La Iglesia con la que sueño

La Iglesia con la que sueño

No con documentos difíciles o proyectos pastorales complejos –que también son necesarios, si queremos caminar juntos–, sino con el paso del peregrino se construye la Iglesia, invitando a cada persona que encontramos a caminar juntos, pasando por desiertos desolados o ciudades opulentas.

Don Bosco diría que la Iglesia no se construye con el bastón (del poder, de la doctrina), sino con la ternura de escuchar, caminando juntos hacia la meta a la que cada persona en lo más profundo de su corazón desea llegar: encontrarse con Dios.

Implicar a todos

Sueño con que mi Iglesia camina de puntillas, para servir evangelizando. En medio de la gente, como un fuego ardiente, tocando una música que acompaña a un inmenso coro de gente honesta y buena.

Recientemente he visto un vídeo en el que se muestra a un acordeonista en un tren lleno de gente. Empieza a tocar tímidamente, sentado en su sitio, aburriendo a la persona que está a su lado. Poco a poco, provoca la curiosidad de la gente, que se le acerca y se pone a cantar con él hasta que llega un momento en el que todo el compartimento canta a coro con entusiasmo.

Es una imagen de la Iglesia que quizás molesta, como un guijarro en el zapato, pero que acaba involucrando a todos y generando un ambiente de alegría. Aquellos que no reaccionan a tal escena –o no se conmueven– forman parte del linaje de los fariseos o saduceos, llenos de autosatisfacción y desprovistos de la sencillez del pueblo.

En una orquesta hay muchos instrumentos con diferentes timbres, pero bajo la guía de un director e interpretando la misma partitura producen una armonía que excede la calidad de cada instrumento. Quien dirige no toca, sino que guía los diferentes instrumentos con la pretensión de interpretar una única partitura.

¿Es posible definir a la Iglesia como un guijarro en el zapato? ¿Cómo un director? ¿Cómo un acordeonista en el tren? Vamos a verlo.

Un guijarro que quitarse

Un sueño muestra lo que se vive, ya sea hermoso o feo, recto o torcido.

Quizás, para cuidar la imagen de la Iglesia, sea necesario eliminar,  sobre todo, los elementos que perturban, que impiden el desarrollo de la Iglesia como Cristo la soñó. El icono de referencia sigue siendo siempre el encuentro de la Última Cena, cuando Jesús se lavó los pies, habló del Padre, oró por la unidad, dio su cuerpo y su sangre como alimento e invitó a los discípulos a seguirlo hasta Getsemaní.

El Señor no les pidió que construyeran algo, ni que hicieran muchas cosas hermosas, ni siquiera que crearan comunidades de cristianos.

Después de la resurrección, vemos cómo el activismo, las relaciones mutuas y la búsqueda del poder desembocaron pronto en una división de los propios caminos. La historia de la Iglesia muestra que en estas derivas tienen un papel muy importante la asunción de una actitud populista o la defensa de teorías que llevan a la discordia. “Esto no debe ser así entre vosotros”, dijo Jesús, pero la carne es más débil que el espíritu.

La institución de los presbíteros generó pronto una mentalidad de clase alta, en lugar de un servicio a la evangelización. El clero se alejó de la gente sencilla y se colocó en una posición privilegiada. Así nació el clericalismo.

El papa Francisco no duda en decir que el poder y el clericalismo constituyen un gran obstáculo para el crecimiento de la Iglesia en determinadas zonas.

En cambio, una Iglesia al servicio de la evangelización sabe mantenerse al día escuchando a la gente, se da cuenta de que es necesaria una conversión continua (ecclesia semper reformanda) y una búsqueda, junto con el pueblo de Dios, para encontrar el modo mejor de vivir el Evangelio.

La experiencia nos dice que quienes piensan que lo saben todo y que deben dirigir a los demás, no tendrán la humildad para cambiar. Todavía en nuestros días se observa que el clericalismo no ha sido erradicado de las estructuras de la Iglesia; por el contrario, se está extendiendo como la pólvora, infectando incluso a aquellos laicos que, cada vez más, desempeñan tareas de liderazgo en la Iglesia.

El papa Francisco ha definido la realidad del abuso sexual en un contexto pastoral como una expresión de ese poder que ha llevado al clericalismo, del que nos estamos liberando lentamente.[1]

Si el clero se distancia del pueblo asumiendo actitudes de superioridad, corre el riesgo de alimentar un sentido de dominio sobre las personas, de ser capaz de mandar. De esta manera se crea un respeto temeroso en el pueblo que aumentará en el sacerdote la convicción de que puede dominar aún más libremente sobre los más débiles de la comunidad.

Si el celibato fomenta la convicción de ser espiritualmente superior a los demás, las personas se reconocerán en una situación de inferioridad. De hecho, en el proceso sinodal que tiene lugar en la Iglesia, a este “clérigo” le resultará difícil aceptar la necesidad de consultar al pueblo sobre el proceso que la Iglesia pretende emprender, simplemente porque teme perder su posición de autoridad y poder.

Las expresiones del clericalismo son muy sutiles y están presentes en las actitudes y posiciones hacia los demás, incluidos los superiores legítimos, que se convierten en una enfermedad difícil de erradicar. El que practica el clericalismo parte de la conciencia del ego, de “no necesitar a los demás”.[2] Este es un guijarro que hay que quitarse del zapato.

Un coro inmenso

Cristo enseñó a la multitud, se acercó a los enfermos colocándolos en el centro de la comunidad, no respondió cuando se le preguntó si él era el rey de Israel. Vivió una vida de oración constante y se retiró a las montañas para orar, pero también para escapar de las personas que querían hacerlo rey. Sabía qué hay en el hombre, sabía cómo reaccionar adecuadamente ante quienes se acercaban a él, y también ante los discípulos cuando discutían qué lugar privilegiado ocuparían. Iba de pueblo en pueblo, llevando la buena nueva y curando a los enfermos.

Hoy la Iglesia pretende inspirarse en este modelo, iniciando un camino sinodal en el que quiere escuchar a todos e invitar a todos a caminar juntos con la esperanza de que la música armoniosa resulte como un inmenso coro de creyentes. Es consciente de tener que componer una canción que resuene más allá del ámbito únicamente de los cristianos, queriendo ser escuchada por toda la humanidad. Sabe bien que habrá voces discordantes que deseen una canción diferente, sabe que está iniciando un camino al que se pueden oponer, que no todos se comprometerán en renovar la Iglesia.

Aquellos que ocupan posiciones de poder tal vez tengan miedo de perder su influencia cuando los laicos tomen la palabra; muchas culturas tendrán que tomar conciencia de que la Iglesia es universal; los ricos tendrán que escuchar la voz de los pobres… Afrontando estos problemas sólo hay una seguridad: Cristo nunca dejará de caminar junto con su Iglesia.

¿Cómo formar un coro en el que ninguna voz sea la dominante? El director es solo uno, lo encontraremos en la Sagrada Escritura y dirigirá a la multitud compuesta por coristas muy diferentes y, a pesar de esta diversidad, los involucrará en la misma dirección para evangelizar a todos los pueblos. Cada creyente está invitado a cantar canciones de alegría, de lucha, de tristeza, pero siempre integrado en un solo coro para expresar, de esta manera, el precioso regalo de la unidad en torno a Cristo. La entrada en todos los ámbitos de la sociedad llevará a todos a una actitud de conversión y misericordia.

Es un camino de contemplación que no excluye a nadie ni a ningún tema, para dar vida a un nuevo proceso de corresponsabilidad en favor del Evangelio y de la Iglesia. La igual dignidad de todos llevará a un sentido de hermandad que no tendrá miedo en rebajarse para ayudar a la persona herida en el camino, como lo hizo el samaritano; por el contrario, la ayuda mutua será la característica principal, hasta tal punto que la comunidad cristiana se hará cargo, ante todo y sobre todo, de los marginados y de los menos afortunados.

