En el origen de la crisis del Opus Dei (I)

En el origen de la crisis del Opus Dei (I)
Álvaro del Portillo con Juan Pablo II (1978). FOTO | Opus Dei, vía Flickr

Creo que casi todos somos conscientes –en particular, los entrados en años– de la sabiduría que arroja un dicho castellano según el cual lo que de joven es una virtud, de viejo es muy posible que acabe siendo una rareza. Es el refrán que me ha venido a la cabeza estos días en los que se ha cumplido un año de la Carta Apostólica Ad charisma tuendum (2022) por la que el papa Francisco modificaba algunos artículos de la, también, Constitución Apostólica Ut sit (1982), mediante la que Juan Pablo II erigió el Opus Dei como una Prelatura personal. Y, sobre todo, cuando me he fijado en la traducción del título dado a la modificación efectuada por Francisco: Ad charisma tuendum, es decir, para “salvaguardar el carisma” de este singular colectivo y organización eclesial o lo, que es lo mismo, con la voluntad de proteger y amparar el don, la gracia o el regalo de Dios que es el Opus Dei, según dicho magisterio papal.

Supongo que habrá habido quien, leyendo este primer párrafo, haya cuestionado el diagnóstico en el que se sustenta la tipificación del Opus Dei por Francisco como un carisma, recibida, por cierto, de Juan Pablo II. Y supongo, igualmente, que, de paso, habrá tenido problemas para acoger no solo la parte de verdad que atraviesa el refrán castellano que me ha venido a la memoria, sino también la idoneidad de tal ocurrente asociación: está por ver, se habrá dicho, que el Opus Dei haya sido en sus primeros tiempos y, particularmente, en la década de los setenta, ochenta y noventa del pasado siglo y en las de los inicios del presente, un “carisma” o, como se manifiesta en el dicho castellano, una “virtud”. Quien así haya reaccionado, ha de saber que su cuestionamiento no se encuentra ayuno de razones; ni tampoco su valoración. Y que, por eso, es altamente probable que no esté solo en su diagnóstico y apreciación: ni en las de entonces ni en las de la actualidad.

Pero también ha de saber que, a veces, el lenguaje en el discurso magisterial y, sobre todo jurídico, de la Iglesia (Constitución Apostólica, Carta Apostólica, Motu Proprio, Código de Derecho canónico, cánones, carisma, prelatura personal, etc.) –como también en el de la diplomacia más refinada y versallesca– puede confundir en una primera lectura. Y que, para enterarse del mensaje que realmente se está emitiendo en dicho formato, no queda más remedio que contextualizarlo tanto en la trayectoria histórica del colectivo reconocido y cuestionado, como en la de la institución –en este caso, el papado– que, en su día tuvo un interés particular en reconocer el Opus Dei y, ahora, en modificarlo. Y, por supuesto, tener muy presentes las reacciones –igual de versallescas que las vaticanas- de los directamente concernidos, así como las de quienes -sin cuidar, para nada, las formas– “les tienen ganas” o, simplemente, hablan el “román paladino” con el que cada uno habla con su vecino. Es lo que intento ofrecer en estas líneas, consciente de que no es algo sencillo, entre otras razones, porque se trata de saber cuál ha sido y, previsiblemente, será, a partir de ahora, el papel y la influencia del Opus Dei en la Iglesia católica y en el mundo.

1. Juan Pablo II, el Papa del Opus Dei

No creo que aporte nada nuevo si recuerdo que Juan Pablo II fue el Papa que acogió y colocó al Opus Dei en lo más alto de la estructura jerárquica de la Iglesia. Y tampoco si indico que no faltan quienes argumentan –con el saber que da el tiempo pasado desde entonces– que lo hizo por la sorprendente deriva de la Compañía de Jesús durante el mandato del padre Arrupe (1965-1982) y, sobre todo, a partir de la Congregación General de 1974. Tal reforma no fue de su agrado, en particular, por la centralidad que empezaron a tener la justicia y la opción por los pobres entre los jesuitas en todos los ámbitos de la actividad humana y por la subsiguiente recolocación del famoso cuarto voto de obediencia al Papa en función de tales preferencias. Según esta interpretación, es muy probable que dicho reajuste –al ser percibido como una equivocada deriva por Juan Pablo II– vendría a determinar que el servicio y el lugar, hasta entonces, prestados al obispo de Roma por la Compañía de Jesús pasara a ser ocupado por el Opus Dei, obviamente, con las oportunas adaptaciones.

Se comparta o no esta interpretación, lo cierto es que, al margen de la muy complicada relación de Juan Pablo II con los jesuitas –recuérdese su intervención nombrando al padre P. Dezza en 1982 delegado personal suyo al frente de la Compañía–, el lugar y el servicio, hasta entonces prestados por ellos, van a ser ocupados, primero, por el Opus Dei y, en un momento posterior, por los llamados nuevos movimientos. Es lo que creo que razonablemente se concluye cuando se analizan dos decisiones muy importantes en su pontificado: la promulgación de la Constitución Apostólica Ut sit (1982) y el reconocimiento papal de los nuevos movimientos después del Sínodo de 1987.

2. La Constitución Apostólica Ut sit (1982) 

Juan Pablo II señala –después de reconocer que el Opus Dei se ha esforzado en iluminar y poner en práctica “la misión de los laicos en la Iglesia y en la sociedad humana” y en promover “la santificación por medio del trabajo profesional”– que la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, ha ayudado “a los sacerdotes diocesanos a vivir la misma doctrina, en el ejercicio de su sagrado ministerio”. En un momento posterior, tras constatar su difusión “en gran número de diócesis de todo el mundo, como un organismo apostólico compuesto de sacerdotes y de laicos”, entiende que es necesario “conferir una configuración jurídica adecuada a sus características peculiares”. Cree oportuno atender a esta petición que, formulada en 1962 por el fundador del Opus Dei, adquiere la figura de una Prelatura personal “con el nombre de la Santa Cruz y Opus Dei o, en forma abreviada, Opus Dei”, erigiendo, a la vez “la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, como Asociación de clérigos intrínsecamente unida a la Prelatura” (I).

Seguidamente indica que la Prelatura se ha de regir tanto por el Código de Derecho Canónico y lo decretado en esta Constitución, como “por sus propios Estatutos, que reciben el nombre de ‘Código de derecho particular del Opus Dei’” (II). En el punto siguiente recuerda que “la jurisdicción de la Prelatura personal se extiende a los clérigos en ella incardinados” e, igualmente, “a los laicos que se dedican a las tareas apostólicas de la Prelatura”. Tanto unos como otros “dependen de la autoridad del Prelado para la realización de la tarea pastoral de la Prelatura” (III).

Como es de esperar, el obispo de la Prelatura, elegido “de acuerdo con lo que establece el derecho general y particular”, será confirmado por el sucesor de Pedro (IV). En cuanto tal, la Prelatura dependerá de la Sagrada Congregación para los Obispos y, dependiendo de la materia de que se trate, compete a dicha Congregación  gestionar el asunto “ante los demás Dicasterios de la Curia Romana” (V). Por su parte, el Prelado de la Prelatura “presentará al Papa, a través de la citada Congregación, un informe acerca de la situación de la Prelatura y su desarrollo apostólico” (VI).

El resultado inmediato de esta Constitución Apostólica fue que Álvaro del Portillo, elegido presidente general del Opus Dei en 1975, quedara confirmado y nombrado Prelado de la Prelatura personal de la Santa Cruz y Opus Dei, y que se continuara con un proceso –ya iniciado hacía tiempo, de institucionalización de un carisma (con el riesgo inherente de esclerotización que acompaña) y, a la vez, de una extraña y atípica “normalización” en la Iglesia católica: con bautizados (presbíteros y laicos)– que, afincados en una iglesia local, dependían de otro obispo presidiendo la Prelatura personal, contaban con un derecho propio que les habilitaba como miembros de la estructura jerárquica de la Iglesia y tenían su propia estrategia pastoral, independiente de la de la diócesis en la que residieran[1].

