Las respuestas económicas
a la COVID-19

Las respuestas económicas  a la COVID-19
Las repercusiones sociales y económicas del coronavirus son todavía imprevisibles. Lo que no hay duda es que serán gravísimas. Esta crisis no solo dejará miles de muertes trágicas, sino otras heridas de difícil cicatrización para una parte de la sociedad.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha cifrado en 25 millones los puestos de trabajo que se va a llevar por delante en todo el mundo. Y eso que el virus parece estar en una fase incipiente. Ante este panorama, cada día que transcurre, la necesidad de adoptar medidas que protejan a la población va a ir cualitativa y cuantitativamente in crescendo.

Es evidente que las primeras medidas han tenido como objetivo evitar el colapso sanitario. El crecimiento exponencial de infecciones y contagios obligó a adoptar severísimas e inéditas restricciones sociales. Entre ellas, limitación de aglomeraciones, que pronto mutó en cancelación y prohibición de eventos y celebraciones (las Fallas, Semana Santa, deporte…), así como de viajes y desplazamientos, o cierre de centros educativos, comercios y empresas.

La segunda fase adquiere ya una dimensión social y económica que será clave para afrontar las durísimas consecuencias de esta crisis pandémica. El Gobierno de España se apresuró en la aprobación del ya histórico Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social de la COVID-19.

Un Real Decreto que impactó primeramente por lo cuantitativo. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunció la mayor dotación económica aprobada hasta la fecha en democracia para disponer como país del denominado escudo social: 200.000 millones de euros (casi el 20% del PIB), entre fondos públicos –117.000 millones– y privados. El Banco Central Europeo, por su parte, lanzó un plan de 750.000 millones para calmar al mercado ante la crisis del coronavirus.

Un primer análisis de estas medidas nos lleva, por su contraste, a la reciente y última gran crisis económica y financiera conocida como la Gran Recesión, que se inició con la quiebra de Lehman Brothers en 2008. Precisamente, la literatura económica reciente especulaba con una inminente recesión, que ha llegado antes de lo esperado. Más aún, los amortiguadores y cortafuegos establecidos después de aquella crisis financiera mundial y del euro, fueron diseñados para combatir un tipo de crisis muy diferente. Por lo que ahora se rebelan inútiles.

El «principio activo» que se vendió por la práctica totalidad de los gobiernos como único remedio posible al elevado desempleo y a la deuda durante la Gran Recesión fue el de la austeridad. El papel protector que se atribuye al Estado lo fue, esencialmente, para la banca y los países centroeuropeos (especialmente Alemania).

Se pensaba entonces que, poniendo un escudo al sector financiero, se salvaría la liquidez y fluiría al resto de la sociedad, a saber, empresas y familias. Pero el resultado, ya conocido, fue bien distinto. El Estado salvó a los ricos y abandonó a los más débiles.

Las primeras respuestas sociales y económicas a la crisis de la COVID-19 parecen ser la evidencia de que aquello fue un estrepitoso fracaso. El problema es que, como ya ha anunciado el Gobierno, andamos por un camino plagado de sombras. Ahora existe un nuevo e imprevisible factor: la emergencia sanitaria. Y mientras se investiga una vacuna que palíe el problema, los gobiernos tienen que proponer otro tipo de vacunas, de tinte social y económico, que amortigüen esta crisis pandémica.

Por ahora, las medidas sanitarias de prevención, aislamiento y distanciamiento social que limitan la expansión de la infección y la tasa de contagios implican, de otra parte, ralentización y estancamiento económico. El tiempo preciso para revertir la emergencia sanitaria será directamente proporcional a las repercusiones económicas y sociales de esta crisis.

Mientras tanto, y ante la falta de horizonte claro, los Estados y los poderes públicos adquieren un papel imprescindible. Y, pese al desconcierto general inicial, en las medidas adoptadas por los diferentes países europeos se aprecia cierta coordinación. Aunque la debilidad europea reciente nos expone a un elevado riesgo de ruptura y descoordinación. Ello traería fatales consecuencias, en muchos casos irreversibles, para la población más vulnerable. Por esta razón estamos no solo ante una prueba de resistencia económica, sino también ante la prueba de unidad europea. Y ello a pocas semanas de haberse consumado el brexit.

