De la política del desencuentro a la cultura del encuentro

Según el Barómetro del CIS de octubre 2025 el principal problema que existe actualmente en nuestro país es el de la vivienda. Así piensan el 19,2% de las personas entrevistadas.
Pero, si tomamos como referencia el listado de los diez problemas más mencionados en primer lugar, observamos que cuatro de ellos («El Gobierno y partidos o políticos/as concretos/as», «Los problemas políticos en general», «El mal comportamiento de los/as políticos/as» y «La corrupción y el fraude») están directamente relacionados con la política y se sitúan inmediatamente después de la vivienda y por delante de la migración.
Si agrupáramos estas cuatro referencias bajo el epígrafe «problemas con la política», cuestión que no es consistente estadísticamente pero que puede ser pedagógica, observamos que la política se convierte no en una salida para los problemas de la ciudadanía, sino en el principal problema.
Este proceso de «problematización» de la política y de las personas dedicadas institucionalmente a la misma se ha ido intensificando en los últimos años: en el barómetro de junio de 2008 la política era el principal problema solo para un 4,4% de la población y subió a un 14,9% en junio de 2012 para dispararse a un 33,4% en 2018.
De forma muy elocuente, según la Encuesta Flash sobre la Situación Política Española, del CIS (abril 2024) expresaban el 53,3% de los españoles que «la vida política se está convirtiendo en algo muy duro e insoportable».
Estamos viviendo un momento político de profunda tensión. La crispación domina el debate público, la polarización se intensifica, la desconfianza hacia las instituciones crece y la sensación de bloqueo y desesperanza parece haberse instalado como un clima de época.
El «desencuentro» se está manifestando como una de las características de nuestro mundo político y social. Desencuentro que atraviesa las relaciones familiares, los vínculos comunitarios, los credos religiosos, la vida de las instituciones y que llega a los procesos sistémicos más abstractos dando inicio, en palabras del papa Francisco en Evangelii gaudium, a la «cultura del descarte que, además, se promueve» (EG, 53). Una cultura en la que «los excluidos no son “explotados”, sino desechos, “sobrantes”» (Ibid.).
Esta cultura del desencuentro no es un simple epifenómeno azaroso del devenir social y político. Este desencuentro se «promueve» como estrategia política de corto alcance. Estrategia que polariza desde discursos emotivos de adhesión o aversión: «¡Con nosotros contra todas las demás personas!; ¡los míos por delante, aunque estén equivocados!, ¡mi corrupción es menos “corrupta” que la del otro bloque!, ¡y tú más!». Verdaderamente un ámbito que se está volviendo: «duro e insoportable».
¡Qué lejos de la afirmación de Fratelli tutti!, «la política es una altísima vocación, una de las formas más preciosas de la caridad» (180). Parece incluso provocadora –en una sociedad que asocia la política a la corrupción, el oportunismo o la manipulación– asociar la política con el amor social.
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Profesor de Ética
Universidad Pontificia de Comillas