No extraña que, a partir de esta decisión, fueran muchos los prelados con enormes dificultades para aceptar de buen grado tal Constitución Apostólica. Ni que fueran más los católicos que percibieran la creación de dicha Prelatura personal como el impulso de unos quintacolumnistas al servicio de un modelo de Iglesia (el del papa K. Wojtyla) que ya, para entonces, empezaba a ser percibido como difícilmente compatible con el aprobado por la mayoría en el aula conciliar y ratificado por Pablo VI. Quizá, por eso –y también por otras prácticas eclesiales, vinculaciones políticas, opciones económicas y posicionamientos culturales, muy comunes, desde hacía tiempo, entre una parte de sus miembros– afloró y empezó a socializarse su desgraciado reconocimiento, bastante usual antes de esta Constitución Apostólica, como la “Santa Mafia”.

Pero esta decisión papal, siendo la más importante, no fue la única de calado durante el pontificado de Juan Pablo II, el Papa que, además de ser el gran valedor del Opus Dei, también lo fue de los llamados nuevos movimientos, tal y como se evidenció en el Sínodo ordinario de 1987. En el transcurso de este Sínodo y, sobre todo, en el tiempo inmediatamente posterior a su finalización, pudo verse que la institución papal, anclada, como todavía estaba, en la comprensión de la autoridad recibida del Vaticano I (1870) y nada partidaria de implementarse en conformidad con la aprobada en el Vaticano II (1964), necesitaba –como obispo del mundo que pretendía seguir siendo– de colectivos que, hasta entonces carismáticos, estuvieran dispuestos a ponerse a sus órdenes y, por ello, felices de ser institucionalizados, tal y como lo había sido el Opus Dei o de otra manera.

3. El sínodo ordinario de 1987

Previsto para 1986, la celebración del VII Sínodo ordinario se interrumpió por la Asamblea extraordinaria (1985) dedicada a “la aplicación  del Vaticano II a las nuevas exigencias de la Iglesia”. Este sínodo, dedicado al laicado, tuvo que desplazarse, por decisión papal, a otoño de 1987, permitiendo una mejor preparación de un tema que se consideraba –tal y como venía formulado– oceánico: “vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los 20 años del Vaticano II”[2].

Aun cuando las cuestiones planteadas en la fase preparatoria se centraron en una gran variedad de asuntos, el Sínodo giró en torno a tres grandes preocupaciones:

  • qué se entiende por “laico”,
  • la emergencia de los nuevos movimientos y su relación con el ministerio episcopal y
  • la presencia corresponsable de la mujer en la comunidad cristiana.

No faltaron intervenciones que subrayaron las ausencias laicales en campo tales como la cultura, la política y la comunicación social, pero fue una cuestión que no logró hacerse un sitio significativo en el transcurso de los debates sinodales y que en el documento postsinodal pasará con más pena que gloria. Los centros de interés y las grandes preocupaciones no circulaban por este camino.

En las intervenciones que se sucedieron del 3 al 13 de octubre (204 orales y 38 escritas y 20 de oyentes, laicos en su mayoría) se pueden apreciar claramente dos tendencias de fondo: una, más preocupada por salvaguardar el papel del ministerio ordenado, y, la segunda, partidaria de favorecer una mayor y creciente intervención ministerial del laicado. Dejando para otra ocasión y momento los asuntos referidos a la indefinición de lo que se entiende por “laico” y a la presencia corresponsable de la mujer en la comunidad cristiana, en esta ocasión me interesa recordar el debate habido en el aula sinodal sobre los llamados “nuevos movimientos” y la decisión tomada al respecto por Juan Pablo II en la Carta Postsinodal Christifideles laici (1988).

4. Los “nuevos movimientos” y su relación con el ministerio episcopal

El tema estrella de este Sínodo fue el de las difíciles relaciones entre los “movimientos” y las jerarquías diocesanas, variante actualizada de otra tensión que atraviesa toda la historia de la Iglesia entre carisma e institución[3]. Hasta no hacía mucho, tales tensiones surgían entre las órdenes religiosas llamadas “exentas” y los obispos. La novedad era que ahora se daban entre ellos mismos y los movimientos apostólicos, particularmente los de índole supradiocesana.

Estos son asociaciones y movimientos de carácter nacional e internacional, más ágiles y vitales que la Acción Católica tradicional. Tienen nombre y trayectoria consolidada en la iglesia posconciliar: son, además del Opus Dei,  el “movimiento focolar”; la “renovación carismática”; las “comunidades neocatecumenales”; la “Legión de María”; los “equipos de Notre Dame”; la “Obra Schönstatt”; “Comunión y liberación”; la “institución teresiana”, y otras muchas.

Algunas de ellas habían cambiado de estructura jurídica y, de institutos seculares, habían sido transformadas en “prelatura personal” (el caso ya reseñado del Opus Dei) o en simples “asociaciones laicales”. Se calculaba que la cifra de afiliados y afiliadas a todos estos movimientos alcanzaba la cifra de veinte millones de personas. Sus actuaciones en las diócesis eran muy variadas, oscilando entre la pasividad y la autonomía.

No pocas de estas instituciones divulgaban orientaciones elitistas y conservadoras e, incluso, fundamentalistas. Todo esto generaba tensiones con bastantes obispos. Algunos movimientos tenían a sus fundadores y directores en el aula y se consideraban, con razón, predilectos del Papa.

El debate sobre estos movimientos llevó a que muchos sinodales reconocieran que las parroquias, particularmente en las grandes ciudades, aun siendo una mediación pastoral prioritaria y de primer orden, estaban desbordadas por el anonimato y no daban abasto a toda la actividad pastoral.

En el aula aparecieron dos líneas de evaluación, paralelas y, frecuentemente, divergentes: la primera, que centraba su atención en las reservas que provocaban estos nuevos movimientos y, la segunda, de claro apoyo y defensa.

Lorscheider (OFM) alabó, en nombre de la mayoría de la Conferencia Episcopal Brasileña, la existencia de estos “movimientos”, pero llamó la atención, en primer lugar, sobre la necesidad de su inserción orgánica en la pastoral local ya que la comunión con el pastor supremo llevaba consigo la comunión con el pastor de la Iglesia particular. Y, en segundo lugar, sobre el riesgo de encapsularse y sentirse autosatisfechos bajo el amparo de una espiritualidad intimista que no se abre ni a la vida social ni a los problemas locales, especialmente a los planteados por los pobres

Al día siguiente habló, en nombre propio, L. Giussani, fundador de “Comunión y Liberación”, designado por el Papa para participar en el Sínodo. Después de señalar que tales “movimientos” eran manifestación del Espíritu en la Iglesia, dijo que era necesaria la acogida por parte de la iglesia local pero también que el obispo reconociera las peculiaridades del “movimiento”. Apeló al sumo pontífice como solución a las posibles tensiones que pudieran surgir.

A L. Giussani le sucedió en la defensa de los nuevos movimientos el obispo alemán P. J. Cordes, vicepresidente del Consejo pontificio para los laicos, quien sostuvo que en los “movimientos” no había más que actitudes positivas, a pesar de que algunos obispos se mostraran escépticos y los prohibieran, probablemente, porque desbordaban su autoridad. Había que adoptar -enfatizó- una actitud espiritual y no política, no olvidando que el Papa es el garante de la comunión entre las Iglesias. Esta defensa no le impidió reconocer que, a veces, estos “movimientos” provocaban tensiones y dificultades, pero el vino nuevo hacía estallar los odres viejos. Se refirió de manera explícita a los “Focolari”, “Comunión y Liberación”, “la “renovación carismática” y los “Neocatecumenales”. No apuntó ninguna reserva sobre ellos. Esto, en la práctica, era una inequívoca toma de posición “oficial” a su favor.

Sin embargo, la polémica no acabó con esta defensa de los “movimientos”. Dos días después tuvo una rotunda intervención el cardenal arzobispo de Milán, C. Mª. Martini, presidente a la sazón de las CC.EE. europeas. Recordó la responsabilidad del gobierno pastoral diocesano para discernir tanto a las personas como a los ideales, ideologías y praxis de tales “movimientos”. Hizo un elenco de los diferentes discernimientos: doctrinal y pastoral. Insistió en la necesidad de averiguar los auténticos carismas en la Iglesia y que, con Pedro y bajo Pedro, los pastores eran los maestresalas que reparten el vino nuevo que, por cierto, no faltaría a la Iglesia. La prensa –teniendo conocimiento de las tensiones habidas en Milán– vio en esta intervención una respuesta a L. Giussani y dejó escapar que también había una clara respuesta a la intervención de P. J. Cordes.

5. La encíclica postsinodal Christifideles laici (1988)

La encíclica Christifideles laici es uno de los documentos más largos (si no es el más extenso) de todo el magisterio pontificio. Llama la atención porque recoge lo esencial de las proposiciones formuladas por los obispos en el Sínodo celebrado el año anterior y, sobre todo, porque se procede a una relectura de la teología conciliar sobre el laicado desde el imaginario de la Iglesia como comunión: “solo dentro de la Iglesia como misterio de comunión se revela la ‘identidad’ de los fieles laicos, su original dignidad. Y sólo dentro de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo”[4]. Como se puede apreciar, desaparece toda referencia a la Iglesia como Pueblo de Dios. Esta ausencia, va a marcar toda la reflexión sobre el laicado y la Iglesia en los próximos decenios.

Curiosamente, esta opción eclesiológica viene precedida de un diagnóstico en el que se explicitan las dos tentaciones a las que no siempre ha sabido sustraerse el laicado en el postconcilio: la primera, mostrar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político; y, la segunda,  legitimar y dar por buena “la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas”[5].

Sin embargo, el señalamiento de estos dos problemas, casi en el pórtico de la encíclica, es algo que no va a tener el debido tratamiento en el cuerpo del documento. Las cuestiones derivadas de una presencia del laico en la iglesia se van a llevar la parte del león hasta hacer casi irrelevante –como se podrá apreciar– los números dedicados a su presencia en el mundo o a profundizar en la “índole propia” de su secularidad.

De hecho, el cuerpo de la encíclica lo van a ocupar los problemas abordados por los padres sinodales: la cuestión de los ministerios laicales, el problema de la relación de los nuevos movimientos con los obispos y las parroquias y el papel de la mujer en la Iglesia.

En los números referidos a los “nuevos movimientos” –tras reconocer la importancia capital de las parroquias y sin dejar de reconocer sus limitaciones y los ámbitos a los que no puede llegar[6]— Juan Pablo II señala que diferentes formas agregativas (asociaciones, grupos, comunidades, movimientos) han experimentado en los últimos años un singular impulso. La Iglesia pasa por una nueva época asociativa de los fieles laicos, fruto del Espíritu. Tal proliferación es, por una parte, expresión del “derecho” de asociación de los fieles laicos y de la libertad de todo bautizado, pero, por otra, plantea la necesidad de fijar unos “criterios” de discernimiento acerca de la autenticidad eclesial de esas formas de asociarse[7].

Seguidamente, ofrece cinco criterios que ayuden a discernir estos nuevos movimientos: el primado de la santidad (todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de ellas, han de ser instrumento de santidad en la Iglesia, favoreciendo y alentando la unidad entre la fe y la vida práctica); la confesión íntegra de la fe católica en obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente y la formación en dicha fe; la comunión con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo en la Iglesia particular, así como el reconocimiento de la legítima pluralidad de las formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca colaboración; el espíritu misionero para ser sujetos de una nueva evangelización, favorecer la santificación de los hombres, potenciar la formación cristiana de su conciencia e impregnar con el espíritu evangélico las diversas comunidades y ambientes y, finalmente, la presencia comprometida en la sociedad humana[8].

A partir de este momento, Juan Pablo II cuenta con un gran colectivo que, presbiteral y laical, va a llenar cumplidamente el vacío dejado por la Compañía de Jesús y que experimentará un inusitado crecimiento. Es el triunfo de un modelo de Iglesia y de papado que –como he adelantado– al estar más en sintonía con la eclesiología del Vaticano I que con la aprobada el año 1964 en el Vaticano II, necesita “correas de transmisión”, debidamente institucionalizadas, en una buena parte de las cerca de 5.000 diferentes diócesis existentes en todo el mundo.

 

Notas
[1] Cf. un comentario de miembros del Opus Deis a la Constitución Apostólica Ut sit
https://opusdei.org/es-es/article/4-la-constitucion-apostolica-ut-sit-su-ejecucion-y-posterior-publicacion-en-acta-apostolicae-sedis/
[2] Cf. M. ALCANTARA, Historia del Sínodo de los Obispos, Madrid, 1996, pp. 303 y ss
[3] Cf. Ibíd. pp. 313 y ss
[4] nº 8
[5] nº 2.
[6] Cf. N. 25-28
[7] Cf. nº 29
[8] Cf. nº 30

 

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