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El papa Francisco espera que la nueva Iglesia y la nueva sociedad arranquen desde las periferias, desde los suburbios de las grandes ciudades y desde las zonas más pobres del mundo. Quien contempla la vida de Cristo descubre que su primera atención está dirigida, precisamente, a ellos.

Habrá que componer una música que eleve los corazones de todos, que dé esperanza de vida plena a nivel de cultura, creatividad, inventiva social y religiosa. Serán las personas las que canten, bajo la guía del único director.

Quienes no quieran cantar ralentizarán el proceso histórico de una profunda renovación de la Iglesia. La mayor dificultad de hoy –dice el papa Francisco– es que muchos no quieren sentirse parte de un pueblo. El camino sinodal apunta precisamente a esta responsabilidad común de todo un pueblo en torno a Cristo. Así es como podemos llamarnos cristianos.

Una Iglesia sinodal es una Iglesia que escucha, consciente de que escuchar significa algo más que oír. Es una escucha mutua, en la que todos tienen que aprender. El pueblo, el colegio de obispos, el obispo de Roma, todos escuchan a todos, y todos escuchan al Espíritu Santo, el “Espíritu de verdad”, para conocer su mensaje a las Iglesias (Cfr. Apocalipsis 2:7). Todos los creyentes en virtud de su bautismo son llamados y enviados a edificar la Iglesia.

Estamos atravesando un momento de crisis, también por el individualismo que infecta todos los ámbitos de la vida y que tiende a descartar a las personas que molestan.[3] En cambio, “es hora de soñar a lo grande, de repensar nuestras prioridades –lo que valoramos, lo que queremos, lo que buscamos– y de involucrarnos en cosas pequeñas, de actuar de acuerdo con lo que hemos soñado. Lo que siento en este momento se asemeja a lo que Isaías escuchó decir a Dios dentro de sí mismo: ‘Ven y discutámoslo, comencemos a soñar'” (Papa Francisco, Volvamos a soñar, pp. 10-11).

Un acordeonista

Con dulzura y humildad, la gente de la Iglesia vive en un mundo que también puede ser hostil a su mensaje. Se necesita una buena pedagogía catequética para convencer a la gente de que acepte el mensaje, a veces, impactante e incómodo, del Evangelio. Pensemos en un misionero que se va a otras regiones. Durante un tiempo permanecerá mudo, porque no conoce el idioma. Después de unos años puede ser capaz de hacerse entender, pero es posible que su mensaje no sea aceptado por las costumbres y la cultura de la gente.

Pero, incluso quien permanece en su ambiente, tendrá que comprobar constantemente si entiende el lenguaje y los signos de la época en la que vive y tendrá que moverse en sintonía con los rápidos cambios en la sociedad.

Una Iglesia misionera escucha pacientemente y se deja guiar por el pueblo. El peligro es que el misionero toque una música, pero que la gente cante otra. En este caso, a menudo, son muchas las personas que sufren por esta disonancia.

La Iglesia se implica sabiamente en diálogo con las culturas, con los intelectuales, así como con los pueblos de la periferia. Es un diálogo que no pretende convencer ni que obliga a aceptar la propia opinión, sino que busca con paciencia zanjar las diferencias entre diversas opiniones, culturas e ideologías.

El papa Francisco nos enseña esto en la encíclica Fratelli tutti. Por eso, es indispensable que la Iglesia se inserte profundamente en el pensamiento y en los modos de vida de las personas, creando comunión con todos con la pretensión de que todos cantemos la misma canción.

La Iglesia es parte del pueblo y lo sirve, sin actitudes paternalistas, porque el pueblo se organiza por sí mismo. El Evangelio fomenta un estilo fraterno. Los líderes comunitarios se regocijarán en los momentos en que vean signos de paz y armonía entre los grupos y entre las personas que antes se ignoraban entre sí. El Evangelio nos invita a vivir juntos con alegría en torno a la persona de Cristo. De esta manera cantarán juntos, serán invitados a echar una mano a los necesitados, a ir a las periferias y a los que tienen un corazón endurecido, para llevar a todos a la comunión y la paz que Jesús nos ofrece.

