Cuando Jesús tocaba
Conocí al anciano Semei en el mercado de Séforis. Vendía bálsamos y ungüentos en un rincón del zoco, le compré una mezcla de áloe y plántago que andaba buscando y luego hablamos largamente, sentados en su tienda impregnada de un aroma penetrante de leño de sándalo y resina de cedro.
Alguien me había dicho que de joven había tenido lepra y que Jesús le había curado pero me costó trabajo hacerle hablar. Se resistía a recordar la maldición de aquella enfermedad terrible, como si temiera ser arrastrado de nuevo al abismo de infamia en que se hunden los leprosos, pero al fin conseguí arrancarle sus recuerdos.
–No sé cómo ni por qué se produjo en mí el contagio: era aún muy joven pero preparaba ya mi boda con una de las muchachas más hermosas de Séforis. Yo andaba vendiendo perfumes en los bazares de las aldeas cuando un día, en uno de mis viajes, descubrí en mi mano una mancha blanquecina. Al principio no le di importancia pero, como se iba agrandando, acudí al sacerdote para que la examinara. Antes de que me dijera nada, leí en su mirada sombría la más espantosa de las sentencias: ¡estaba leproso! Del fondo de mis entrañas brotó un aullido de desesperación mientras el mundo se hundía bajo mis pies. Desgarré mis vestidos, me afeité la cabeza y no volví a mi pueblo a despedirme; huí al monte, lejos de la presencia humana, yo, que estaba condenado a perder hasta la apariencia de hombre. Me refugié en una cueva, próxima a las veredas que llevan a Maqueronte, alejado de todo poblado como ordena la Ley (Lev 13,45) y, oculto en la oscuridad, fui asistiendo a la destrucción de mi cuerpo. Solo salía de la cueva envuelto en mi túnica harapienta cuando oía a lo lejos el rumor de alguna caravana: me quedaba a distancia gritando: «¡Impuro! ¡Impuro!», para avisar de mi presencia, esperando que me arrojaran desde lejos las sobras de sus provisiones mientras ellos apresuraban el paso, huyendo del hedor que exhalaba mi cuerpo y del horror que producía mi aspecto.
–Una noche, continuó su historia el anciano Semei, agazapado en la sombra, escuché la conversación de unos caminantes: hablaban de un tal Jesús, un galileo de Nazaret, que recorría las aldeas hablando del Reino de Dios y sanando enfermos. Aquella noche estaba ese tal Jesús en un pueblo cercano, alojado en casa de Tadeo el curtidor. Sentí un destello de esperanza, ¿podría curarme también a mí? Miré de nuevo mis manos y mis pies y deseché la idea como una locura. Pero la locura estuvo persiguiéndome como el zumbido de una abeja durante toda la noche y, antes de que amaneciera, tomé la decisión y, apoyado en dos bastones, recorrí trabajosamente el camino que conducía al pueblo. Me quedé en las afueras, sentado bajo un terebinto, hasta que, cerca del mediodía, vi un grupo de gente que salía y un griterío en medio del polvo. Casi arrastrándome, me acerqué al lugar por donde tenían que pasar. Cuando me vieron, todos se detuvieron en seco, indignados al verme tan cerca. Sentí sobre mí sus miradas de asco y el murmullo de sus reproches pero uno de ellos siguió avanzando hacia mí. Me postré con el rostro en tierra, como manda la Ley, para ocultar mi rostro deforme mientras suplicaba con una voz ronca:
–Si quieres, puedes curarme.
Entonces ocurrió lo insólito: aquel hombre se acercó a mí con las manos extendidas para ayudarme a levantarme. Nadie me había tocado desde hacía quince años y todo mi cuerpo se estremeció al sentir aquel contacto. Cuando estuve en pie, sentí de nuevo sus manos que recorrían mi rostro y levantaban mi cabeza para encontrar mi mirada. Nunca podré explicar lo que sentí al ver sus ojos: fue como si un torrente de agua limpia inundara el vacío de mi desolación limpiando hasta las hendiduras de mi alma. Me supe introducido de nuevo en un seno maternal que me abrigaba y me recreaba, mientras todo mi ser, el de dentro y el fuera, renacía y se reconstruía en el calor de aquella mirada y el roce de aquellas manos.
–Preséntate al sacerdote, me dijo, pero no se lo cuentes a nadie.
–Sacudido por el gozo salí corriendo, prosiguió el anciano, pero, increíblemente, no era la salud recobrada lo que me colmaba de alegría, sino el saber que alguien se había acercado a tocarme hasta el abismo de mi desgracia. No volví a verlo. Supe que lo habían matado y que sus discípulos van por ahí diciendo que está vivo pero yo no he necesitado su testimonio: una mirada como la de aquel hombre, unas manos como las suyas, no pueden ser alcanzados por la muerte para siempre.
Cuando Semeí terminó su relato, estreché sus manos y le di las gracias: muchos me habían hablado de la extraña fuerza que había en Jesús, de cómo acudían a él de todas partes, y al atardecer le presentaban los enfermos hasta rodearle de un singular cortejo doliente. Decían que, a pesar de ser tantos, se acercaba a cada uno y los miraba hasta el fondo de sus ojos, como si se asomara al brocal oscuro de su dolor, y cada uno sentía el contacto de sus manos, como si fueran las de una madre que reconocería entre mil la frente de su hijo.
Ahora, también yo podía afirmar como ellos: «Había en él una fuerza que sanaba a todos…». •
Teóloga