y momentos de bromas y risas. Se trata de eso, nos dice Dani, «que aprendan el idioma, pero que a la vez se lo pasen bien, les sirva de un rato de relajarse, de convivir de otra forma con los otros, de hacer comunidad».

Mientras que en una de las clases están hablando sobre distintas partes del cuerpo y nombres de prendas de ropa, en la otra clase se les ve algo más avanzados, con alguna palabra más técnica y términos en femenino y masculino. María les encarga la tarea para el martes próximo: estudiar el verbo ser y los días de la semana. Así seguirán, tendrán que trabajar esas largas jornadas en el invernadero, llegarán una y otra noche sin luz, sin electricidad, con el agua en grifos cercanos, pero el martes y el jueves a las 18 horas estarán puntuales en clase.

 

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