Descubrir la dignidad del trabajo es esencial para el trabajo digno
Con motivo de la Jornada Mundial por el Trabajo Decente del 7 de octubre –que no es otra cosa que un símbolo de la lucha cotidiana por el trabajo decente, digno preferimos decir nosotros–, creo que es bueno subrayar la importancia que tiene para avanzar hacia el trabajo digno recuperar –o descubrir– la dignidad del trabajo, su sentido más radicalmente humano, que es de donde nace la exigencia de que el trabajo sea realizado siempre en condiciones dignas de la persona trabajadora. Me parece que no siempre damos la importancia que tiene al reconocimiento de la propia dignidad del trabajo, tan negada y pervertida por el capitalismo. Que trabajadores y trabajadoras reconozcamos lo que significa la dignidad de nuestro trabajo, que esa dignidad del trabajo ocupe el lugar que le corresponde en la vida social y como algo central en el funcionamiento de la economía, me parece de una importancia vital.
Podemos partir para al menos intuirlo de dos afirmaciones de Benedicto XVI y de Francisco, respectivamente. En el número 63 de Caritas in veritate, Benedicto XVI planteó como un elemento fundamental para el desarrollo humano integral la defensa del trabajo decente o digno, en continuidad con la propuesta en ese sentido de Juan Pablo II. Allí, Benedicto XVI habla de las condiciones dignas de trabajo como algo irrenunciable desde la dignidad de cada persona, pero, ante todo, habla de lo que supone la dignidad del trabajo de las personas. Así, a la pregunta «¿qué significa la palabra “decencia” aplicada al trabajo?», responde: «Significa un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer; un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados».
Por su parte, Francisco, en el Mensaje a la 109 reunión de la Conferencia Internacional del Trabajo de la OIT, el pasado mes de junio, decía: «Busquemos soluciones que nos ayuden a construir un nuevo futuro del trabajo fundado en condiciones laborales decentes y dignas, que provengan de una negociación colectiva, y que promuevan el bien común, una base que hará del trabajo un componente esencial de nuestro cuidado de la sociedad y de la creación. En ese sentido, el trabajo es verdadera y esencialmente humano. De eso se trata, que sea humano». Y, para ello, planteó, «es necesario entender correctamente el trabajo», como toda forma de trabajo y no solo el empleo formal, pero subrayó de forma particular el cuidado de la vida: «Si el trabajo es una relación, entonces tiene que incorporar la dimensión del cuidado, porque ninguna relación puede sobrevivir sin cuidado (…) Un trabajo que no cuida, que destruye la creación (…) no es respetuoso con la dignidad de los trabajadores y no puede considerarse decente. Por el contrario, un trabajo que cuida, contribuye a la restauración de la plena dignidad humana…Y en esta dimensión del cuidado entran, en primer lugar, los trabajadores».
El trabajo es para cuidar la vida, para cuidar a los demás, a la sociedad y al planeta, de manera que a través de las capacidades de las personas en su trabajo produzcamos los bienes (de todo tipo, no solo materiales) necesarios para cuidar la vida y construir una sociedad fraterna en la que todas las personas puedan disponer de lo necesario para una vida digna (destino universal de los bienes). Ahí radica la sagrada dignidad del trabajo, siempre vinculada a la sagrada dignidad de cada persona trabajadora. Por eso, trabajo no es solo el empleo –como nos quiere hacer creer el capitalismo– sino toda actividad humana que responde a esa vocación a cuidar la vida.
El trabajo es para cuidar la vida,
para cuidar a los demás,
a la sociedad y al planeta
También por esa misma razón, hay trabajos que no son dignos de la personas, que destruyen la dignidad del trabajo y, por eso, dañan profundamente nuestra humanidad. Veamos dos ejemplos de lo que quiero decir.
