El impacto de las guerras en el medioambiente

El impacto de las guerras en el medioambiente
FOTO | Acería Azovstal. Mariúpol (Ucrania). Vía Twitter

Las guerras suponen la expresión más bárbara del ser humano y el fracaso de la inteligencia en la resolución de los conflictos. Sus consecuencias de destrucción y muerte son bien conocidas, pero no lo son tanto los daños que producen en el medio, tan graves e importantes como los humanos. El impacto, además, no se produce solo en la confrontación, sino en la fabricación de armas y el mantenimiento de los ejércitos.

Según el Instituto de Investigaciones por la Paz de Starnberg (Alemania), entre el 10 y el 30% de la degradación ecológica en el mundo se debe a actividades militares. Se producen importantes vertidos de tóxicos, se degradan espacios naturales, se demandan elevadas cantidades de energía y de recursos minerales, entre ellos, el 9% del hierro global, 8% de plomo o 6% de aluminio.  El volumen del gasto militar (4.000 millones de dólares diarios) podría tener mucho mejor destino, aliviando las necesidades humanas y del planeta.

En las guerras se utilizan productos de elevado impacto, como el uranio empobrecido (guerras del Golfo, de los Balcanes), fósforo (generalizado) o defoliantes (Vietnam). Se destruyen depósitos de combustible, industrias o refinerías liberando compuestos orgánicos de alta de alta toxicidad, incluidas dioxinas, cloruro de vinilo o fosgeno, que afectan a la calidad del aire, aguas y suelos. La contribución de los ejércitos al efecto invernadero, que en tiempos de paz se estima en un 10% del total, aumenta notablemente en las confrontaciones.

Las organizaciones ambientales nos oponemos decididamente a la guerra, sin ignorar que la paz es fruto de la justicia; por ello, nos importan también las causas que las originan y abogamos por el encuentro y el diálogo para la resolución de los conflictos. Pero si fracasan, no podemos olvidar la práctica de la noviolencia y no colaboración como formas de resistencia, cuya eficacia se ha demostrado en diferentes momentos históricos, y cuya práctica sitúa a la humanidad a la altura que de ella se espera.

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En este tiempo de conflictividad mundial, defendemos la vía noviolenta tanto por motivos éticos (“los frutos deben estar en los medios como el árbol en la semilla”), como por razones prácticas, porque lo que se consigue por la violencia se tendrá que mantener con la violencia. No es ajeno el medio ambiente al conflicto de intereses pues cualquier propuesta, por adecuada y oportuna que parezca, tendrá sus detractores, lo que saben bien las decenas de personas que han dejado su vida por defender los bienes naturales. Con todo, seguiremos apostando por la razón y el diálogo, aun a sabiendas que el poder económico no quiere obstáculos para su codicia.

La cultura de la paz abarca al medio natural y al humano. Esto supone rechazar prácticas que dañen animales y plantas, como los espectáculos crueles, la caza, la cautividad…, así como las guerras y agresiones para resolver los conflictos propios de nuestra especie. Es necesaria una nueva cultura que cuestione los gastos militares, que objete la integración en los ejércitos y no colabore con políticas y prácticas que supongan confrontación entre pueblos. La educación de niños y jóvenes debe orientarse a la resolución pacífica de los conflictos, favoreciendo la mediación y la escucha. Y promoviendo valores de empatía y apoyo, pues como afirmaba el Premio Nobel Albert Schweitzer, mientras la compasión no abarque a todas las criaturas, el ser humano no encontrará la paz.