Los más lentos para moverse serán aquellos que han adquirido el hábito de sentarse en lugar de encontrar una manera de involucrarse. Nadie puede eximirse de ser parte activa de la Iglesia, cuya puerta está siempre abierta en ambas direcciones, invitando a todos a entrar y ver o a participar, e instando a los creyentes a salir para anunciar la venida del Mesías y cuidar a los enfermos (Cfr. Lc 9, 2).

La imagen del acordeonista que, tímidamente, trata de hacer cantar a todos en el compartimento del tren indica bien el estilo del misionero que se mueve con prudencia y coraje para reunir a todos en torno a un mensaje que conduce al bien común, a un mundo mejor, donde la convivencia es una alegría.

Podemos imaginar la felicidad de los pasajeros, que bajarán del tren y contarán su experiencia a quienes quieran escucharla.

Un sabio sacerdote me dijo que siempre le gustaba ver a la gente salir sonriendo de la liturgia dominical, feliz de haber participado en un gran evento en una comunidad acogedora y alegre.

La Iglesia es misionera y compañera de viaje. “Id y anunciad el Evangelio por todo el mundo”.

La Iglesia es misión, enviada para llevar a Cristo al pueblo y a las personas a Cristo. Esta tarea no está reservada a unos pocos elegidos u ordenados, es el don que el Espíritu infunde en el bautismo.[4]

La misión comienza con el arte de descubrir en el prójimo el deseo de conectar con lo que nos trasciende, con un Dios que es Padre o con un hermano como Cristo.

El siguiente paso es el acompañamiento, abriendo camino juntos. Creer no es una tarea en solitario. Nos dejamos guiar por la Palabra y por aquellos que pueden introducirnos en el misterio de la presencia de Dios. Siempre es abandonar algo para moverse hacia una nueva meta, para recibir un nuevo corazón y un nuevo espíritu. Es la experiencia del peregrino que se encamina hacia nuevos horizontes, pero lo hace como Iglesia, enviado por la comunidad y caminando juntos.

Será el pueblo, la comunidad de los cristianos, el que guiará y acompañará a la persona que busca a Dios. Es en la comunidad donde se encontrarán personas dignas de confianza, que escuchan y que saben mostrar el camino, que te apoyarán en los momentos difíciles y que te invitarán a regresar cuando hayas perdido el rumbo. Todo esto en un espíritu de libertad y esperanza.

Los discípulos de Emaús habían abandonado la comunidad y su suerte fue encontrarse los primeros con el Resucitado. Cristo nunca nos abandona.

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Artículo publicado originalmente en Settimana News de Italia. Traducción al español realizada por Jesús Martínez Gordo

 

[1] La crisis de los abusos de poder ha ayudado a la Iglesia en Bélgica a ser humilde y servicial. Pero, ha quitado la fuerza, por vergüenza o timidez para intervenir públicamente en temas sociales y políticos. Ha sido una escuela dolorosa y, al mismo tiempo, sanadora.
[2] En el proceso sinodal, los obispos latinoamericanos definen el clericalismo como “el modelo de una Iglesia piramidal y jerárquica, que no reconoce la riqueza de la diversidad de ministerios y carismas, impide un modelo comunitario de animación y deja a muchos miembros que apoyan la misión fuera de los roles y servicios, excluyendo especialmente a las mujeres”. (México 2021, Documentos de trabajo, 2.7)
[3] La secularización nos obliga a posicionarnos de nuevo en la sociedad. Ya no somos un referente para las personas. La Iglesia está llamada a aceptar el progreso para dialogar con respeto con la realidad actual, como ciudadanos discretos.
[4] El Espíritu Santo es capaz de impulsar a la Iglesia hacia todos los pueblos de todas las partes del mundo, incluso en tiempos de secularización. Es él quien podrá desatar los nudos difíciles para encontrar la manera de llevar el Evangelio a todos, jóvenes y viejos.