¿De clase media o trabajadora?
Cuando inicio el curso sobre Economía Social pregunto a los alumnos y a las alumnas que se ubiquen en la clase social a la que piensan que pertenecen. Cada año las respuestas son similares, el 80% se ubica en la clase media, el resto en la trabajadora y, raramente alguien en la clase alta. Aunque hay un sesgo en la muestra, cuando pregunto por las razones de esa percepción, responden que se sitúan en la clase media por su capacidad de consumo, por la posibilidad de ir de vacaciones, ir de rebajas, de tener una casa en propiedad, ir a la universidad o, como me dijo una vez un alumno, permitirse caprichitos.
Pero cuando pregunto por las pautas de ingreso la cosa cambia; prácticamente el 70% del alumnado admite que sus progenitores son asalariados y que no obtienen ingresos adicionales de rentas del capital: es decir, que un 70% de los hijos e hijas de aquellas personas que viven exclusivamente de vender su fuerza de trabajo se creen de clase media.
La pauta de ingreso de la clase media puede ser definida como una combinación de rentas de capital y trabajo, mientras que la clase alta vive esencialmente del capital. Aunque habría que pormenorizar los datos, no pocas familias que viven de vender su fuerza de trabajo compensan su pérdida de poder adquisitivo mediante el endeudamiento; produciéndose un desclasamiento por una ilusión financiera de la clase trabajadora que imita la clase media obteniendo ese mix de rentas del trabajo y capital mediante deuda.
En febrero del 2022 el Financial Times (con datos de la OCDE) publicó un artículo que para el periodo 2000-2021 los salarios reales habían caído en España un 1,1%, mientras que el nivel de endeudamiento de las familias (Banco de España) se situaba en 2022, en un 54,4% de PIB.
Quizá el origen de todo esto se encuentre en el relato de persuasión del bloque occidental, que desde la Guerra Fría se articuló ensalzando la clase media y argumentado que con el bienestar material que proporcionaba, la clase trabajadora dejaba de existir como tal.
Lakoff habla de la importancia del lenguaje como determinante de percepción de la realidad. Encontramos empresas que democratizan la moda, ofertas de empleo que buscan colaborador/a, y el empresario ahora es un CEO. Con este lenguaje se consigue eliminar el sentimiento de confrontación e intereses contrapuestos.
La distribución del valor generado por las personas trabajadoras queda en segundo término; y la disparidad entre el crecimiento exponencial de las rentas del capital en relación con las del trabajo se hace cada vez más acuciante (Picketty).
El capital ha conseguido quebrar la fraternidad de la clase trabajadora. Ver a trabajadores y trabajadoras del sector del automóvil de una misma empresa, pero ubicados en distintos puntos del planeta, competir entre ellos –a costa de salarios más bajos– para atraer la producción, representa la quintaesencia de ese triunfo del capital.
El XXI es el siglo de las identidades, nacionales y religiosas, que por definición son excluyentes. Unas identidades que sirven muy bien para despistar al trabajador y a la trabajadora que, mediante una ilusión pagada con endeudamiento y relatos emocionales, confronta contra quien debería ser su aliado.
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Texto original publicado en Economistas Frente a la Crisis.
Miembro de Economistes Davant la Crisi (EFC Cataluña). Director de la Catedra de Economía Social del Tecnocampus de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona