Nicaragua, de la revolución democrática a la dictadura
La revolución sandinista derribó en 1979 al gobierno de Anastasio Somoza, una de las dictaduras más sangrientas de América Latina, y lideró un proyecto de transformación socioeconómica y cultural que entusiasmó y recibió apoyo de gente de todo el mundo. Miles de voluntarios de todas las latitudes acudieron a Nicaragua para implicarse en todo tipo de tareas: alfabetización, sanidad, promoción de la mujer, cooperativas agrarias, etc. Veían allí una esperanza de transformación y de cambios profundos también para otros países. Un pequeño país de tan sólo tres millones de habitantes se convirtió en un faro global.
El entusiasmo que generaba la revolución sandinista en todas partes del mundo tenía que ver con el antiimperialismo; con el acceso a la educación y la salud de los campesinos y las personas más pobres, con la promoción de la cultura, y también con la democratización de Nicaragua, con el apoderamiento de campesinos, obreros y mujeres que por primera vez participaban en debates, votaban y podían sentirse como ciudadanos iguales en derechos y dignidad.
A pesar de la contrarrevolución y de la guerra financiadas por los Estados Unidos de Ronald Reagan, los sandinistas de entonces nunca dejaron de lado la democracia, la crítica a las tendencias autoritarias, el debate sobre el tipo de economía que se quería favorecer (cooperativismo, economía mixta, socialdemocracia) y la discusión de cómo debía entenderse y profundizar el sistema democrático.
Por el contrario, hoy Daniel Ortega, el actual presidente, y su esposa, la vicepresidenta Rosa Murillo, han secuestrado el nombre y la memoria del Frente Sandinista (FSLN), y los sueños y luchas de los nicaragüenses, y de internacionalistas y voluntarios de todo el mundo, para establecer una dictadura, mantenerse en el poder como caudillos y apropiarse de bienes y capitales para ellos y su camarilla. Ortega, que había presidido el país entre 1985 y 1990, fue reelegido en las elecciones de 2006 y desde entonces ha forzado la constitución para perpetuarse en el poder, ha reducido la libertad de prensa y la actividad de la oposición hasta el punto de encarcelar a la mayoría de los candidatos opositores de las elecciones de 2021. Muchos de los perseguidos son antiguos sandinistas que no se han sometido a la nueva dictadura y mantienen sus ideales democráticos.
La revuelta popular de abril de 2018, encabezada por muchos jóvenes y estudiantes universitarios que protestaban contra el autoritarismo de Ortega, fue sofocada a sangre y fuego mediante grupos paramilitares encabezados por veteranos de la policía y el ejército. La brutal represión dejó alrededor de trescientas personas asesinadas, dos mil heridas, mil seiscientas encarceladas y sesenta mil exiliadas. Estos crímenes no se han investigado, ni los culpables han sido castigados. Poco después, durante la pandemia de la Covid-19, el dictador practicó bastante tiempo el negacionismo (como hicieron Trump en EEUU o Bolsonaro en Brasil), evitando tomar medidas de protección de la población vulnerable, prohibiendo que los médicos diagnosticaran la enfermedad y escondiendo a las víctimas que iba produciendo.
Desde entonces, la represión orteguista no ha hecho más que crecer. Se acabó con la libertad de expresión y con todos los medios de comunicación independientes, se controlan internet y las redes sociales, se ha encarcelado la disidencia: llegando hasta 235 presos políticos a finales del año pasado, se han cerrado más de 2000 asociaciones y ONG de todo tipo, la mayoría al servicio de las clases populares; se persigue abiertamente la iglesia católica y se atemoriza a la población. Muchas personas amenazadas eligen el camino del exilio. Organizaciones independientes como Amnesty International o Human Rights Watch, entre otras, denuncian periódicamente las violaciones de los derechos humanos en Nicaragua. Ha ocurrido como en el libro de George Orwell, La revuelta de los animales: los cerdos, han sustituido a los granjeros en nombre del “pueblo” y el antiimperialismo.
El pasado 9 de febrero, inesperadamente, el gobierno de Ortega ha excarcelado a 222 presos políticos y los ha enviado desterrados a Estados Unidos. Simultáneamente, la Asamblea Nacional modificó la Constitución para que fueran considerados “traidores a la patria” y apátridas, y para negarles de por vida todos sus derechos como nicaragüenses. “Esos desterrados son más nicaragüenses que nunca”, se ha apresuró a declarar el escritor y exvicepresidente sandinista Sergio Ramírez.
Últimamente, se ha constituido en Cataluña la “Comisión catalana por los derechos humanos en Nicaragua”, formada por entidades y personas que habían participado durante años en actividades de solidaridad y cooperación con el pueblo nicaragüense, en muchos casos brigadistas y cooperantes con la revolución sandinista de 1979. La Comisión, en coordinación con organizaciones de otros países, ha creado el sitio web www.libertadparanicaragua.org, traducido a varias lenguas, donde se informa sobre la situación del país, se recogen firmas contra la dictadura orteguista y se promueven actividades de apoyo a las víctimas.
El recorte de las libertades y las violaciones flagrantes de los derechos humanos no pueden justificarse con ninguna ideología. La lucha contra dictaduras de todo tipo nos incumbe a todos y sólo podemos ganarla desde la solidaridad y la conciencia clara de que siempre debemos estar al lado de los perseguidos injustamente y nunca, ni por activa ni por pasiva, con sus perseguidores.
Profesor de la Facultad de Filosofía de la Universitat Ramon Llull
con experiencia docente en Nicaragua