Uno es el de la producción de armas, el gran y perverso negocio de las armas. Es claro que el negocio de las armas es destructivo –por más que algunos quieran hacernos creer y muchos lo hemos creído, que es necesario para una “defensa” concebida desde una falsa concepción de la seguridad, muy conveniente para que unos pocos se enriquezcan con ese negocio y para las dinámicas de dominación y violencia que nos destruyen–: las armas se fabrican para matar y se desvían a ese negocio de la muerte enormes recursos en detrimento de las necesidades reales de la sociedad, particularmente de los pobres. Pero hay más: no solemos caer en la cuenta de que ese negocio es también destructivo porque pervierte la dignidad del trabajo. Se dedican las capacidades de muchas personas –y los conocimientos acumulados en técnicas también fruto del trabajo de personas– a producir algo que destruye en lugar de lo que reclama la dignidad del trabajo: cuidar la vida.
Otro es el del consumismo. En el capitalismo la perversión de la dignidad del trabajo es estructuralmente mucho más amplia. No solo es que convierte el trabajo –a las personas trabajadoras)– en una mercancía (con ese eufemismo que llamamos «mercado de trabajo»), cosa que es una negación radical de la dignidad humana, sino que también pervierte el sentido del trabajo a través del consumismo. Creo que no acabamos de ser plenamente conscientes de lo que esto supone.
Aunque sí se producen bienes necesarios para la vida y se cuida la vida en muchas actividades –porque, gracias a Dios y al esfuerzo humano, no todo está dominado por la lógica capitalista–, la tendencia estructural del capitalismo no es la de producir bienes para responder a las necesidades humanas, sino para obtener beneficios monetarios. Se produce para el lucro. Su tendencia es a producir lo que es más rentable, no lo que es más necesario. El consumismo juega un papel central en ello. Nada es suficiente, siempre hay que estar a «lo último», consumir la última novedad. Para eso se fabrican, artificialmente y en serie, deseos –muchas veces caprichos– que acabamos por confundir con necesidades, cuando en absoluto lo son. Sin ello el sistema se muere. Pero, así destruimos el planeta en esa loca carrera por el crecimiento indefinido y muchas veces nos convertimos en esclavos de nuestros propios caprichos. No importa si no se cubren las necesidades de todas las personas, basta con que haya suficientes para comprar todo lo superfluo que se produce. Esto hace que se acabe dedicando más recursos (económicos, humanos…) a producir bienes que son perfectamente prescindibles mientras no se producen suficientemente los imprescindibles. El planeta y los pobres son sus principales víctimas.
La única solución para el planeta y para los pobres
–también para la humanidad de todos–
es que abandonemos de una vez
la locura de «la civilización de la riqueza»
y apostemos por «la sobriedad compartida»
Creo que muchas persona sí somos conscientes de lo que esto significa. Sin embargo, con los estilos de vida que hemos normalizado nos cuesta mucho entender –y más aún ser consecuentes– con lo que planteó insistentemente Ignacio Ellacuría hace ya bastantes años: la única solución para el planeta y para los pobres –también para la humanidad de todos– es que abandonemos de una vez la locura de «la civilización de la riqueza» y apostemos por «la sobriedad compartida». Solo así será posible la vida digna de todas las personas, la vida del planeta y reencontrarnos con nuestra humanidad.
Pero me parece que no acabamos de darnos cuenta de lo que el consumismo supone también para la dignidad del trabajo: es una profunda negación y perversión de esa dignidad. Hace que muchas personas trabajadoras estén dedicando, sin ser conscientes de ello, sus capacidades en el trabajo a producir bienes que no son tales porque no responden a reales necesidades humanas sino a deseos creados artificialmente y que serían perfectamente prescindibles. Mientras, no dedican sus capacidades a lo que sí es necesario. Dicho de otra forma: esas personas trabajadoras han sido puestas en una posición en la que trabajan en cosas que destruyen la vida –sin que ellos sean consciente de ello, repito– en lugar de cuidarla. Es una terrible perversión de la dignidad del trabajo.
La conciencia de la dignidad del trabajo y lo que supone es necesaria para que veamos más claramente los profundos cambios de rumbo que necesitamos, en lo estructural –la orientación de la economía, el lugar en ella del trabajo, las condiciones de trabajo…– y en lo personas –la participación que tenemos en un consumismo que es destructivo, la orientación de nuestros deseos…–.
Militante de la HOAC