También hay buenas noticias: la capa de ozono
Dado que en el pasado mes de septiembre conmemoramos el Día internacional de nuestra capa protectora, es momento de señalar que no todas las noticias ambientales tienen que ser negativas. Recordemos cómo surgió el problema y la forma en que se gestó el acuerdo que llevó a su protección.
En 1923 se descubrió en la empresa General Motors un nuevo refrigerante, de mayor eficiencia y seguridad que los utilizados hasta entonces. En los años posteriores fueron descubiertos productos de la misma familia (alrededor de 20) a los que, por su estructura se les denominó CFC, compuestos químicos sencillos de gran estabilidad, buen rendimiento, seguros, sin toxicidad, de fácil manejo y bajo coste. Se utilizaron en más de 3.000 aplicaciones, como la refrigeración (en todos los sectores), espumas, disolventes, espráis, usos médicos, extintores…, con tal éxito que en los años 70 del pasado siglo se producían 1.000 millones de toneladas anuales, de las que un millón se emitían a la atmósfera.
Un equipo de la Universidad californiana de Irvine comenzó a investigar sobre el destino de estos productos, encontrando que su presencia en el aire, agua o suelos era pequeña. ¿Dónde podían estar entonces si se emitían en tan altas cantidades? Formularon para ello una hipótesis atrevida. Dado que sus tiempos de vida eran largos (alrededor de 100 años) podían ascender a la estratosfera y allí ser descompuestos por la radiación solar: el cloro que contenían quedaría liberado y este elemento sería el responsable de destruir nuestro ozono protector.
Lo que al inicio parecía alarmista fue corroborado por estudios posteriores. Si avanzaba la destrucción de la capa de ozono nos llegaría más radiación ultravioleta y aumentarían los cánceres de piel, lesiones oculares y trastornos inmunológicos. Los animales, la vegetación (y los cultivos), el plancton, los materiales…, también sufrirían las consecuencias, por lo que nos encontrábamos ante un problema que comprometía la vida, quizás el primer problema global del medio ambiente. Había que actuar.
La gran industria reaccionó negando la implicación de sus productos, señalando más bien a los ciclos solares o a los vientos en altura, pero todo fue apropiadamente refutado. Señalados ya los CFC como los únicos responsables, los científicos, en el ámbito de Naciones Unidad, promovieron un encuentro donde estuvieran todas las partes interesadas. Así, en un amplio proceso participativo, se firmó en 1987 el Protocolo de Montreal, en el que se proponía el 50% de reducción de los CFC para el año 2000. Pero las observaciones y estudios posteriores señalaron que no era suficiente, por lo que en la revisión del Protocolo en 1992 se acordó la prohibición definitiva para 1996. Y, efectivamente, desde esa fecha los productos que comprometían nuestra capa protectora quedaron definitivamente eliminados-
¿Y la industria? Pues la que tanto se había opuesto, dejó sorprendido al mundo, cuando en un plazo no superior a cinco años comenzó a fabricar productos sustitutivos. Sin que nadie haya notado merma en sus quehaceres cotidianos ni en su calidad de vida, habiendo sido productos empleados masivamente. Lo que demuestra que cuando se quiere, se puede, es decir, cuando existe voluntad política los medios técnicos suelen estar disponibles.
Naturalmente, quedan incertidumbres y aspectos por resolver, pero para mediados de siglo podremos volver a gozar íntegramente de nuestra capa protectora. Esta historia nos deja un importante precedente para que, una vez asumida la gravedad de un problema, todos los actores (desde la ciencia a la industria pasando por la Administración y la sociedad civil) busquen los mejores acuerdos para proteger la vida.
Ojalá esta misma filosofía pudiera extenderse al cambio climático y otros importantes problemas ambientales.
Doctor en Química.
Presidente de la Asociación Española de Educación Ambiental