La paralización –inédita– de la producción y el consumo, implica que empresas y trabajadores dejan de ser activos de esta economía de subsistencia. Al menos transitoriamente, lo que inicialmente se ha traducido en cientos de miles de ERTE –Expedientes de Regulación Temporal de Empleo– y ceses de actividad de autónomos.

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La mayor o menor duración de esa temporalidad será vital para que la reconstrucción sea posible en el corto plazo. Porque entre medio hay créditos, hipotecas o alquileres a pagar; empresas que pierden su valor cada día que pasa, hasta verse abocadas al cierre; autónomos que tienen un colchón muy limitado para resistir con la persiana bajada; vidas precarias cuyas escasas oportunidades vuelven a verse truncadas…

En medio de este caos o shock, algunos economistas abogan por una respuesta de risk sharing (compartir el riesgo). Porque este shock económico, al menos en esta fase inicial, lejos de ser sistémico, está afectando de manera muy desigual a los sectores de actividad. Véase estos días que, frente a sectores que están sufriendo un shock de demanda, como el turismo, el transporte aéreo, la hostelería y el ocio, otros se fortalecen y adquieren relevancia, como es el caso de los relacionados con la alimentación, las telecomunicaciones o el gran comercio online.

La traducción simple del risk sharing es la solidaridad. Pero no de cualquier forma ni de manera descoordinada. Los Estados y el conjunto de poderes públicas tienen la capacidad y la autoridad de coordinar y liderar este momento. Y no solo poniendo de su bolsillo –que es el de toda la ciudadanía–, sino facilitando que los que más tienen y pueden contribuyan a este ejercicio de solidaridad. Por ejemplo, es el momento de gravar a las grandes tecnológicas. Una medida que, hasta ahora, ha ido aplazándose sucesivamente.

Sabiendo que la primera prioridad pasa por sostener el sistema sanitario, a nivel macroeconómico se intenta ahora sostener la producción, por un lado, y, por otro, proteger a la clase trabajadora, garantizando prestaciones que den cobertura a este desempleo temporal, concediendo moratorias financieras para los sectores más golpeados, no subiendo los tipos de interés o evitando que fondos buitre y otros tiburones financieros hagan caja en este momento de debilidad.

Pero estando la economía real con el freno de mano puesto, que conlleva a su vez una grave crisis de liquidez, los Estados deberán ejercer también su autoridad para que la economía financiera tenga una disciplina que no tuvo en la Gran Recesión de 2008. Por ello, los Gobiernos no ha de limitarse a inyectar y movilizar elevadas cantidades de dinero, sino exigir de la banca y otros sectores privados su contribución. En una última fase, será necesario pasar del escudo social al impulso social de la economía de la mano de medidas de estímulo fiscal.

Además de las implicaciones a nivel macroeconómico del denominado risk sharing, a nivel microeconómico es preciso que resurja con fuerza el sindicalismo como instrumento de protección y al servicio de la clase trabajadora; es momento de apelar a la responsabilidad social –y patriótica– de muchas empresas que pueden permitirse el esfuerzo de mantener sus puestos de trabajo y sus nóminas; hay que confiar en la solidaridad colectiva de la sociedad, también a la económica, para garantizar ingresos suficientes a las familias que aseguren la cobertura de sus necesidades básicas, reforzar los llamados «servicios de respiro» a personas cuidadoras y las medidas de conciliación para personas que cuenten con ingresos bajos…

Es tiempo de quedarse en casa. Pero llegará el tiempo de salir y enfrentarnos, quizá, a un mundo diferente al que conocíamos. No tenemos la certeza suficiente para saber si estamos en pause y una vez pulsemos nuevamente el play todo seguirá prácticamente igual; o, si, por el contrario, estamos ante una especie de «coma prolongado» y desconocemos por completo cómo será la sociedad que veamos, tras el largo despertar a la vida. La única certeza es que la solidaridad es la única herramienta posible que garantizará nuestro futuro como sociedad.