40 días

40 días

A penas llevaba dos meses en ese puesto de trabajo. Un puesto de trabajo para el que estaba sobre cualificado y que había aparecido sin avisar, cuando me llamaron de una bolsa de subalternos en la que había entrado cinco años antes. Los compañeros eran gente muy natural y agradable. Mi trabajo no requería apenas de esfuerzo físico ni mental y el trayecto en tren, entre campos de naranjos, serenaba mi estado de ánimo. El año anterior había sido un año muy duro, en el que había conseguido el trabajo de mis sueños con la misma rapidez que dos meses más tarde, lo perdería. Se trataba de un puesto de responsabilidad en una empresa cultural de prestigio, que se había convertido en un nido de víboras, para el cual no estaba preparado. Pronto empezaron las trampas y las zancadillas, y el día en el que me despidieron, mi sistema nervioso se colapsó. Caí en un túnel profundo y oscuro, del que apenas comenzaba a salir, cuando me vi convertido de la noche a la mañana en funcionario interino. A pesar de la bonanza de mi nuevo empleo, me había llevado conmigo los fantasmas de mi pesadilla anterior. Y permanecía en constante tensión, desde que entraba hasta que salía, por eso cuando me dijeron que tenía que quedarme confinado hasta nuevo aviso, di sinceramente las gracias a Dios.

Aun así, el Ayuntamiento y la Consejería de Educación tardaron en ponerse de acuerdo respecto a mi situación. Mientras que el director del centro me decía que me quedara en casa como el personal docente, el Ayuntamiento insistía en que mi trabajo de conserje dependía del consistorio y que este no había decretado todavía si era trabajador esencial o no. Tardaron más de una semana en regular mi situación y, el día en el que lo hicieron, el ejército ya había ocupado la estación, lo que hubiera hecho completamente imposible mi viaje de una hora en tren para ir a trabajar, ya que carecía de salvoconducto.

Organicé mi tiempo como aconsejaban los programas de radio y las autoridades sanitarias. Hacía ejercicio físico en casa y corría dando vueltas al balcón. También meditaba, oraba y hacía yoga. Por las tardes leía y hablaba con mis padres por teléfono. Y una vez a la semana, les hacía la compra a distancia, a través de un servicio que se había habilitado para mayores de 70 años. Descubrí así, que el cuidado era el único trabajo real que existía. Todos los demás eran prescindibles.

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Y salía aplaudir a las 8 de la tarde.

La mezcla de pánico y egoísmo, había convertido los supermercados en naves semivacías, donde tenían lugar vergonzosas escenas de violencia por un rollo de papel higiénico. Así que opté por ir 30 minutos antes del cierre y arreglármelas con lo poco que habían dejado en las estanterías. Al llegar a casa, me entretenía diseñando el menú semanal con los alimentos que había conseguido. Y, tengo que admitir, que nunca me faltó ningún nutriente esencial. Fue entonces cuando me di cuenta de lo superfluo de muchas cosas que había en mi vida y decidí hacer limpieza general. Fueran cosas que ya no gastaba o grupos de WhatsApp. Liberé mi teléfono de comentarios alarmistas, chistes fuera de lugar, e información que no había pedido leer.

A medida que el estado de alarma iba prolongándose, empecé a sentir una sensación casi completamente desconocida. Recordaba haberla experimentado de una manera borrosa, antes de entrar en el colegio, cuando pasaba la mayor parte del tiempo en el patio trasero de casa de mis padres. Me hacía sentir culpable, porque era una buena sensación y estaba muriendo mucha gente. Todavía no he acabado de ponerle nombre, pero creo que se trataba de paz.

A la vez que hacía cambios en mi vida, me di cuenta que los animales y las platas también los hacían. Iban ocupando los lugares que les habíamos devuelto. Me entretenía en el balcón, contando las especies de aves que revoloteaban por el cielo de mi calle, a veces tan bajo, que estaban a punto de entrar en casa. Conté a cientos golondrinas, gorriones, palomas, una decena de gaviotas y hasta una cotorra.

Pensé en cuál era nuestra misión sobre la tierra. No podía ser el desarrollo de la técnica, o el dominio sobre las demás especies. Estaba claro que ninguna de estas «cualidades» había servido de mucho. El ser humano era el único ser de la creación capaz de ser consciente de sí mismo y de lo esencial. Era una gran responsabilidad. Asomado a mi balcón aquel día de cuarentena, me di cuenta que el virus había venido para enseñárnoslo.