Un nuevo modelo de relaciones laborales

Un nuevo modelo de relaciones laborales
Está sobre la mesa la reforma o la derogación de las últimas reformas laborales, en particular la de 2012. Aunque sería mejor decir que es necesario abordar decididamente la configuración de un nuevo modelo de relaciones laborales que garanticen el empleo en condiciones dignas desde el respeto de los derechos de las personas en el trabajo. Se trata de una cuestión política de primer orden y es hora de darle la centralidad que merece.

La reforma laboral de 2012 hace tiempo que debería haberse derogado, porque es, en su conjunto, profundamente lesiva para la sociedad. Pero no se trata solo de eso, sino del conjunto de regulaciones de las relaciones laborales que se vienen haciendo desde hace mucho tiempo. Siempre se ha utilizado como argumento para justificarlas el desempleo, siempre se ha dicho que lo resolverían. Pero no ha sido así: persiste un muy elevado desempleo estructural y una gran debilidad en el empleo, que las empresas destruyen masivamente en cada crisis. Lo que sí han logrado las sucesivas reformas laborales es abaratar los costes laborales (es decir, dificultar la vida de muchas personas trabajadoras por la reducción real de sus salarios, hasta el punto de que hay personas que tienen empleo pero son pobres), otorgar casi todo el poder de decisión a las empresas, debilitar la negociación colectiva y la labor de los sindicatos, y, sobre todo, extender y normalizar la precarización del empleo, resquebrajando así la vida de personas y familias trabajadoras, generando una desigualdad e inseguridad vital insostenibles.

Esto ha ocurrido porque se parte de una premisa perversa, que es una radical inversión de valores: someter el trabajo (las personas trabajadoras) a la rentabilidad económica, en el falso supuesto (como dicen claramente los hechos) de que si funciona bien la rentabilidad económica funcionará bien el empleo. Es decir: las personas deben someterse a la rentabilidad económica, por decirlo sin rodeos. La realidad es que así lo único que se logra es construir una economía parasitaria que solo es rentable a costa de la vida de las personas. La Doctrina Social de la Iglesia viene diciendo hace tiempo que lo justo y lo humano es todo lo contrario: que los derechos de las personas en el trabajo deben ser elemento central de la configuración de la economía. Es la economía la que debe adaptarse a las necesidades y derechos de las personas. Así lo planteó, por ejemplo, san Juan Pablo II en Laborem exercens 16 y en ello insiste hoy repetidamente el papa Francisco. Esta es la cuestión de fondo que necesitamos afrontar.

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No es sencillo, porque los intereses contrarios son poderosos y porque socialmente hemos normalizado una indecente precariedad laboral, como si fuera inevitable. No es sencillo, porque los pasos hacia un nuevo modelo de relaciones laborales es bueno que sean fruto del diálogo social y no hay clara voluntad política en algunos de recorrer ese camino. Sin embargo, es necesario y posible. Se trata de ir dando pasos en esa dirección.

Pero, además, la reforma del modelo de relaciones laborales no puede plantearse como algo aislado. Está muy relacionada con otras reformas que colaboren a la seguridad vital de las personas y la sociedad, como las que nos ayuden a ir más allá del empleo y den la importancia que merecen a todas las actividades de cuidados, de las personas y del planeta; las necesarias para garantizar los derechos sociales de todas las personas y familias, fortaleciendo la protección social, incluidas las rentas básicas; las que atajen las profundas situaciones de discriminación que sufren, por ejemplo, las trabajadoras del hogar o los trabajadores migrantes, modificando seriamente las políticas migratorias, etc. Y, también, la necesaria reforma fiscal para una distribución mucho más justa de la riqueza.

Ahora es el momento de avanzar por ese camino y no seguir engañándonos pensando que todo volverá a la normalidad si seguimos haciendo lo que hacíamos.